Guillermo y Antonio se encontraron, a los diez y nueve y diez y ocho años, respectivamente, huérfanos de padre y madre y con una cuantiosísima fortuna.
Guillermo era un muchacho práctico por excelencia. Tenía pocas, pero «exactas» nociones de la vida. En ratos de vagar, se había trazado un programa para el día en que fuese dueño de su dinero.
Lo esencial era evitar los fastidios y las penas.
Sin duda alguna, la incertidumbre del mañana es uno de los más angustiosos estados de conciencia. Su dinero lo ponía a salvo de ella.
Fuese, pues, a ver a los Rothschild y convino con ellos en invertir todo su capital, menos algunos cientos de miles de francos, en valores de tout repos: Consolidado inglés, 3 por 100 francés, Credit Foncier; ciertas obligaciones ultragarantizadas... Papeles, en fin, que producían apenas, unos con otros, el tres y medio por ciento; pero más firmes que todas las firmezas (menos cuando a una camarilla militar se le ocurre decretar una guerra como la que padecemos...)
—Por este lado—se dijo—, ya estoy tranquilo; las ondulaciones de la Bolsa me importarán muy poco. No veré siquiera, porque es inútil, cotización ninguna. Ahora voy a ocuparme de lo demás.
«Lo demás» fué comprar una hermosa casa en el barrio de los Campos Elíseos, con los cientos de miles de francos sobrantes; amueblarla bellamente; llevarse a ella sus viejos criados, fieles y seguros.
Helo, pues, instalado, con renta fija y ánimo sereno.
¡Qué había de hacer sino vivir! Vivir bien; vivir, sobre todo, en paz...
Pensó que en los años mozos nos viene a ver una visita peligrosa: el Amor.
La segunda parte de su programa fue suprimir esa visita.
El Amor siempre hace mal; siempre está erizado de púas...
—¡Compremos—se dijo—el amor ¡que pasa!
*
Antonio, como no era un hombre tan previsor, ni colocó su dinero en casa de Rothschild, ni defendió celosamente su libertad.
Un día vino a buscarle el Amor en la más común de sus encarnaciones; se llamó María, fue rubia, tuvo diez y ocho años. Lo demás, lo dijo la vida... Dos lustros después, siete hijos ensordecían la casa.
Hubo alternativas vulgares de sombra y luz; chicos enfermos, malos negocios, horas de beatitud íntima en la placidez del hogar; hubo de todo, de todo...
Guillermo iba poco a casa de Antonio. Solía decir como el viejo Fontenelle: «¡A mí me gustan los niños sólo cuando lloran... porque se los llevan!»; y encontraba duro, como Schopenhauer, que deba uno oir llorar su vida entera a los chicos, ajenos o propios, simplemente porque uno lloró algunos años.
Su carácter se volvió suspicaz y desconfiado. Tenía, sobre todo, fobias frecuentes. Una de ellas era la del sablazo. En cuanto un amigo lo trataba con más amabilidad que de costumbre, Guillermo procuraba acorazarse de esquivez.
«Este quiere dinero...»—pensaba angustiado, y abreviaba la conversación.
A su casa no entraban sino ricos axiomáticos, definidos, sin sospecha, como la mujer de César. Para ellos siempre había un cubierto en su mesa. Como que la gente que se respeta no debe dar de comer sino a los ricos, ni hacer obsequios sino a los ricos. Los pobres tienen una gratitud tan vehemente que no olvidan nunca ni un pedazo de pan que se les ha dado. Son como los perros; se dejarían matar por el que tuvo para ellos una caricia. Eso molesta, como todo sentimiento excesivo... Los ricos, en cambio, con qué gracia, con qué elegante escepticismo salen diciendo de los mejores banquetes que los han envenenado...
Cierto, alguna vez, un hombre famélico se llegó al hotel de Guillermo. Pero ante la verja había un portero imponente. En la portería, además, sobre una mesa de roble, se amontonaban volantes que decían:
«Nombre del visitante...»
«Objeto de la entrevista...»
El portero, por otra parte, se encargaba de manifestar al candidato a visita que el señor no estaba en casa sino los sábados, de doce a una de la mañana, para la «gente conocida».
Un hosco silencio, una árida soledad, acabaron por saturar el hotel. La gran puerta de hierro sólo dio paso a los automóviles señoriales.
La paz de Guillermo estaba ultraconquistada. Su palacio era una deliciosa Tebaida, llena de aristocrático mutismo.
Ni siquiera la mirada de los pobres podía recrearse en los céspedes de fresco terciopelo, en los plátanos de aleopardados troncos y hojas diáfanamente verdes...
*
Guillermo y Antonio llegaron a viejos.
Antonio, siempre ocupado en la vulgaridad de su vida; en casar a sus hijas, en establecer a sus hijos, en querer a sus nietos, en servir a sus amigos.
Ninguna pena común le fue ahorrada; pero tampoco supo jamás lo que era tedio. Una tranquila identificación con su destino, se le otorgó como premio. La existencia nunca le dio miedo; tuvo para él siempre un aspecto de familiaridad cordial, aun en lo hondo de las penas.
*
El castigo de Guillermo no estuvo empero precisamente en el hastío; el hastío es también lote de altruistas, cuando el altruismo no alcanza ciertos niveles poco comunes. Claro está que el egoísta lo ve cara a cara y en todo su imponente horror; pero hay algo más espantoso que ese mal, en los crepúsculos de las vidas baldías, y es encontrarse con el éxtasis del bien a la hora de la nona. Comprender ya tarde la voluptuosidad divina de hacer felices a los demás.
Un día Guillermo paseaba solo y a pie por cierta avenida. Acercósele un muchacho:
—Mi padre—le dijo—no tiene trabajo desde hace veinte días. Está enfermo. Mi madre se muere del pecho. Somos seis chicos. Tenemos hambre.
Como ven ustedes, el caso no podía ser más vulgar...
Naturalmente, Guillermo se encogió de hombros y continuó su paseo. Pero el chico insistió:
—Somos seis. Tenemos hambre.
—¡Déjame en paz! Todos vosotros sois unos industriales de la mendicidad, unos mentirosos.
El chico no entendió lo de industriales; pero sí lo de mentirosos.
—Venga usted a casa conmigo—replicó— verá qué cierto es...
«Verá qué cierto es...»
Vínole un capricho.
¿Qué tenía que hacer a aquella hora? ¿Ir al club? ¿Jugar la eterna partida de tresillo?
La miseria podía ser pintoresca. Jamás la había visto. Era quizá el único espectáculo que le faltaba en la vida.
Llamó un taxi Hizo que el harapiento fuese en el pescante, con el chauffeur.
*
No os voy a describir ni el barrio, ni la escalera húmeda y obscura, ni el cuartucho fétido, ni los montones de trapos descoloridos sobre los cuales se agitaban, tosiendo, el padre y la madre del chico; ni el ir y venir monótono de los hermanillos, desnudos y hambrientos.
Escenas son éstas que los no millonarios hemos tenido, desgraciadamente, muchas ocasiones de contemplar en la vida.
El hombre práctico tuvo piedad...
Esa flor divina de la compasión, esa «debilidad » portentosa del alma, que inclina las frentes más altivas hacia las más humildes; esa ternura repentina que se nos mete en las entrañas; ese momento supremo de «comprensión » en que sentimos la identidad de todo espíritu con el nuestro, la deidad de cuanto alienta al par que nosotros; en que se descorre el velo de la ilusión tenaz, madre de las diferenciaciones injustas, de las clases, de las categorías, hizo presa en Guillermo... fundió a los rayos de su calor esencial todo aquel egoísmo de cincuenta años...
Y cuando su dinero fue misericordioso, por primera vez en la vida, y transformó el infecto desván en nido de risas, de esperanzas, de bendiciones; cuando él, encontrando a la existencia un nuevo, un maravilloso, un repentino sentido lleno de divinidad, pensó: «De hoy más consagraré mis días a los pobres», una voz interior, un presentimiento imperioso, le contestó: «Demasiado tarde...», y comprendió, con espanto, que lo invisible iba a negarle el más noble de los privilegios humanos: el de la caridad.
Una de tantas enfermedades agudas, ponía punto final—pocos días después—a aquella vida tan colmada de sentido práctico, en cuyo ocaso había aparecido por un instante, como visión de tierra prometida, la posibilidad celeste del bien. |