A Lucas T. Gibbes
Cuando la crisis era más terrible en Eukaria, la gran ciudad del nuevo Continente, el Rey de las Finanzas hizo aquel gesto histórico, ante las miradas suplicantes de una legión de banqueros arruinados: firmó un cheque maravilloso, que debía traer a la metrópoli, hambrienta de oro, cien millones de francos en piezas relucientes, un río de metal precioso que iba a correr los opáridos cauces del Negocio, llenos de sed...
La tormenta cesó. Las caras supliciadas sonrieron. Las almas se difundieron en acciones de gracias. Un Te Deum laudamus de todos los corazones sucedió a las blasfemias y al ruido seco de los proyectiles con que los desesperados se perforaban el cráneo.
*
Un mes después, el gigantesco vapor Ania, verdadera ciudad flotante, llegaba a la bahía de Eukaria, conduciendo cien toneles, y en cada tonel un millón de francos.
Jamás— afirmaban los periódicos— había desafiado la procela del mar tesoro semejante. ¡Si hasta parecía, durante el viaje, que la onda, conquistada por el oro,— mujer al fin,— se abría a la violación de la quilla con el rumor de una falda de seda que se desgarra!
Diez custodios, como diez argos, vigilaban los toneles día y noche, relevándose cada cinco horas; y no relajaron su cautela hasta el instante en que, por fin, en los subsuelos blindados del Banco Nacional de Eukaria, reposó en seguridad plena la preciosa carga.
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Por la noche, el empleado del Banco, que hacía la ronda— en esta vez más minuciosa— por los subterráneos, advirtió que uno de los toneles se hallaba en mal estado. La corva madera había cedido un poco bajo los aros, y el zinc de la parte interior, descubierto y magullado por algún choque, empezaba a desoldarse, mostrando una abertura de varios centímetros.
El vigilante examinó detenidamente esta abertura, y al remover con recelo el tonel, vio caer y rodar con ruido sordo un gran cartucho cilíndrico.
—¡A la buena si esto ha pasado ya a bordo!— se dijo— Y si falta oro en el tonel...
Y, pensativo, sopesaba en la diestra el cartucho, que aunque era de sólida tela encerada, se había desgarrado al caer, y dejaba asomar por la desgarradura el canto de una pieza. Cosa extraña: este canto no brillaba; más aún, era opaco, grisáceo y sin reborde ninguno.
El empleado, al darse cuenta del extraordinario fenómeno, sintió que el pánico encogía su corazón y helaba sus huesos.
Sin poderse contener, rompió el cartucho, y... ¡diez discos de plomo rodaron por el suelo!
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¿Cómo se había hecho la sustitución? ¿Quién la había osado? ¿Creerían en su inocencia cuando refiriese el estupefaciente hallazgo? ¡Ah! ¡no! ¡Estaba perdido... perdido!
Cerró las cajas, subió de tres en tres las escaleras de los subterráneos, salió acezando a la calle, sin sombrero y sin abrigo, detuvo al primer coche que vio al paso, y se hizo conducir, a las volandas, al palacio donde el Director del Banco Nacional de Eukaria digería a la sazón, en amable compañía, unas cuantas docenas de ostras verdes, rociadas con vino del Rhin.
—¡Señor— exclamó cuando el ventripotente burócrata lo hubo recibido en su despacho— un robo! un fraude enorme! ¡Hay plomo en vez de oro en uno de los toneles... Acabo de descubrirlo por rara casualidad... Le juro a usted que yo no soy culpable... No sé cómo ha sido... cómo ha podido ser!
Y, tartamudeante, relataba detalle por detalle la historia de su descubrimiento.
El financiero lo escuchaba con la plácida sonrisa del hombre que ha comido bien, sin que se alterase una sola línea de su cara, notable por la rozagante crasitud; y cuando el infeliz empleado concluyó su relato y se hubo calmado un poco, díjole, mirándole fijamente y con voz enérgica:
—¿Ha hablado usted a alguien antes que a mí de su descubrimiento?
—¡No, señor!
—¿Es usted capaz de guardar un secreto... un gran secreto?
—¡Sí, señor!
—Pues bien: tranquilícese usted y enmudezca. En los toneles no hay más que plomo.
—No... hay... más... que plomo.
—Como usted lo oye: ¡no hay más que plomo!
»... ¡Y qué importa!— añadió el financiero con un bello encogimiento de hombros—: es absolutamente lo mismo que si hubiese oro...
»¿Usted recuerda por ventura la vieja historia del cofre del Cid? El Cid necesitaba dinero para sus mesnadas. Pidiólo a Raquel y Vidas, judíos complacientes, que le prestaron 600 marcos de plata, recibiendo como garantía un pesado cofre repleto de arena. Cuando el Cid pagó, retiró su cofre, en que no había más oro que el de su palabra.
»En cuanto pase la crisis, el plomo volverá al banco de donde vino, después de haber salvado a un país de la quiebra, ¡como si hubiese sido oro!
»¿Usted cree— agregó el financiero— que el oro de los subterráneos del Banco de Francia o del Banco de Londres sirve de algo más que este vil plomo? ¡Ah! no por cierto: allí estará en aposentos blindados, sin lucir su brillo, sirviendo de simple garantía a los millones de papeles que van y vienen y que sustentan al crédito del mundo. Jamás socorrerá una miseria, jamás aliviará un infortunio, jamás secará una lágrima... Cada año el stock maldito, espléndidamente inútil, irá aumentando, aumentando... Pero es lo mismo que si fuese plomo, porque nunca más verá la luz; y un día, cuando el oro ya no valga nada y las civilizaciones actuales hayan pasado, y las grandes metrópolis en ruinas duerman bajo la hierba, el arado de algún labrador chocará contra estas mazas de metal vano; y las libras, los francos, los marcos y los dólares, rodarán a sus pies en cascada resonante, sin que él se digne cogerlos, preguntándose acaso para qué servían tantos discos relucientes.
»Vaya usted en paz, amigo mío— concluyó el financiero—. Vaya usted en paz... y punto en boca... Necesita usted un poco de sueño, que lo reponga de tantas emociones violentas. Mañana, en el Consejo, lo propondré para un buen ascenso. Los hombres discretos merecen que se les proteja.» |