Para Miguel de Unamuno
Hace tres meses que, en una cálida mañana en que la ciudad parecía incendiarse a los rayos del sol, cerré estas habitaciones familiares, puse las llaves en un rincón de mi gran maleta de viaje, y me marché.
Todo quedó como si me fuese para tornar al día siguiente. Sobre mi mesa de trabajo, los libros y papeles en el habitual desorden y, presidiéndolos, la cabecita bizantina de marfil, envenada de finas hendeduras negras, reliquia de los siglos; la cabecita bizantina de marfil que sonríe apenas, con una sonrisa amparadora de muchos enigmas. El artífice que la labró ha muerto hace más de mil años. No queda ya ni el recuerdo de sus cenizas.
Cuando esa cabecita surgió, blanca y pura, a la vida silenciosa y casi eterna de las estatuas, Carlo Magno aún no aparecía en la historia, y estaban en la mente de Dios los abuelos del Cid... ¿A quiénes ha pertenecido? ¿Por cuántas manos ha pasado? Aquí adorada como una virgen, allá guardada como un amuleto, acullá confinada en la vitrina del anticuario.
¡Cuántas cosas habrá visto, con sus ojos obscuros, a medias abiertos y perpetuamente inmóviles!
La excepcional blancura, ligeramente amarilenta del marfil, dice asaz que siempre ha sido amada, que ni ha sufrido intemperies ni ha padecido abandonos.
Cuando yo haya pasado, «sicut nubes, quasi naves, velut umbra»; cuando el relámpago de mi vida se haya perdido en las grises vaguedades de los horizontes sin fronteras, esta cabecita de marfil seguirá subsistiendo indefinidamente, sin vida y sin alma, y acaso dirá, a los que saben comprender el dulce y discreto lenguaje de las cosas, algo de mis invencibles tristezas y de mis inútiles ansiedades.
¿A qué manos irá a parar mi bibelot predilecto? ¡Plegue a Dios que sean manos piadosas como las mías! Pero de todas suertes y a menos de una catástrofe, su elástico y resistente marfil atravesará los siglos futuros como ha atravesado más de un milenario, y verá develarse muchos enigmas, aclararse muchos arcanos!
Las razas irán amasando ante ella el lodo y las lágrimas del mundo, convertidos en inmortal substancia radiante — oere perennius— con que edificarán las divinas arquitecturas del porvenir.
Mientras yo me llevaré a la tierra mis curiosidades jamás satisfechas y mis anhelos de ideal jamás saciados, mientras yo dormiré mi perenne sueño sin ensueños, ella continuará con su mirada sin luz, contemplándolo todo... ¡todo lo que no me fue dado contemplar!
¿Por qué el hombre que es creador, que puede dar a la materia, con sus manos expertas de sabio o de artista, !a inmortalidad, no logra impedir que sea tan furtivo su paso por la tierra?
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Hace tres meses que, en una cálida mañana en que la ciudad parecía incendiarse a los rayos del sol, cerré estas habitaciones familiares, puse las llaves en un rincón de mi gran maleta de viaje, y me marché.
Quedaron en la blanca «étagère» los retratos predilectos.
Y muchas veces, durante mis largos paseos solitarios por las montañas, a la orilla del mar, me he preguntado con cierta angustia qué harán esos retratos, esos retratos amados, en la obscuridad de la estancia.
¿Se resignarán los rostros, en los cuales debe haber algunos destellos de vida, a permanecer allí, con los ojos siempre abiertos en la sombra, adivinando sólo el día exterior por las líneas de oro de las rendijas?
¿O bien, desprendiéndose silenciosamente de la superficie en que los fijó el sortilegio del bromuro de plata, saldrán a fuera a vivir entre las oleadas de luz o de sombra, la vida de los fantasmas?
Y mis libros, ¿nadie los habrá abierto ni hojeado? ¿Ningunos ojos de ultratumba se habrán posado en ellos?
¿Por ventura, cuando marché, la leve plegadera de marfil no señalaba el fin de este capítulo?
Me acuerdo muy bien de haberla puesto allí, una hora antes de que el coche viniese a llevarme a la estación.
¿Cómo, pues, señala ahora una página más lejana? ¿quién ha leído durante mi ausencia, en esta inviolada estancia? ¿Qué ojos siguieron por muchas horas, por encima de mi hombro, mi lectura, y cautivados por ella la han continuado durante mi ausencia?
Porque yo siento que hay ojos invisibles que por encima de mi hombro leen cuando yo leo; yo sé de ojos que miran lo que yo escribo, que en este instante mismo están mirando lo que escribo, y que, sin embargo, hace mucho tiempo que se cerraron a la vida...
Casi afirmaría también que mi bien amado sillón, al cual debo tantas horas de reposo, no está donde lo dejé. Lo han llevado hacia la ventana.
En verdad os digo que hay, en una habitación cerrada adonde no ha entrado nadie, muchas cosas que «no comprende nuestra filosofía».
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Hace tres meses que, en una cálida mañana en que la ciudad parecía incendiarse a los rayos del sol, cerré estas habitaciones familiares, puse las llaves en un rincón de mi gran maleta de viaje, y me marché.
Vuelvo ahora con las primeras graves melancolías del otoño, y advirtiendo que durante mi ausencia ha entrado en mi habitación el Misterio, pregunto en vano a los retratos, a los libros, a la cabeza de marfil, al sillón mismo, «algo que ellos saben»; pero que no me dirán jamás. |