Y sucedió— me contaba Luis— que una noche, una de esas maravillosas noches estivales de España, a fuerza de mirar y remirar los astros desde mi balcón y meter mi alma entre ellos, como si dijéramos, tuve un pequeño éxtasis (se le permitirá a mi modesta persona eso de tener un éxtasis, un pequeño éxtasis... un tout petit extase?)
«Y soñé— o aconteció— (vaya usted a saberlo), que un ángel, amigo mío, porque suelo tener amistades aladas, vino a verme, invisible para los demás; y, movido de mi poderosa sed de vuelo, de mi invencible curiosidad estelar, me ofreció el brazo, que yo me apresuré a aceptar, y se lanzó conmigo al vacío, como acontece o debe acontecer en algunos poemas.
Yo, estupefacto al principio, con vértigo de la altura, que poco a poco fué desapareciendo, quedé encantado después: como que el espectáculo que fue ofreciéndose a nuestra vista no era para menos.
Veíamos el ángel y yo girar la tierra a nuestros pies, y nos divertía sobremanera la alterna tiva de luz y de sombra a que la rotación iba sometiendo a las diversas zonas.
Las naciones, hormigueantes de hombres atareados en fruslerías ridiculas u ocupados en des truirse y aniquilarse, iban con gradación suavísima, debida a la atmósfera, recibiendo el diario baño misericordioso y tibio del sol.
En torno de nosotros chispeaban millares de estrellas.
Arriba, abajo, delante, detrás, adondequiera que volviese yo la mirada, el lejano esplendor de los astros me salía al paso.
Las nebulosas, con la incomparable tenuidad de su fulgor pálido, servían como de fondo al espectáculo supremo y como tela dorada al estuche de pedrería estelar.
Al volver mis ojos a nuestro planeta, del que nos hallábamos tan cerca, pude advertir que algo indescriptible se desprendía, lenta, pero continuamente de su orbe.
Era como un vapor sutil, como un humillo deücado y leve, como una imponderable nébula, como una bruma vaga, como un hálito apenas perceptible, que el planeta fuese dejando en el espacio, a medida que efectuaba su translación en torno del sol.
Y aquella bruma, aquella niebla ingrávida, al exhalarse de la tierra, al atravesar su atmósfera, era opaca; mas, en cuanto salía al espacio, se volvía luminosa, con una luminosidad fosforescente y nacarada, de belleza indecible.
Los diversos jirones de la casi inmaterial emanación, en cuanto se desprendían de las capas atmosféricas, iban aproximándose los unos a los otros, y soldábanse al fin en el espacio, formando una gasa trémula que parecía hecha de la sustancia misma del ensueño (such stuff as dreams are made on...)
Esta gasa, con ondulación graciosa, de un ritmo lleno de majestad, se alejaba, se alejaba en el infinito, sin dejar de soldarse a las nuevas emanaciones del planeta, de modo que parecía como gigantesco chal en que hubiera estado envuelto el mundo, y del que ahora fuese desenvolviéndose en fuerza de su rotación.
El remate de la cauda se perdía en el éter, como el apéndice de un cometa que no tuviese límites; como lucífero huso de oro, enrarecido, casi inconsistente, de una extraña luz zodiacal; como escala mística, tendida entre la tierra y un punto del infinito.
Maravillado permanecí en contemplación, no sé cuánto tiempo, y al fin pregunté al ángel la naturaleza y origen de lo que veía.
—Es el hálito del dolor humano— me contestó sencillamente—. Ya lo ves, se exhala perenne de todas las almas; surge opaco, espeso... luego va sutilizándose; tórnase luminoso, asciende, asciende...
—¿Hasta dónde?
—Hasta el núcleo mismo del Universo.
—¿Y para qué?
... Por la cara del ángel pasó cierta expresión de misterio.
—Es una substancia prodigiosa— respondió — de la que Dios se sirve para cosas muy grandes... Él la condensa y la plasma para fines arcanos y eternos.
No me atreví a preguntar más, y el ángel y yo nos alejamos silenciosamente.
(Los balcones. Biblioteca nueva. Madrid. 1920) |