No se vio jamás, desde que los hombres tienen historia y registran por medio de aparatos precisos los fenómenos exteriores, sucesión tan descabellada y agresiva de tormentas.
El mes de Julio, que, dentro de la relatividad de las estaciones, suele ser un mes de serenidad atmosférica, prodigó primero nublados, luego lluvias persistentes.
Agosto trajo huracanes y aguaceros.
Nadie en estos dos meses vio el sol; el cielo era un caos plomizo, imponente, de una hosquedad que ponía miedo.
Pero Septiembre fue peor aún.
Naufragios sin cuento, grandes trasatlánticos hechos astillas. Colosos como el Mauritania, el Lusitania, el Olimpic mismo, sacudidos por las olas rabiosas como míseros corchos...
Los astrónomos quisieron explicar aquello como explican todo lo inexplicable de la enigmática meteorología: echándole la culpa al sol.
El sol, además de su período undecenal de actividad, pasaba por una crisis.
Sin duda habían aparecido en la superficie grandes manchas.
Flammarión dio una hermosa conferencia acerca de esto en el Hotel des Sociétés Savantes, ante la masa curiosa y sumisa de los miembros de la Sociedad Astronómica de Francia.
El abate Moreux lamentó que la horrible persistencia de las nubes le impidiese, con su usual destreza, dibujar esas manchas, tales, que cinco tierras pudieran caer en su vértice, como cinco cañamones en un vaso...
Charles Normann escribió un artículo de vulgarización en el Matin, explicando debidamente lo que eran las manchas, su influencia magnética formidable al pasar por el meridiano, las teorías que se habían sucedido acerca de ellas, todas, según él, absurdas, menos la última (que era la que profesaba Nordmann).
En los Estados Unidos, Pickering y Percival Lowell, entre otros, dijeron cosas muy luminosas también.
El público se convenció de que las picaras manchas tenían la culpa de todo y, ante la invencible fatalidad del caso, esperó a que se serenase el Dios... el ígneo Dios cuya diestra balancea el planeta, mientras él mismo cae en las cimas etéreas hacia la Vega de la Lira...
*
La conflagración fue cediendo. Los ciclones plegaron sus alas negras. Las olas, encrestadas de espuma, tornaron al muelle ritmo habitual; las lluvias recogieron sus hilos de cristal... y un día los hijos de los hombres volvieron a ver el azul del cielo esplendoroso, incólume...
El Dios convulso bogaba ahora como transfigurado, como más áureo y radioso, torrificando la naturaleza, ayer transida de angustia y de frío.
Era por Octubre.
Las hojas de los árboles se encendían, cobrizas o doradas, en perspectivas metálicas y augustas, recortándose netas sobre la turquesa atmosférica.
Los hijos de los hombres volvieron a sonreír, a amar... y a pensar, sobre todo, en la sopa y en los negocios.
Aquel día, un lunes por cierto, la actividad en el planeta era inenarrable.
A ella fue, sin embargo, sustituyéndose la paz natural de la tarde, una tibia tarde ideal, que parecía de Agosto...
La luna, en el primer cuarto, empezó a derramar su nácar fluido en la paz celeste.
Y de pronto, los que miraban al cielo advirtieron que por el occidente, hacia donde se había despejado el sol, asomaba... ¡otra luna! muy más pequeña, pero por todo extremo hermosa; un disco verde, de un verde esmeralda, en el cual se advertían varias manchas irregulares, color de avellana.
Un matiz nunca visto entintaba divinamente todas las cosas... El nácar de la gran luna fundíase con el verde de la nueva, derramando tonalidades de misterio.
Experimentábase la sensación punzante y extraña de hallarse uno en otro planeta...
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Los astrónomos explicaron después el fenómeno, el inesperado fenómeno.
«Sabemos— dijeron -que, según la discutida ley de Bade, hay intervalos aritméticos entre los diversos cuerpos que giran alrededor del sol. El quinto número de la serie: el 2'8, no correspondía a orbe ninguno al iniciarse esta ley, es decir, que ella era cierta con respecto a los planetas todos, menos en un intervalo.»
Forzosamente en él había un planeta: el planeta hipotético de Kepler.
Se le buscó por ingeniosos métodos y no se le encontró; pero se halló algo más; se han encontrado hasta la fecha como quinientos asteroides, fragmentos de un mundo que reventó, quizás como una gran caldera, a impulsos de la presión del vapor, de un mundo cuyo tamaño era incomparable al de la tierra y que giraba, hace unos millones de años, a una distancia del sol representada por el número 2'8, cifra admirable, corroboradora de la ley de Bade.
Este mundo deshecho está en pedruscos, en más de quinientos pedruscos.
El mayor de ellos, Ceres, mide apenas unos 1.000 kilómetros.
Casi todos giran entre Marte y Júpiter, pero algunos tienen órbitas que los acercan, a veces demasiado, a nuestra tierra; Eros, por ejemplo, que ha servido para medir, en 1900, la paralaje solar.
Ceres, Pallas, Juno, Vesta, en ocasiones, pueden contemplarse con buenos gemelos.
Ahora bien: quién sabe qué estupenda coincidencia astral, quién sabe qué aproximación portentosa ha hecho que la tierra capture entre las mallas invisibles de su atracción uno de esos asteroides.
¿Cuál? Eros quizá (el planeta 433).
Esto la ciencia lo ha de comprobar en breve... mas de todas suertes, un asteroide ha sido preso por la tierra, y ya de hoy más nos acompañará como segundo satélite en nuestra caída por el abismo...
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Y he aquí cómo desde entonces, ¡oh Damiana, ideal mío!, los poetas poseemos dos lunas: Diana y Eros, que divinizan las noches serenas, rimando en ellas el verde y el nácar de su apacible luz... |