En la tarde de un domingo, a la vera de una calzada por donde corren, envueltos en polvo de oro como en una transfiguración, esbeltos cupés, landos vastos y muelles y febriles automóviles, tres hombres modestos— un maestro de escuela, un cómico de la legua y un músico de la zarzuela,— amigos viejos los tres y miembros de una sociedad espiritista, conversan apaciblemente, sentados en un banco de piedra.
Su conversación, naturalmente, corre alrededor de sus ideas más caras, bebidas ávidamente en Allan Kardec, en León Denis y en infinidad de libros de propaganda moderna, de esos que abundan en las librerías de viejo.
Leandro, que así se llama el maestro de escuela, en el momento en que lo presentamos a nuestros lectores, tiene la palabra.
—La estrechez y angustia de nuestra vida, amigos míos, — dice,— la dureza y acritud de nuestro trabajo, debieran, después de todo, enorgullecemos con un noble orgullo, porque prueban hasta la evidencia que hemos llegado en vidas anteriores a grande perfección, ya que tuvimos la entereza de escoger para ésta aquellos oficios que más habían de mortificarnos y que, por ende, más habrían de hacernos adelantar en nuestro camino de hombres a ángeles, que recorremos denodadamente.
«Es un hecho que cada quien, al morir, hace, como si dijéramos, el balance de su vida.
«Ve sus existencias anteriores desarrollarse en vastísimo panorama, como desde una montaña se advierte el curso de muchos ríos, con sus culebreos, sus bifurcaciones, sus espumarajos o su tranquilo correr por amplios cauces.
«Aún están calientes nuestros mortales despojos, cuando ya nos ha sido dado ver este sorprendente panorama. Comparamos nuestra vida actual con nuestras múltiples vidas anteriores, que son como los diversos trajes que un mismo actor, el yo indestructible, ha vestido, y nos damos cuenta de los resultados de cada una, y sobre todo de si hemos avanzado bastante en la última. Del examen de ésta, cotejada con las otras, depende nuestra resolución para la vida futura.
«Supongamos que yo fui mendigo, por deliberada y libre elección de mi voluntad, y que desarrollé, por tanto, en mi odiosa prueba, ciertas cualidades que me faltaban, a saber: la resignación, la paciencia y la humildad. ¿Qué estado deberé elegir, por tanto, para la vida próxima? Las tres virtudes adquiridas son como tres inmortales facetas que yo mismo pulí en el diamante de mi alma.
«Miedo no hay de que nadie los opaque o descalabre: allí están radiando dulcemente para la eternidad. ¿Qué virtudes será bueno que yo busque en la próxima encarnación? Buscaré virtudes de Rey, pues que tengo ya virtudes de esclavo: seré magnánimo y magnífico. Haré la felicidad de mi pueblo, que me llamará «el Bueno»; fundaré casas de beneficencia, universidades, liceos, academias, centros de Arte... iqué sé yo!, y así puliré otras facetas que me faltan. Puede decirse, pues, que nuestra vida actual es como una rectificación y, por tanto, como una indicación de nuestra existencia pasada. ¿Somos pobres y humildes ahora? Pues de seguro fuimos ricos y poderosos en nuestra etapa anterior.
«El prócer de hoy fue el mendigo de ayer, el mendigo de ayer será el prócer de mañana; este es el sentido en que habla el Evangelio cuando dice: los últimos serán los primeros.»
—A menos— repuso el actor— que no hayamos adquirido del todo la humildad, la resignación y la paciencia de que hablabas, en cuyo caso volveremos a ser mendigos o... cómicos de la legua, ¡como te plazca!
—Ciertamente— siguió Leandro—. Pero esto es raro. En general, adquirimos en cada vida lo que en ella nos proponíamos adquirir (en mayor o menor grado, pero lo adquirimos). Y así acontece que dedicamos la existencia próxima a otro orden de actividades, casi siempre opuestas a las anteriores, para que la diferenciación de tareas nos sirva de reposo; como el que descansa de un trabajo emprendiendo otro distinto. Estas teorías, amigos míos— continuó el maestro de escuela—, deben proporcionarnos grandes consuelos. De hecho a mí me los proporcionan.
«En mis horribles horas de clase, cuando lucho para sembrar una idea en treinta cabecitas rubias o morenas que no piensan más que en el juego; cuando soporto con estoicismo los mil alfilerazos de su malignidad naciente; cuando hablo sin cesar días y días para obtener el fruto mísero de una pequeña atención, de un mínimo adelanto, me digo: Tú no has sido siempre eso que eres hoy. Acaso fuiste un príncipe, un gran artista, un milmillonario, un general victorioso... No penes, pues. Lo que eres, tú has querido serlo; con la lucidez de las horas divinas que siguen a la muerte, escogiste tu modesta y penosa, pero fructífera y noble misión de hoy, y estás puliendo una de las más admirables facetas de tu diamante.»
—Lo propio debiera decirme yo— replicó el actor— cuando, ante un auditorio trivial, que me pide que lo divierta, personifico a caballeros que llevaban plumas en el chambergo y espada en el cinto; yo debí ser uno de ellos, por el señorío con que porto el acero y la pluma y por la altivez que me sale de los más ocultos senos del alma...
— Y yo— dijo por último el músico—, yo, obligado a tocar viles fandangos y boleros, polkas y valses de menor cuantía en zarzuelillas de mala muerte, yo imagino a veces que llevo dentro el alma atormentada de algún Beethoven o de algún Mozart, que pecó mucho por orgullo y que ahora está condenado a ensordecer sus armonías celestes con el estruendo odioso de las orquestas de género chico.
— Estamos, pues, de acuerdo, amigos míos— resumió Leandro— en lo que decía yo al principio, a saber: que la dureza y acritud de nuestros trabajos debieran enorgullecemos con un noble orgullo, pues que prueban nuestra excelencia anterior...
— De todas suertes -dijo el cómico—, ¡oh mi querido Leandro!, yo te aseguro que en mi próxima existencia me desquitaré bien de lo que he sufrido en ésta: de los horribles meses sin contrata, de las noches sin público, de las silbas estrepitosas, de las cáscaras de fruta arrojadas a la escena, de los empresarios sin conciencia y de los cronistas sin misericordia. En cuanto expire, mi ánima rondará los alcázares, se agazapará entre las colgaduras de damasco y de brocatel, acechará bajo los lechos blasonados, y así que perciba el cuchicheo de un principesco dúo de amor sazonado con besos, lista, ágil, entre dos ósculos, en medio del apretujamiento de un abrazo, se colará callandito a las entrañas de una infanta o reina, y ya no saldrá de allí sino envuelta en las sonrosadas carnes de un bebé real, para ser mostrada, a los próceres que aguardan en las antesalas, sobre una bandeja de oro...
— Pues yo— dijo vivamente el músico— seré más práctico que tú.
«Monarca... ¡Ah, no por cierto! Malos vientos corren para los reyes en este siglo. Yo salvaré, luego de muerto, el océano, y llegaré a Nueva York. Allí recorreré con ledo vuelo las suntuosas residencias de la Quinta Avenida, y en cuanto vea que va a nacer un bebé, zas, ¡en él me zampo! Seré rey; pero del Acero o del Cobre o del Petróleo... Tendré tren especial, yate, automóviles y, sobre todo, palco en el Metropolitan, para oir a los Carusos del porvenir en la postura más cómoda.
«Habré de ser, además, un millonario artista. Escribiré música sabia, que editarán a todo lujo las mejores casas alemanas, y hasta construiré un teatro en cada una de mis residencias de Nueva York o de New Port.
—Y tú, Leandro -preguntaron a la vez el músico y el actor—, tú, ¿qué desquite tomarás en otra existencia, después de haber sido en ésta lo más atormentado que puede serse, a saber: maestro de escuela?
«¿Querrás ser, por ventura, ministro de Instrucción pública, para aumentar el sueldo a tus colegas del futuro?»
— Yo —dijo Leandro— ya he pensado muy seriamente este capítulo. Encarnaré, como tú, ¡oh, músico generoso!, en el cuerpo de un bebé millonario, pero que esté destinado, por su capacidad cerebral, a la tontera crónica. Creedlo: el mayor bien de este mundo es ser un rico necio, tan necio como rico.
«Los ricos inteligentes y buenos, más sufren que gozan, porque no pueden hacer todo el bien que anhelan. Los ricos tontos son los verdaderos bienaventurados. Siendo archimillonario y architonto, lo seréis todo. Los sabios os harán pasar por sabio; los artistas, por artista. Se os atribuirán todas las cualidades, y vosotros creeréis firmemente poseerlas. Os sonreirán todas las mujeres, y vuestra necedad os sugerirá que todas os aman. Como sois incapaces de iniciativa y de pensamiento, otros trabajarán y pensarán por vosotros, pero atribuyéndoos toda la gloria, y moriréis abrumados de elogios y de bendiciones a una avanzada edad.
—Bueno; pero ¿qué virtudes adquirirás en una vida así, Leandro? ¿Qué faceta de tu diamante espiritual pulirás?
—Ninguna— respondió Leandro—; en cambio, gracias a mi necedad, los que me rodeen, que serán muchos, ejercitarán la paciencia. Y, además, os diré que esta próxima vida que desde ahora me he decretado, es de asueto, de recreo, de vacaciones: quiero en ella no avanzar, sino echar una cana al aire... He adelantado ya bastante en la actual; y así como en la milicia el tiempo de campaña suele contar doble, así una vida de maestro de escuela vale por dos... |