Capítulo 1
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Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning | |
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Música: Brahms, Violin Sonata No. 1 - Op. 78 |
El diamante de la inquietud |
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¿Que dónde la conocí? Verás: Fue en América, en Nueva York. ¿Has ido a Nueva York? Es una ciudad monstruosa; pero muy bella. Bella sin estética, con un género de belleza que pocos hombres pueden comprender. Iba yo bobeando hasta donde se puede bobear en esa nerviosa metrópoli, en que la actividad humana parece un Niágara; iba yo bobeando y divagando por la octava Avenida. Miraba... ¡Oh vulgaridad!, calzado, calzado por todas partes, en casi todos los almacenes; ese calzado sin gracia, pero lleno de fortaleza, que ya conoces, amigo, y con el que los yanquis posan enérgica y decididamente el pie en el camino de la existencia. Detúveme ante uno de los escaparates innumerables y un par de botas más feas, más chatas, más desmesuradas y estrafalarias que las vistas hasta entonces, me trajeron a los labios esta exclamación: -Parece mentira... «Parece mentira...» qué, dirás. No sé; yo sólo dije: «¡Parece mentira!». Y entonces, amigo, advertí, escúchame bien, advertí que muy cerca, viendo el escaparate contiguo (dedicado a las botas y zapatos de señora) estaba una mujer, alta, morena, pálida, interesantísima, de ojos profundos y cabellera negra. Y esa mujer, al oír mi exclamación, sonrió... Yo, al ver su sonrisa, comprendí, naturalmente, que hablaba español: su tipo además lo decía bien a las claras (a las obscuras más bien por su cabello de ébano y sus ojos tan negros que no parecía sino que llevaban luto por los corazones asesinados y que los enlutaban todavía más aún el remordimiento). -¿Es usted española, señora? -la pregunté. No contestó; pero seguía sonriendo. -Comprendo -añadí- que no tengo derecho para interrogarla..., pero ha sonreído usted de una manera... ¿Es usted española, verdad? Y me respondió con la voz más bella del mundo: -Sí, señor. -¿Andaluza? Me miró sin contestar, con un poquito de ironía en los ojos profundos. Aquella mirada parecía decir: -¡Vaya un preguntón! Se disponía a seguir su camino. Pero yo no he sido nunca de esos hombres indecisos que dejan irse; quizá para siempre, a una mujer hermosa. (Además: ¿no me empujaba hacia ella mi destino?) -Perdone usted mi insistencia -la dije-; pero llevo más de un mes en Nueva York, me aburro como una ostra (doctos autores afirman que las ostras se aburren; ¡ellos sabrán por qué!). No he hablado desde que llegué, una sola vez español. Sería en usted una falta de caridad negarme la ocasión de hablarlo ahora... Permítame, pues, que con todos los respetos y consideraciones debidas, y sin que esto envuelva la menor ofensa para usted, la invite a tomar un refresco, un ice cream soda, o, si a usted le parece mejor una taza de té... No respondió y echó a andar lo más deprisa que pudo; pero yo apreté el paso y empecé a esgrimir toda la elocuencia de que era capaz. Al fin, después de unos cien metros de «recorrido» a gran velocidad, noté que alguna frase mía, más afortunada que las otras, lograba abrir brecha en su curiosidad. Insistí, empleando afiladas sutilezas dialécticas y ella aflojó aún el paso... Una palabra oportuna la hizo reír... La partida estaba ganada... Por fin, con una gracia infinita, me dijo:-No sé qué hacer: si le respondo a usted que no, va a creerme una mujer sin caridad; y si le respondo que sí, ¡va a creerme una mujer liviana! Le recordé enseguida la redondilla de sor Juana Inés: Opinión ninguna gana; -¡Eso es, eso es! -exclamó-. ¡Qué bien dicho! -Le prometo a usted que me limitaré a creer que sólo es usted caritativa; es decir, santa, porque como dice el catecismo del padre Ripalda, el mayor y más santo para Dios es el que tiene mayor caridad, sea quien fuere... -En ese caso, acepto una taza de té. Y buscamos, amigo, un rinconcito en una pastelería elegante. |
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