Capítulo 3
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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Música: Brahms, Violin Sonata No. 1 - Op. 78 |
El diamante de la inquietud |
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Nuestro idilio siguió su curso apacible y un poco eglógico bajo las frondas, y un mes después de lo relatado, en otra tarde tan bella como la que con sus luces tenues acarició nuestras primeras confidencias, yo me presenté a Ana María de levita y sombrero de copa. -¿De dónde viene usted ten elegante? -me preguntó. -De casa: no he visto a nadie; no he hecho visita ninguna. -¿Entonces? -Vengo con esta indumentaria, relativamente ceremonial, porque voy a realizar un acto solemne... -¡Jesús! ¡Me asusta usted! -No hay motivo. -¿Va usted a matarse? -Algo más solemne aún: Moratín coloca las resoluciones extremas en este orden: 1.ª, meterse a traductor; 2.ª, suicidarse; 3.ª, casarse, yo he adoptado la más grave: la tercera resolución. -¡Qué atrocidad! ¿Y con quién va a usted casarse? -Con usted. Vengo a pedirla su mano y por eso me he vestido como para una solemnidad vespertina. -¡Qué horror! Pero, ¿habla usted en serio? -¡Absolutamente! -Ya voy creyendo que no es usted tan cuerdo como lo asegura. -¿Por qué? -Hombre, porque casarse con una mujer desconocida; con una extranjera a quien acaba usted de encontrar, de quien no sabe más que lo que ella ha querido contarle, me parece infantil, por no decir otra cosa... -¿Por no decir tonto? Suelte usted la palabra: ¿Hay acaso matrimonio que no sea una tontería? -A menos -añadió ella sin hacer hincapié en mi frase- que me conozca usted por referencias secretas; que se haya valido de la policía privada, de un detective ladino, y haya usted obtenido datos tranquilizadores... Por lo demás, en Estados Unidos casarse es asunto de poca monta. ¡Se divorcia uno tan fácilmente! ¡Con hacer un viaje a Dakota del Norte... o del Sur, todo está arreglado en unas cuantas semanas! -Yo estoy dispuesto, señora, a casarme con usted a la española: en una iglesia católica, con velaciones, con música de Mendelsohn y Wagner, padrinos, testigos, fotografía al magnesio, etc., etc. -¡Qué ocurrente! -He dicho que vengo a pedirla su mano, esa incomparable mano, que parece dibujada por Holbein en su retrato de la duquesa de Milán, o por Van Dyck... -¿Quiere usted que hablemos de otra cosa? -¡Quiero que hablemos de esto y nada más que de esto! -Pero... -No hay pero que valga, señora: supongamos que lo que voy a hacer es una simpleza; lo diré más rudamente aún y con perdón de usted; una primada. ¿No tengo el derecho a los treinta y cinco años, soltero, rico, libre, de correr mi aventura, tonta o divertida, audaz o vulgar? -Usted tiene ese derecho; pero yo tengo el mío de rehusar. -¿Y por qué? -Porque lo que le insinué la otra tarde es una verdad; porque en determinada hora de mi vida debo irremisiblemente romper los lazos que me unen a la tierra, quebrantar los apegos todos, hasta el último... y desaparecer. -¡Quién sabe si usted, señora es la que no está cuerda, y el amor y la locura..., o la cordura por excelencia, va a sanarla! «Si quieres salvar a una mujer -ha dicho Zarathustra- hazla madre». Usted no ha sido madre. Una madre no se va a un convento dejando a su hijo. Santa Juana Francisca Frémiot de Chantal se fue, pasando por sobre el cuerpo de su hijo Celso Benigno, quien para impedírselo se había tendido en el umbral de la puerta. -Tiene usted cierta erudición piadosa... -Piadosamente me educaron. -Piadosa quiero yo que sea mi mujer... -Vuelve usted a las andadas. -¿No la he dicho que vengo a pedirla su mano? Ana María -añadí, y a mi pesar en mi voz sonaba ya el metal de la emoción-: Ana María, aunque parezca mentira, yo la quiero a usted más de lo que quisiera quererla... Ana María, sea usted mi mujer... -By and by! -respondió con una sonrisa adorable. -Sea usted mi mujer..., vamos, ¡responda! ¡Se lo suplico! Necesito saberlo ahora mismo. -¿Aun cuando un día me vaya y le abandone? -¡Aunque! -Mire usted que ese «aunque» es muy grave... -¡Aunque! -¡Pues bien, sea! Y aquella tarde ambos volvimos del brazo, pensativos y afectuosos, por las febriles calles de la Cartago moderna, a tiempo que los edificios desmesurados, se iluminaban fantásticamente. |
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