Una de las luchas más heroicas, más denodadas, más conmovedoras (ríanse ustedes de las trincheras) es la que sostienen las mujeres contra la vejez. Lucha fatal que no emociona, porque sabemos que en ella han de ser vencidas, y que inútilmente han de extremar las astucias, apurar las falacias, recurrir a los «vanos silogismos de colores» (que hubiera dicho sor Juana Inés de la Cruz), para reparar lo irreparable:
Pour réparer des ans l'irreparable outrage. .
Esta estrategia, esta táctica estéril, es la que ha inventado los abat-jours, que tanto privan en las casas chic de Inglaterra y Francia. El abat-jour o pantalla o guardabrisa de cartón, suavemente colorida, que se pone sobre las luces, no es más que un inocente arbitrio para que las caras marchitas de las damas se envaguezcan en una penumbra misteriosa, en un claroscuro enigmático, y no se vea de los cuerpos sino el escote, por donde asoma una carne industriosamente fresca, que enmarcan sedas y encajes salpicados de joyas.
Es mentira que esas señoronas detesten la mucha luz porque es cursi: la detestan porque es un índice de oro, brutal, que señala a todo el mundo la pensativa ruina de su humanidad...
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Pero si en las mujeres esta lucha es, como digo, conmovedora, en los hombres, por inusitada, adquiere formas y caracteres de una agudeza formidable.
Pocos hombres luchan con la vejez apasionadamente.
Limítanse a teñir el bigote, que suele encanecer más pronto que los cabellos, y adaptarse un bisoñé a la calva; arbitrios inocentes con los que no engañan ni a un ciego. Hay, sin embargo, caballeros tan quisquillosos, que se indignan a la menor alusión indiscreta relativa a su edad. Ejemplo: Il signor D'Annunzio, cuya inmortalidad lírica no basta a consolarle del natural desgaste de los años. Y los hay que no abdican jamás, que no entregan la fortaleza de su juventud a los asaltos de la vejez sino muertos. Que mueren inconfesos...
De éstos existió uno, fallecido no ha mucho tiempo, en cierta capital andaluza.
¡En cuanto cumplió los cuarenta años, se plantó en treinta y tres!
De allí en adelante fue en vano preguntarle su edad. Se hicieron proverbiales sus treinta y tres años. Era el hombre que tenía la edad de Cristo.
Cuando el bigote empezó a encanecer, lo tiñó. No hubo tintura que no ensayara. Hizo repetidos viajes por Europa, buscando tintes. Los peluqueros de París, esos insinuantes y sofísticos peluqueros de cabellera rizada que todos conocemos, lo explotaron a maravilla. En Londres se gastó también un dineral.
Al bigote siguió la rara mies de los cabellos, sobre los cuales empezó a escarchar Enero...
Más tinturas, más viajes...
Las cremas de todos los matices, de todas las virtudes y de todos los olores, pretendieron, aliadas con masajes sabios, llenar o disimular siquiera los surcos cada vez más hondos y más numerosos de las arrugas.
Triste empeño. El arador invisible continuaba su tarea.
Llegó empero un momento en que no hubo ya pelo que teñir. Todo se había caído...
Los peluqueros aconsejaron a la víctima una peluca.
Fue cosa de elegir, de pensar, de madurar muy lentamente.
Al fin se encontró lo que se buscaba. Pero ¡ay!, una irritación de la piel, un eczema que invadió la calva, impidió el uso de postizo tan esencial.
Al propio tiempo, el arador invisible continuaba labrando sus surcos en aquella pobre faz.
No había misericordia. A cada nuevo recurso de don Diego—que así se llamaba mi hombre— la naturaleza respondía con una nueva crueldad.
La lucha era romántica, y para los observadores concienzudos, verdaderamente digna de un poema.
Don Diego no quería rendirse.
¿Y sabéis lo que hizo?
Comprendiendo que durante el día el enemigo era tremendamente fuerte; que el sol lo odiaba con descaro; que era imposible luchar con él; que si Jacob había combatido con un ángel, él no podía combatir con la luz, resolvió no salir sino de noche.
Jamás se le volvió a ver de día.
En verano, don Diego dormía unas siestas eternas... y en cuanto el sol consentía en ponerse al fin— no sin defenderse aún largo rato, sangrando en un inacabable crepúsculo—don Diego, muy derecho, muy correctamente vestido, muy acicalado, muy bien pintado, salía de su casa.
A pesar de su reconocida cortesía, no se quitaba nunca el sombrero, pretextando el temor a un enfriamiento (pues a ellos era muy sensible «desde niño»). Iba al teatro invariablemente; pero en el palco del club, desde el cual asistía a la representación, se le había reservado una butaca cuyo respaldo estaba pegado a la pared. De esta suerte don Diego, jamás enseñaba la nuca a nadie; por lo tanto, en circunstancias en que era de toda precisión estar con la cabeza descubierta, podía ver su calva... que era lo que se trataba de demostrar... es decir, de no mostrar.
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Hace poco tiempo que murió don Diego, don Diego de Noche, como habían acabado por llamarle todos sus conocidos, y jamás abdicó. Hasta el fin, con un resuelto heroísmo, tuvo la edad de Cristo. ¡En su testamento ordenó que lo embalsamasen, naturalmente!
Su familia, movida por aquella perseverancia, por aquella voluntad de platino y diamante, no quiso desmentirla, y en la lápida de mármol negro bajo la cual «aguarda la resurrección» aquella carne rebelde al pulverem reverteris, puede leerse:
«Don Diego de Sandoval. Murió el día... de...a los treinta y tres años de edad. R. I. P. |