El reloj de la inmunda y acreditada taberna del señor José, el Guarapo, marcó las dos en punto de la mañana, y Llemita, el chico de la tasca, que a pie firme junto al mostrador paraba en cuarta las recias acometidas del sueño, sacudió la modorra y con rápido andar se dirigió a los estrechos camarotes, donde aún libaban algunos parroquianos, y gritó a todo pulmón:
—¡Que son las dó!... ¡Que sierro!...
Ni una palmada, ni una voz, ni el más leve ruido, contestó a su aviso imperioso.
—¡Malo!—pensó—. Atunes tenemos. ¡Por vía e mi suerte perra!
Abrió con estrépito las puertas de los dos camarotes ocupados, y en efecto, había atunes.
En uno de los cuartuchos dormían a pierna suelta Pimpinita y su compadre Jinojo, cocheros de oficio, y dos de los más distinguidos clientes de la casa; y en el otro, medio tumbado debajo de la mesa y en el más profundo de los letargos, dormía también su pítima un Don Pepito, actor genérico de la compañía de zarzuela que trabajaba a la sazón en el minúsculo teatro de la villa andaluza, donde estos hechos acontecieron.
—Señó José—llamó el chicuelo—, acuda usté a echa una manita, que hay pesca.
—¿Han pagao, niño?—interrogó el Guarapo, levantándose y desperezándose ruidosamente.
—Si, señó.
—¡Ea! Pos al relente con ellos, que no hay como la intemperie para evaporá el arcohó. Ayúame— y entre Llemita y el Guarapo, uno por la cabeza y el otro por los pies, como si transportasen atunes, sacaron de la tasca a los tres borrachos y los tendieron cuan largos eran en la via pública, muy arrimaditos a la pared, para evitar un mal tropiezo a los escasos viandantes que a tales horas transitaban por las calles del pueblo.
—¡Descansá!—dijo Llemita sonriendo.
Cerró el Guarapo su taberna, cantó un sereno la hora, allá lejos, y el silencio de la noche quedó únicamente interrumpido por el fatigoso respirar de los tres curdelas.
El airecillo fresco, pues bueno es hacer constar que la noche era de invierno, con luna llena y cielo diáfano, hizo despertar al cabo de unas horas a Pimpinita y a Jinojo.
—Compare. ¿Ande estamos?
—¡Qué sé yo! En la cama no es—repuso Jinojo, incorporándose trabajosamente y palpándose las doloridas costillas.
—Comparito, y qué frío.
—Toma, como que ha dormío usté con los barcones abiertos.
—Oiga usté, ¿habrán dao ya las ocho? Porque a las ocho tengo yo que enganchá.
—¿Las ocho, señó? ¿Pero no estasté viendo que es de noche entavía?
—¿De noche, con er so fuera?—dijo Pimpinita, mirando a la luna, no sin preservarse los ojos con una de sus manos, colocándola a guisa de pantalla.
—¿Er so fuera? Compare de mi arma, es que estasté bebio o es que tiene usté ganitas e chunga. ¡Chavó! ¡Cuidiao con confundí er so con la luna!...
—¿Que eso es la luna? ¡Vamos, hombre! ¡Y está la calle de clara que pué leé hasta er que no sepa! Eso que se ve es er so, quiera usté o no quiera, y er que está borrachito perdió y es capá de confundí a un melón con una toalla, es usted, compare.
—¿Me va usté a gorvé loco? ¿No le estasté viendo a la luna la cara?
—Aunque le viera er cielo e la boca. ¿S’apuesta usté dos cuartillos e vino a que es er so?
—Hombre, me hase usté dudá—repuso Jinojo.
—Dos cuartillos contra uno, ¿van?
—Van—añadió Jinojo, mirando a la luna con desconfianza.
—¡Ea, pos alevántese usté: vamos a buscar a una persona que nos saque de esta porfía!
—Vamos allá.
Tres o cuatro veces intentaron Pimpinita y Jinojo ponerse de pie y otras tantas vinieron al suelo, como pesados fardos.
—Compare, no pue sé.
—Lo mesmito me pasa a mí.
—Esto debe de sé debilidá, porque tanto no habemos bebió.
—¡Ay! ¡Aspérese usté, compare!—dijo Pimpinita con marcada expresión de gozo, advirtiendo la presencia de Don Pepito, que continuaba en el más tranquilo de los sueños— Este amigo de la arcoba d’ar lao nos va a saca de la duda. ¿Lo llamo?
—Llámelo usté.
—¡Eh! ¡Vecino!—gritó Pimpinita, samarreando al actor—. ¡Vecino!
—¿Qué pasa?—preguntó Don Pepito, incorporándose a duras penas y restregándose los ojos.
—Na, que queremos que nos haga usté un favó. ¿Quiere usté desirnos si eso que se ve es er so o la luna?
Miró Don Pepito al cielo, se restregó los ojos dos veces más, y tras varios encogimientos de hombros, contestó con la característica pesadez del borracho:
—Hombre... pregúnteselo usté a otra persona, porque la verdad, yo... soy forastero.
"Cuentos y cosas" 1919 |