El ayudante de D. Sebastián Pringuezuela, eminentísimo dentista de Recalamares, abrió la puerta del espacioso salón, donde con rostros descompuestos aguardaban varios clientes, y dijo con voz clara:
—¡Número once!
—El mío—contestó un eco aguardentoso; y Currito Pelusas, alias Cáncamo, el más valiente de los novilleros andaluces, se levantó casi de un salto, y penetró en la sala de operaciones del odontólogo.
—¡Anda! ¡Pero si es el Cáncamo! ¿Qué es eso muchacho? ¿Qué te trae por aquí?—le preguntó cariñosamente el dentista.
—¡Que se junde er mundo, Don Sebastián; que estoy loco perdió; que tengo aquí una mardesía muela que me está ¡asiendo más daño que el terser aviso!
—¡Vamos, hombre, no será tanto!
—M’ha dao una nochesita, que no m’he tirao por er barcón por no asustá ar sereno; y como que coinside que resurta que esta misma tarde tengo que toma er tren, porque mañana atoreo en Madrid, vengo a que usté, por lo que más quiera en er mundo, me pegue un jalonaso y me deje como nuevo.
—Vamos a ver—contestó cachazudamente Don Sebastián—. Siéntate ahí, y dime qué muela es la dañada.
—Esta—repuso Currito abriendo su boca e indicando el hueso dolorido.
—Picada está, muchacho, y bastante picada.
—Pos toque usté a banderillas, Don Sebastián, que si s’aploma va a se peó.
—¡Demonio! Pero si está completamente hueca— añadió el dentista hurgándole con un estiletito y haciéndole ver todo el sistema planetario.
—Jale usté, por su salú, Don Sebastián.
—Quita, hombre, eso es imposible; como está hueca, al apretar se haría cien pedazos, y sería peor el remedio que la enfermedad. Además, está la encía muy inflamada y no es procedente la extracción.
—Pero ¿va usté a dejarme con este rabiaero?
—No, hombre, no seas impaciente; por lo pronto, voy a matarte el nervio y a quitarte el dolor; más adelante, cuando vuelvas de Madrid, te empastaré la muela y te la dejaré nuevecita.
—Ea, pos meta usté mano, Don Sebastián; pero no me lo mate usté a fuerza e pinchazos: cuadre usté bien y entre usté por derecho.
—Descuida, hombre, descuida. Cuando te duela mucho, avísame. Y el dentista, provisto de los utensilios necesaríos, tocó aquí, tocó allá, torneó de lo lindo e hizo sudar tinta al pobre novillero.
—iJosú!, ¡Don Sebastián...!, ¡pare usté...!—decía Currito de vez en cuando—. ¡Camarál Que he sentío ahora un ramaraso en la nunca, como si me hubián dao la puntiya. ¡Mardita sea er nervio!
—Ya queda poco, hombre, ten paciencia.
—iDescabelle usté, señó!
—iCalma, calma! Y al cabo de varios segundos, el buen odontólogo taponó la picadura de la muela con algo que produjo a Currito una agradabilísima sensación, y le calmó casi de repente el dolor que sufría.
—¿Eh? ¿Qué me dices ahora?—le preguntó muy ufano Don Sebastián.
—Que por mí pue usté da dos güertas ar ruedo. Eso es matá, amigo. ¡Chavó, y qué tranquilo m’he quedao!
—Pues cuando vuelvas acabaremos la faena.
—Sí, señó; usté dirá lo que le debo.
—Diez pesetas.
—Como éstas, y mu agradesío, Don Sebastián.
—Vete con Dios, hombre, y buena suerte.
—iGracias...! Y Currito Pelusas, que había entrado en casa de D. Sebastián Pringuezuela con la cara lívida, la boca entreabierta y la mano en el carrillo, como si fuera a echar un pregón, salió de allí alegre y decidor, más radiante que el propio Febo y con más contoneo que una mecedora. Pero el bienestar le duró poco. Aquella misma tarde, y ya en el tren, camino de Madrid, comenzó a sentir alguna que otra punzadilla suelta, y al cerrar la noche, debido a la trepidación del ferrocarril, al calor excesivo o a la postura que adoptó al tenderse, dijo la muela aquí estoy yo, y comenzó para Currito el más terrible de los sufrimientos.
—No t’apures, Currito—le decía el Chaveta, su picador de confianza—; lo que zobran en Madrí zon giienos dentistas; en cuanto llegues te vas ar mejón y que te ventile ece mardecío güeso.
—Que me lo ventile enque sea con dinamita, Chaveta. ¡Es mucho doló!
—¿Qué vas a desirme a mí, Pelusa?— terció Verruguitas, un banderillero más bruto que una tonelada de cerrojos—. Una vez mi mujé me dió a bebé una bebía cuasi jirviendo, y me se fijó un doló aquí, en los dientes de alante, que, en fin, de qué conformidá me pondría yo, que tuvieron que asujetarme entre cuatro.
—¿Querías matarte quisá?
—Lo que quería es matá a mi mujé. Y a guisa de consuelo, añadió tranquilamente:
—No te desesperes por mo de la dolensia, porque entavía tiene que dolerte muchísimo más.
Pasó Currito la más terrible de las noches, y, apenas llegó a Madrid, tomó un carruaje y se dirigió a la casa de uno de los más renombrados dentistas.
—Arránqueme usté esta muela por los clavos e Cristo, porque me tiene jecho harinas y necesito atoreá esta tarde.
—Vamos despacio-repuso con calma el dentista.
—Vamos a galope, señó, que estoy ya que no veo.
—Pues no puedo extraerle la muela—añadió el I dentista después de un minucioso reconocimiento—, La encía está muy inflamada, y la extracción seria una temeridad.
— ¡Pero...!
Lo que haré para quitarle el dolor es inatarle el nervio.
—¿Matarme el nervio?—exclamó el novillero estupefacto—. iSeñó, si ese nervio está ya que jiede!
—¿Cómo que... jiede? ¿Qué quiere usted decirme?
—Que ese nervio esta más que muerto.
—¡Hombre! ¿Querrá usted saberlo mejor que yo?—repuso el dentista un tanto quemado.
—¡¡Mardita sea la yesca...!!—añadió Currito quemadísimo—. ¿Y querrá usté saberlo mejó que yo, que m’ha costao dos duros el entierro...?
"Cuentos y cosas" 1919 |