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Amado Nervo

"El diablo desinteresado"

Capítulo 2

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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El diablo desinteresado
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Cinco días, pues, transcurrieron como digo, y el Azar, la Casualidad, el Destino no habían hecho coincidir siquiera un instante aquellas dos vidas...

Seguramente, la señorita Laura salía a alguna parte; iba a las Galerías Lafayette, al Printemps, al Louvre, como todo el mundo; asistía de vez en cuando a una sección de cine; hacía tal o cual visita... ¡Cómo, pues, en cinco días no se habían encontrado!

¿Estaría enferma la señorita Laura?

¡Oh! Con qué suavidad su cabecita delicada debía reposar sobre el almohadón. Con qué voz musical, con qué melodiosa quejumbre, la dulce doliente debía exclamar, dirigiéndose a madame Constantin:

-¡Que je souffre, petite mère!

Y Cipriano, exaltado con esta imaginación, desesperábase, lamentando que los inventos modernos, que habían domeñado y avasallado tantas fuerzas invisibles, no pudiesen suministrarle aún ninguna para que el beso de un pintor se posase desde lejos en la frente pálida de una muchacha enferma y su voz se hiciese oír como con telefonía inalámbrica, en el pétalo translúcido de una orejita, entre el ensortijamiento de las hebras de oro, para decirle: -¡Je vous aime et je ne veux pas que vous soyez malade, mademoiselle Laura!

* * *

Cipriano, que era un chico bueno, ingenuo hasta la pared de enfrente, piadoso a ratos (sobre todo cuando se acordaba de la madre, lejana, que le hacía rezar el rosario), empezó a sentir cierta vaga rebelión contra la divina Providencia (ya veremos qué injustamente):

¿Por qué, si es cierto que interviene hasta en el movimiento de la hoja del árbol, no movía aquellos visillos, haciendo aparecer detrás la cabeza soñada?

¿Un visillo es, por ventura, para la divina Providencia más difícil de mover que la hoja de un árbol?

¡El diablo acaso hubiese sido más amable! ¡Lástima que no se preocupase ya de los enamorados, como sucedía antaño!

A Cipriano le había referido no sé quién la historia da un apasionado muchacho que fue una noche de tormenta (según se lo prescribió cierta bruja) a buscar al diablo a una lejana cueva desde cuyo interior solía dejarse oír su voz... cavernosa (este adjetivo viene ahora muy a pelo), como la del antiguo oráculo.

El diablo, después de oír, «al parecer, con atención», la súplica del mancebo, que se refería a una morena admirable, reacia al cariño como pocas, contestó con sorna:

-¡Ya la quisiera para mí!

No había, pues, que contar con Satanás, que, por otra parte, en seguida pedía el alma...

-¡Y qué me hubiera importado ofrecérsela -seguía diciendo Cipriano-, si de hecho me la ha robado ya esta chiquilla!

* * *

... El bulevar estaba solitario. Cipriano debió de hablar en voz alta.

Alguien, en la sombra, escuchó todo el monólogo.

Un señor perfectamente forrado en un gabán de pieles (hacía mucho frío), con la cabeza metida dentro de un sombrero de copa, se acercó a Cipriano, y en el más correcto español de la ca'Alcalá, le dijo:

-Caballero, me parece que acaba usted de invocar al diablo y que ha incurrido usted en la secular vulgaridad de hacer esta invocación para que Satanás le conceda a una mujer...

A Cipriano, aquella burla gratuita, arbitraria, le incomodó, y estuvo a punto de responder una grosería.

Pero el señor del gabán de pieles le miraba con un interés simpático (la escena pasaba al pie de un farol de gas), con sonrisa llena de expresión. Tenía unos ojos grises, curiosos y tiernos al propio tiempo; un rostro enérgico, muy pálido, aguileño, perfectamente afeitado (Mefistófeles, por lo visto, renunciaba al bigote retorcido y a la barba puntiaguda).

Emanaba de aquel rostro no sé qué expresión de astucia amable, no sé qué poderoso atractivo, que dominó instantáneamente el enojo del pintor.

-Caballero -dijo éste-, aun cuando sin ningún derecho tercia usted en el «diálogo» íntimo de un desconocido, haciendo caso omiso de esta impertinencia, le diré que me pilla -después de dos horas de plantón en esta calle- en un momento propicio a las confidencias, muy naturales, por lo demás, en un enamorado... Y debido a esto, en vez de oír de mis labios una frase dura y desdeñosa, va usted a escuchar una confesión: Hace cinco días, entró en la Avenida de la Ópera a la señorita Laura Constantin, hija del señor Víctor Anatolio Constantin, economista, miembro Instituto, y estoy perdidamente enamorado de esa señorita, a quien, a pesar de todos mis esfuerzos, no he vuelto a ver, no obstante que nos hallamos frente a su casa -añadió señalando, el edificio que conocemos.

El enigmático personaje escuchaba sonriendo, con su sonrisa entre irónica, deferente y amable.

-La señorita Laura Constantin -repitió-, hija del señor Víctor Anatolio Constantin, economista y miembro del Instituto..., que vive allí enfrente, según dice usted... ¡Muy bien! ¿Quiere usted darme la dirección de su taller?

-¿Cómo sabe usted que soy pintor?...

-Hombre, si supone usted siquiera por un momento que soy el diablo, el diablo a quien usted deseaba invocar, comprenderá que puedo adivinarlo.

Cipriano quedose mirándole con una ingenuidad absolutamente provinciana, y metiendo mano en su bolsillo de pecho sacó su cartera y de ella una tarjeta con sus señas.

El desconocido las leyó con atención.

-¡Perfectamente! -exclamó-. Pues, señor de Urquijo (tiene usted nombre de banquero más que de artista), señor de Urquijo, el pacto está hecho: usted se casará dentro de un año con la señorita Laura, y será además un gran pintor... Buenas noches. Le aconsejo que se meta en el metro y se vaya a su taller. Hace mucho frío... ¡Au revoir!

Y sin dar tiempo a Cipriano de que preguntase nada, haciéndole un signo amistoso con la diestra, se alejó rápidamente, perdiéndose entre la niebla, cada vea más espesa.

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