Señor—murmuró Jehel, espíritu angélico de gran intelectualidad que acompaña frecuentemente al Increado en su vuelo majestuoso a través de los mundos—, Señor, entre las almas que pugnan por desprenderse de su envoltura carnal esta Nochebuena en la Tierra, veo una que me interesa de modo especial: es el alma de cierta adolescente rubia, de catorce años, que ha pasado la existencia en perpetuo éxtasis. Hija de padres piadosos, desde muy niña oyó hablar del paraíso, tal cual lo ha fingido el incorregible e ingenuo antropomorfismo de los pueblos. En el convento, donde creció como florecita pálida, no se le hablaba más que de esos dos polos extremos, entre los cuales se mecen el pavor y la esperanza de las turbas creyentes: el infierno y el cielo. Pero de tal suerte era buena, dulce, apacible, inmaculada, que las propias madres y el mismísimo confesor creyeron inútil empañar su serenidad con miedos inoportunos, y casi nunca le ponderaron los tormentos eternos, las gehenas implacables, describiéndole en cambio siempre las maravillas del místico edén.
Así, pues, en sus sueños, como en la escala del patriarca beduino, iban y venían los ángeles. Para ella, la gloria es análoga a los cuadros de Fray Angélico y de Filippo Lippi. Para ella, el Empíreo está formado de espirales de santos, de virtudes, de potestades, de querubines y serafines multicolores. Es como un jardín animado de una indecible policromía, que se asienta en nubes resplandecientes. Los ángeles, los arcángeles, las dominaciones, pliegan o abren sus enormes alas franjeadas de oro y teñidas de un azul, de un rojo y de un amarillo delicados; los querubines y serafines son como corolas de plumas trémulas, como margaritas enormes en cuyo centro hay un rostro enigmático. Muchos seres alados tañen arpas y cítaras de marfil, y en el vértice de la espiral mágica, un Anciano de inmensa barba nívea, de tiara relumbrante, Tú, Señor, según la concepción de los hombres sencillos, te muestras, teniendo a tu diestra a Cristo (que hoy nace para los humanos) y entre vosotros una paloma palpitante de luz y de amor...
—¡Qué va a experimentar el alma de esta niña—añadió Jehel— cuando se desligue de la carne y se encuentre en el seno de la cuarta dimensión! ¡Cuál va a ser su extrañeza, cuál su azoramiento al hallarse en el espacio negro, sin límites, entre el silencioso gravitar de los mundos; al ver perderse vertiginosamente a lo lejos, como un enjambre dorado, los planetas del sistema solar! ¡Qué desorientación más angustiosa la suya, cuando no te encuentre ni pueda verte, ¡oh Increado!, porque le faltan para ello tantas etapas, tantos ciclos aún infranqueables!
¡Piensa, Señor, Fuente de toda piedad, en esa almita que no ha podido concebirte sino a través de las estampas de los devocionarios, de las imágenes de las iglesias, del incienso blanco y aromático, y de los cirios que lacrimean, chisporroteando su cera pálida!...
¡Me intereso por ella, Señor! ¡Algunas veces, en mis viajes por la tierra, sobre todo en las noches de Diciembre, he dejado en su frente, mientras dormía, besos impalpables! ¡Gracias a mí, en sus puros labios han florecido, al despertar, muchas sonrisas de gratitud al ensueño!... ¡Que no sufra, Señor! ¡Mira que se acerca ya su convulsión postrera!... ¡Advierte cómo en su camita, rodeada de los suyos, va a abrir los ojos azules para esa última mirada, en que parece copiarse toda la hondura de lo desconocido!... ¡Señor bueno, que no experimente ninguna desilusión! ¡que no tenga miedo!...
—Jehel—respondió el Espíritu que es causa de las causas—Jehel (y sonreía, si es que puede darse este nombre al sutil resplandor de su divino pensamiento afectuoso), bien se ve que eres un poeta... Anda, acércate a esa almita, tómala contigo y fíngele en redor, en cuanto se desprenda de su cuerpo, uno de los paraísos que pintaron los primitivos. Pon muchas jerarquías de oro; pon mantos de un azul esmaltado y profundo, de un guinda de viejo vino; pon aureolas con rayos simétricos, mucha luz, mucho amor, y haz que una música inmaterial toque desde ahora para sus oídos de agonizante melodías deliciosas... ¡Ya, más tarde, con suavidad, la iniciarás en esa augusta y muda sabiduría de la muerte! |