Cuando despertó el muy reverendo padre Gerundio, un alegre rayo de sol besaba el obscuro suelo de su estrecha celda. Sorprendido el buen fraile por aquella claridad meridiana, se incorporó casi de un salto, se restregó los ojos una y otra vez y logró, no sin esfuerzos, convencerse de la realidad.
No era pesadilla, no; por primera vez y desde luengos años, dormía regalonamente una mañana. ¿Qué sucedía en el convento?
El anciano padre no volvía de su asombro. Desde hacía veinte años era el encargado de decir la misa del alba, y por tal motivo se levantaba en todo tiempo a las cuatro en punto de la madrugada. Bien es verdad que dejaba a tan temprana hora su duro camastro, no milagrosamente, sino por obra de varón, es decir, gracias a los despiadados golpes que el lego sacristán del convento daba en la maciza puerta de la celda con los también macizos dedos de sus manoplas amoratadas y carnosas.
Este lego, Sacaluvas se apellidaba, que ejercía en el convento los honorables cargos de chupacirios y chupaaceite—jocoso nombre que daba la Comunidad al hermano encargado de la despensa—, era hombre de escasas palabras y de escasísimo cacumen; bueno como la bondad misma, pero supersticioso como el más detestable de nuestros novilleros; tan supersticioso, que más de una vez ocultó sus manos en las bocamangas para agitar nerviosamente los dedos al oír nombrar a cierto reptil de paradisíaca alcurnia, y en más de una ocasión tuvo que confesarse de haber rezado un Avemaria de plus al ver sentados a la mesa, durante el refectorio a trece legos, haciendo constar honradamente en su confesión que rezaba el susodicho Ave con la pueril intención de que en caso de fallecimiento forzoso, le tocase a otro y no a él la china negra.
—Algo anormal sucede en la casa—pensaba el padre Gerundio, echándose los hábitos más que de prisa, y, en efecto, algo anormal acontecia.
El hermano Sacaluvas, el lego despertador de los tonsurados, estaba gravemente enfermo.
Bien pronto pudo convencerse fray Gerundio de aquella gravedad cuando subió a verle y le hubo pulsado, y cuando, entreabriendo las hojas de madera de la pequeña ventana que daba luz al cuchitril, contempló la desencajada y ya casi hipocrética fisonomía del pobre paciente.
—¿Qué es eso, hermano Sacaluvas?
—Que me muero, padre Gerundio; me muero.
—¡Dios santo! Pero, ¿cuándo se ha sentido enfermo?
—Hace muchos días.
—¿Muchos días? ¿Y nada dijo? Hizo mal, hermano; no debe llegar hasta ese extremo nuestro espíritu de sacrificio. De haber avisado, hubiera venido el médico y...
Al oír la palabra médico, el hermano Sacaluvas se estremeció convulso, crispó sus manos, y con voz de indecible angustia, gritó como enloquecido:
—¡Médico, no! ¡Médico, no, padre Gerundio! ¡Por la Virgen Santísima!
—Delirios de la fiebre—pensó fray Gerundio saliendo de la celda y haciendo llamar en el acto ai padre Guardián—. Nunca demostró el buen hermano aversión a la medicina.
El padre Guardián acudió presuroso; informado por fray Gerundio de lo que sucedía y alarmado ante la gravedad del pobre lego, dió orden en alta voz de que llamasen al médico, pero nuevamente comenzó a gritar convulso el hermano Sacaluvas las repelidas frases de «¡Médico, no!»
—Por obediencia, hermano—le dijo el padre Guardián severamente.
—Ni por obediencia—replicó el enfermo quemando su último cartucho—. ¡Médico, no!
—¿Puedo saber a qué se debe esa extraña obsesión, hermano Sacaluvas? — preguntó el padre Guardián alarmadísimo.
—Sí, señor; puede usted saberla, reverendo padre, pero usted solo.
Salió el padre Gerundio de la celda, y algo más tranquilo el hermano Sacaluvas, confesó al Guardián lo siguiente:
—Hace once días fue llamado el padre Félix para confesar a un moribundo, y como es de regla, fui yo en su compañía. Llegamos a la casa del enfermo en el momento que terminaban su consulta los médicos que le asistían. El padre Félix penetró en la estancia donde agonizaba el infeliz paciente, y yo, sentado en el obscuro recibimiento, me disponía a rezar para distraer mis ocios, cuando escuché que los médicos, reunidos en una habitación contigua, decían en voz baja, muy ajenos de ser escuchados:
«—Nada, querido compañero; no he querido comprometer a usted; pero vuelvo a repetirle lo que antes le dije; lo que ha hecho usted con ese pobre hombre es sencillamente inhumano, y perdone lo descarnado de la frase.
»—Soy de igual opinión, compañero—dijo otra voz que por lo temblorosa debia salir de labios ancianos—, y no comprendo cómo un hombre de las condiciones de usted ha podido equivocarse tan radicalmente.
»—Mi error es disculpable, compañeros—repuso una tercera voz—, yo leía diariamente en las revistas médicas del extranjero que la caparazona era insubstituible para estos accesos; he querido hacer la prueba y confieso paladinamente que no ha podido ser más desastroso el resultado.
»—Pero hombre de Dios, ¿quién le manda a usted hacer pruebas en padres de familia? ¡Cosas de jovenl Esas pruebas se hacen en los frailes, que ni dejan sucesión ni a nadie interesa que se los lleve la trampa...»
—¿Y quiere usted que mi cuerpo sirva de campo de experiencia a esos asesinos?—terminó el hermano Sacaluvas angustiosamente—. ¡Padre Guardián!... ¡Por la Virgen Santísima!... ¡¡Médico, no!!
"Cuentos y cosas" 1919 |