Aconteció lo que voy a relatar allá por los años de Maricastaña, cuando la pintoresca sierra cordobesa era patrimonio casi exclusivo de la bandolería andante, y teatro, por ende, de aquellas escenas mitad canallescas, mitad románticas, que más tarde inmortalizó nuestra musa popular en esos romances de a cero cinco el ejemplar, con orla negra y caprichosos fotograbados.
Era peligroso en aquel entonces pasear por las afueras de Córdoba, peligrosísimo el aventurarse a subir hasta las Ermitas, y una temeridad rayana en locura, el hacer excursiones por aquellos montes de Dios, o el aproximarse a la sombría cuesta de la Traición, callejón tortuoso y endemoniado, donde a buen decir tenían establecido su cuartel general aquellos Amadises de manta, trabuco, redondo calañes y ásperas patillas.
Tan arriesgadas eran estas excursiones, que muchos extranjeros, que después de admirar a la Córdoba monumental quisieron admirar también la exuberante vegetación de aquella sierra, en la que hasta las piedras dan flores, regresaron a la ciudad mohínos y cabizbajos, sin otra indumentaria que el traje paradisíaco que la experta mano del Sumo Hacedor confeccionó al panoli del primer hombre. Asi estaban las cosas, cuando una mañana apareció a la puerta de una casucha de wla calle de Gondomar un cartelón de no escaso tamaño, que contenía el letrero siguiente:
RAFAE SIN MIEDO
HINTERPRETE I CICERÓN DE LA CATEDRAL
Sa compaña ha las Hermitas oaonde sea menester sinaprensión denguna.
Míster Pilhy, un pintorcete inglés que llevaba varios meses en Córdoba estudiando las costumbres andaluzas, y que deseaba a todo trance encontrar un hombre animoso que le acompañara a merodear por la sierra para ver de cerca a los decantados bandoleros, saltó de alegría al descrifar el intrincado anuncio, y acto seguido, con toda clase de respetos, hizo pasar su tarjeta al valiente Rafaelillo.
Era este un mocetón no muy alto, pero musculoso y fornido; vestía con pulcritud el traje de la época, y en su cabeza altanera y gallarda rivalizaban en brillosa negrura los rasgados ojos, la cuadrada patilla y el reluciente calañés.
—¿Es usted el valiente?—preguntó mister Pilhy a Rafaelillo.
—Zi, zeñó, don... don Pilili—repuso el pinturero cordobés, leyendo y traduciendo a su antojo el apellido de mister Pilhy.
—¿Y usted se compromete a acompañarme a lo más intrincado de la sierra?
—Un servidó d’osté lo acompaña jasta er fin der mundo, sin temerle a nadie, ¿osté z’entera? N’ha nasio entavía el hombre que jaga temblá al hijo de mi mare, ¿se vasté enterando? Y esto se prueba en cuantito que a osté le dé la gana.
—Pues ahora mismo—añadió el inglés.
—¿Ahora mismo?—repitió Rafaelillo dando un paso atrás y clavando sus ojazos en los de mister Pilhy, como dudando de aquella inusitada prontitud—. ¿Y qué tengo que jasé pa demostrarle asté que no he conosío er miedo en mi arrastrá vida?
—Venir conmigo a pasear un rato por las afueras.
—Po ya estamos andando.
—Usted irá delante.
—Zi, zeñó.
—Pero no ha de volver la cara ni una sola vez.
—No, zeñó.
—Porque si la vuelve, será confesar que siente miedo.
—Ya pue jundirse to Córdoba sin que yo mire, ni tan siquiera de reojo.
—¡Eal Pues vamos.
—¿Pa onde tiro?
—Para donde usted quiera.
Y Rafaelillo, un tanto preocupado, pero contoneándose más que nunca, echó a andar con dirección al campo, seguido del grave y estirado mister Pilhy.
A medida que se alejaban de la población, aumentaban las cavilaciones del cordobés.
—¿Estará loco este tío?—pensaba—. ¿Querrá llevarme a la fuente e la Raja, sin una mala jerramienta ensima, pa que mos jagan cachitos de un trabucaso?
Caminaba abismado en estas reflexiones, cuando sonó a sus espaldas el estampido de una detonación y una silbante bala arrancó de su flamante marsellés un trozo de codera.
—¡Me jago tiestos...!—exclamó Rafaelillo palideciendo y llevándose ambas manos al estómago, como si éste, y no la codera del marsellés, hubiera sufrido las consecuencias del disparo—. ¿Ze l’habrá escapao er tiro a ese gachó, o lo habrá jecho pa probarme? ¡Mardita sea la yesca! iPor er canto de un deo no m’ha jecho harina! No; por si ha sío probatura, ze quea con las ganas; por yo no güervo la cara ni pa pedí una tasita e manzanilla, y eso que me está jasiendo muchísima farta.
Y apretándose aún más el estómago y sudando copiosamente, más que por el calor de primavera, por el desasosiego de su espíritu y por cierto malestar que atormentaba su cuerpo, continuó Rafaelillo su paseo con andar inseguro.
Ni seis metros llevaría adelantados, cuando escuchó una nueva detonación y sintió que otra bala le atravesaba nada menos que el calañés.
—iSan Rafaé bendito!—exclamó loco de terror—. iQue me jazen siseo!
Y aunque tuvo intenciones de correr y hasta de pedir auxilio, se contuvo y ni aun siquiera ladeó la cabeza.
—¡Basta!—dijo míster Pilhy deteniéndose—. Está usted probado.
—¡Gracias a Dios!—pensó Rafaelillo, volviendo la cara y pugnando por sonreír, sin que le saliera la sonrisa.
—Es usted un valiente y desde ahora le tomo a mi servicio; usted me acompañará en cuantas excursiones realice.
—Con mucho gusto, zí, zeñó; pero no ha de jasé osté locuras, porque, la verdá, la faenita que ha jecho osté conmigo no es muy de cuerdo.
Y miraba con tristeza su marsellés roto y su calañés agujereado.
—¡Bah! No se apure por tales pequeñeces, esos detalles corren de mi cuenta—repuso el inglés. Tome usted estas dos libras para que se compre un marsellés; y esta otra para que adquiera un nuevo sombrero—y colocó sobre la abierta mano de Rafaelillo tres sonoras libras esterlinas—. Yo sé hacer justicia y lo que deterioro lo pago.
—Pos entonces...
—¿Qué?
—Va osté a tené que echá otra librilla, don Pilili.
—¿Para qué?
—Pa... pa mercarme otros carsonsillos blancos.
"Cuentos y cosas" 1919 |