Capítulo 1
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor |
Primer amor |
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En los primeros años de este siglo, una agencia de viajes de la avenida Nevski exhibía en su escaparate un modelo a escala de un coche cama internacional de color caoba. En su delicada verosimilitud superaba con creces la hojalata pintada de mis trenes eléctricos. Lamentablemente, no estaba a la venta. Se veía incluso la tapicería azul del interior, la piel repujada que orlaba las paredes del compartimento, los paneles de madera pulida con sus correspondientes espejos, las lámparas de lectura en forma de tulipa, además de muchos otros exasperantes detalles. Las ventanas espaciosas se alternaban con otras más estrechas, sencillas o geminadas y algunas de estas últimas eran de cristal esmerilado. En algunos compartimentos habían hecho las camas. El entonces grandioso y elegante Nord Express (nunca fue el mismo después de la I Guerra Mundial), conformado únicamente por coches internacionales como aquél y con un solo trayecto bisemanal, unía San Petersburgo con París. Directamente con París, habría dicho, si los viajeros no se hubieran visto obligados a cambiar a otro tren de características similares en la frontera germano-rusa (Verzhbolovo-Eydtkuhnen), donde las sesenta pulgadas y media del ancho de vía de los perezosos ferrocarriles rusos daban lugar a las cincuenta y seis y media pulgadas de rigor en Europa y donde el carbón sucedía a los troncos de abedul. Cuando penetro en los recovecos más alejados de mi mente logro recuperar, creo, al menos cinco de aquellos viajes a París, que continuaban luego hasta la Riviera o hasta Biarritz, último destino del periplo. En 1909, el año que ahora he decidido recordar, mis dos hermanas pequeñas se habían quedado en casa al cuidado de tías y niñeras. Mi padre, con guantes y gorra de viaje, leía un libro en el compartimento que compartía con nuestro preceptor. Los servicios separaban su habitáculo del que ocupábamos mi hermano y yo. Mi madre y su doncella viajaban en uno contiguo al nuestro. Y el elemento impar de nuestro grupo, el ayuda de cámara de mi padre, Osip (a quien, una década más tarde, fusilaron los pedantes bolcheviques por haberse apropiado de nuestras bicicletas en lugar de entregarlas a la nación), compartía habitación con un extraño. En abril de aquel año, Peary había alcanzado el Polo Norte. En mayo, Chaliapin había cantado en París. En junio, el Departamento del Ejército de Estados Unidos, preocupado por los rumores de la existencia de nuevos y mejores zepelines, había comunicado a los periodistas sus planes para establecer una fuerza aérea. En julio, Blériot había volado desde Calais a Dover (no sin haberse visto obligado, al perder el rumbo, a algún que otro rizo imprevisto en su vuelo). Eran ya los últimos días de agosto. Los abetos y marismas de la Rusia noroccidental se sucedían vertiginosos para ceder al día siguiente el paso a los yermos alemanes de pinos y brezo. En una mesa plegable mi madre y yo jugábamos a las cartas, a un juego llamado durachki. Aunque todavía era pleno día, la ventanilla del tren reflejaba en su cristal nuestros naipes, un vaso y también, aunque en plano diferente, los herrajes de una maleta. A través de campos y bosques, y también en súbitos barrancos, así como en las casitas rurales que parecían huir a nuestro paso, aquellos jugadores desencarnados se empeñaban en su juego ininterrumpido de cartas. «Ne budet-li, ti ved' ustal?» («¿No te aburres, no te cansas?»), preguntaba mi madre antes de perderse en sus pensamientos mientras barajaba las cartas. La puerta del compartimento estaba abierta y yo veía la ventana del pasillo, donde los cables, seis delgados cables negros, se esforzaban por mantenerse erguidos, por ascender al cielo a pesar de los golpes de relámpago que les propinaban, uno tras otro, los postes de telégrafo; y también observaba su derrota sistemática cada vez que aquellos seis cables, en una arremetida triunfal de júbilo patético, parecían alcanzar la cima de la ventana, cuando un golpe especialmente malintencionado los devolvía a su posición original, obligándoles a comenzar su ascensión. Cuando, en viajes como aquél, el tren cambiaba de ritmo y adoptaba un tempo majestuoso con el que tan sólo rozaba las fachadas de las casas y los anuncios de las tiendas, a nuestro paso por alguna gran ciudad alemana, yo solía sentir una excitación de doble filo, distinta a la que sentía en las estaciones de término. Veía cómo una ciudad, con sus tranvías de juguete, sus tilos y sus paredes de ladrillo, entraba en el compartimento, cómo se familiarizaba con los espejos y cómo rebosaba por los cristales de las ventanas del pasillo. Este contacto informal entre el tren y la ciudad era tan sólo uno de los componentes de la emoción. El otro era ponerme en el lugar de algún pasajero que, pensaba yo, se emocionara como yo me emocionaba al ver cómo aquellos largos y románticos vagones color castaño, con aquellas cortinas en los vestíbulos, negras como las alas de un murciélago y aquellas letras metálicas, que adquirían reflejos cobrizos con el sol poniente, negociaban pausadamente el puente de hierro que cruzaba la vía pública para luego dar la vuelta, con todas las ventanas súbitamente arreboladas, a la última manzana de la ciudad. Aquellas amalgamas ópticas tenían también sus inconvenientes. El coche-restaurante y sus ventanillas panorámicas, con su paisaje de castas botellas de agua mineral, servilletas dobladas, y barras de falso chocolate (cuyo envoltorio, Cailler, Kohler, y demás, no encerraba sino madera), se percibía, en principio, como un puerto fresco al que finalmente se había conseguido llegar tras superar los obstáculos de azules pasillos vertiginosos, pero a medida que la comida progresaba hasta el inevitable último plato, empezabas a ver cómo el vagón, con sus tambaleantes camareros y toda su parafernalia, se veía envainado sin remedio en el paisaje mientras que el paisaje, a su vez, se veía sometido a un complejo sistema motor, por el que la luna diurna se empeñaba en seguir el ritmo de tu plato, los prados lejanos se abrían en forma de abanico, los árboles cercanos se alzaban con alas invisibles hacia los raíles, mientras que un raíl paralelo a la marcha se suicidaba de repente por anastomosis, y un ribazo de hierba se elevaba cada vez más junto a nosotros hasta conseguir que el pequeño testigo de este enfrentamiento de distintas velocidades se viera obligado a vomitar su porción de omelette aux confitures de fraises. Pero había que esperar a la noche para que la Compagnie Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Européens cumpliera con la magia de su nombre. Desde mi cama, bajo la litera de mi hermano (¿estaba dormido? ¿Estaba en verdad allí arriba?), en la semioscuridad de nuestro compartimento, yo observaba los objetos, y también las distintas partes de los objetos, y las sombras, y las secciones de sombras que se desplazaban cautas sin llegar a ningún lado. La carpintería crujía y crepitaba suavemente. Junto a la puerta que daba al cuarto de baño, se balanceaba rítmicamente una prenda de ropa colgada de una percha, y más arriba, la borla de la lamparilla de noche, bivalva y azul. Era difícil relacionar aquellas mis observaciones vacilantes, aquel sigilo encapotado, con la impetuosa velocidad de la noche que, sabía yo, se precipitaba vertiginosa en el exterior, como un rayo, veteada de chispas, ilegible. Yo sólo conseguía dormirme cuando me identificaba con el maquinista del tren. Una sensación de placentero bienestar invadía mis venas tras haber dispuesto con orden aquel universo —los despreocupados pasajeros en sus habitáculos disfrutando del viaje que yo les concedía, mientras fumaban, intercambiaban sonrisas cómplices, asentían, dormitaban; los camareros, cocineros y empleados del tren (a los que tenía que colocar en algún sitio) corriéndose una juerga en el coche cama; y yo, con gafas y todo tiznado, sacando la cabeza de la cabina del maquinista para escrutar los raíles que progresivamente se estrechaban, o el punto esmeralda o escarlata en la distancia negra. Y luego, cuando ya me había dormido, veía en mis sueños un espectáculo totalmente diferente, una canica de cristal rodando bajo un piano de cola o una máquina de juguete caída de lado y con las ruedas en movimiento. Los cambios en la velocidad del tren interrumpían a veces el curso de mis sueños. Unas luces lentas cruzaban ante mis ojos con ritmo majestuoso. Al pasar, cada una de ellas investigaba la misma grieta, y luego una brújula luminosa medía las sombras que dejaba. Finalmente, el tren se paraba con un suspiro de gigante mecánico. Algo (las gafas de mi hermano, como comprobaría al día siguiente) caía al suelo. Y yo entonces sentía una intensa emoción cuando sacaba un pie sigiloso de la cama, desbaratando el orden de las sábanas, para desatar con cuidado el cierre de la persiana, que sólo se elevaba hasta la mitad de la ventanilla, porque le impedía el paso el borde de la litera superior. Como lunas que circularan en torno a Júpiter, unas pálidas polillas nocturnas revoloteaban en torno a una lámpara. Las páginas desmembradas de un periódico se agitaban en un banco. En algún lugar del tren se oían unas voces apagadas, alguien se aliviaba tosiendo. No había nada especialmente interesante en el espacio de andén que tenía ante mí, y sin embargo no lo podía arrancar de mi vista hasta que él mismo decidiera ponerse en movimiento. A la mañana siguiente, los campos húmedos con sauces deformes a lo largo del radio de un canal o las hileras de álamos en la distancia, atravesados por una banda horizontal de neblina lechosa, te confirmaban que el tren surcaba las tierras de Bélgica. Llegaba a París a las cuatro de la tarde y, aunque sólo nos quedáramos una noche, siempre encontraba tiempo para comprar algo, por ejemplo, una pequeña Tour Eiffel de bronce con pátina de plata, antes de que a mediodía del día siguiente abordáramos el Sud Express que, de camino a Madrid, nos dejaba hacia las diez de la noche en la estación de La Négresse de Biarritz, a unas millas de la frontera española. |
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