Capítulo 4
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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El diablo desinteresado |
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Durante tres días nada nuevo sobrevino. Urquijo paseó, vanamente por el Bulevar Malesherbes. El diablo no apareció. En el piso de Laura (que era el segundo izquierda, conforme lo reveló, al fin, la portera, merced a un franco más), no se advirtió otra cosa que las alternativas de sombra en las piezas que daban a la calle, y alguna vez, la vaga apariencia de una silueta. Cierto recato inexplicable impidió a Cipriano pedir en la portería datos más amplios que calmasen su ansiedad. Un sentimiento confuso le aconsejaba esperar, no obstante la congoja y el desabrimiento de su espíritu. Entretanto, su vida se transformaba: el antiguo pausado ritmo era hoy un perenne temblor, una ansiedad nerviosa, que redoblaba los latidos de la entraña. Cipriano recordaba la frase de Alighieri, leída recientemente en la Vita Nuova: «He aquí que viene un Dios más fuerte que yo, el cual me dominará...». La primera aparición suprema de la existencia, el amor (la segunda es la muerte), llegaba, llegaba imprevista como el Señor del Evangelio, la hora de cuya venida ignoramos: «Vigilate, quia nescitis qua hora Dominus venturus sit». Cipriano comprobaba y confirmaba la tremenda significación, el esencial sentido que encierra la más vulgar de las frases: «está enamorado», la cual tiene para cada alma una formidable elocuencia nueva. Cipriano amaba... En su corazón desde aquel instante se asentaba el rey de los reyes del mundo. Que su amor fuese feliz o desgraciado, riente o trágico, turbulento o manso, él sabía por intuición poderosa que aquel monarca nuevo ya no dejaría de reinar en su vida; porque, como dice el malogrado poeta inglés Dowson, «vencido, frustrado y solitario, no comprendido, sin corona, es eso el amor menos rey? Is Love less king?». Amaba, y no era amado; pero, en suma, amar, ¿no es, por ventura, una gran alegría, una «dolorosa» alegría? Jucundissimum est in rebus humanis amari, sed non minus amare, como dice Plinio en su panegírico del emperador Trajano. «Amar -afirma Víctor Hugo- es tener en la mano mi hilo para todos los dédalos...». Por lo pronto, Cipriano estaba metido en el dédalo; ¡pero el hilo no lo tenía! El hilo de oro quizá lo tendría ella, ¡Laura! * * * ¡Estaba enamorado! Es decir, había ya en el mundo un ser que adquiría definitivamente sobre él el derecho de vida o muerte. Sólo aquellos a quienes amamos tienen el poder de atormentarnos, y hemos de seguirles amando aunque nos atormenten, sin preguntar ya si son malos o buenos...: I ask not, I care not Shakespeare, Cymb, III, 5.) (Y perdónale, lector, a Cipriano esta erudicioncilla amorosa...) Un alma serena puede pasar por la vida insensible a los fantasmas de la Selva obscura. Abroquelada de fe, con la espada flamígera de su voluntad, se abrirá un camino entre los mil espectros del miedo, de la imaginación... Ninguno tendrá el poder de conturbarla. Pero que ame a una criatura, y Dios (¿tal vez celoso de que aquella alma ya no sea toda suya?) conferirá a la criatura amada un poder formidable: el poder de hacer sufrir. Aquella criatura, podrá, en lo sucesivo, llevar al alma esclava adonde quisiere, «con sólo un cabello de su cabeza»... ¡He aquí que viene un Dios más fuerte que yo, el cual me dominará! * * * Al cuarto día de la nerviosa espera, Cipriano de Urquijo se encontró en la portería de su casa un gran sobre, escrito con esa letra larga, summum del esnobismo, que tanto se usó antes de la guerra (entiendo que cuando vuelvan de las trincheras definitivamente los peludos, hoy rasurados, y el gran conflicto actual con su formidable ímpetu de modificación haya transformado todas las cosas, ni siquiera ese esnobismo quedará; hasta la caligrafía será sincera...). La penetración del lector habrá adivinado que Cipriano -conforme a la frase hecha de rigor- «abrió el pliego con mano temblorosa». Dentro del sobre había dos tarjetones, uno mayor que el otro; los dos muy elegantes. El mayor estaba impreso, salvo el nombre del agraciado al calce, y decía (en francés): «La señora Dupont se quedará en casa la tarde del miércoles tantos de tantos, de cinco a ocho». Y abajo, la dirección y el nombre del invitado: «Señor don Cipriano de Urquijo, etc., etc.». El tarjetón menor decía: «El Diablo tiene el gusto de enviar a su protegido, el señor don Cipriano de Urquijo, la adjunta invitación, encareciéndole que al llegar a casa de madame Dupont (quien ya está prevenida) se presente a esta señora, diciéndola su nombre. Lo demás corre de cuenta de ella». * * * No analicemos las emociones de Cipriano. Nosotros, lector, no somos psicólogos, como M. Paul Bourget, por ejemplo (autor de tanta anatomía espiritual y moral, desde sus primeros ensayos hasta su novísimo Sens de la Mort). Por no ser psicólogos, resultamos de una ingenuidad de agua de montaña, que es el agua más ingenua de todas, porque está hecha de nieve pura, caída directamente del cielo, y aún no se ha enfangado en los declives y torrenteras de la serranía... La ciencia del alma la adivinamos, la presentimos, como Fernández y González presentía la historia... Sólo sí diremos, conforme a otra sobada frase hecha, que «las más encontradas emociones» luchaban en el corazón de Cipriano, y añadiremos que las interrogaciones más contradictorias abrían y cerraban sus encorvados signos de todos colores en su cerebro. ¿Quién era, pues, aquel hombre que hacía de diablo? ¿Por qué lo protegía? ¿Qué iba a pasar en casa de la señora Dupont? ¿Qué era «lo demás que corría de cuenta» de esta señora? Y sobre todas estas interrogaciones se erguían como dos columnas de Hércules (la segunda invertida) dos signos de admiración: ¡! ¡Iba a ver a Laura, sin duda! ¡Estrecharía la mano de Laura! ¡Oiría la voz de Laura! ¡Se posarían en sus ojos los divinos ojos de Laura, aquéllas dos luminosas y pensativas violetas dobles! ¡Oh, Petrarca, sólo tú (pues que amaste a la primera encarnación de Mlle. Laura Constantin) puedes poner un comentario, a estas exclamaciones! ¡Pónselo, Petrarca! |
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