Don Salvador, el único médico de «Por ahi te pudras», pueblerino cercano al mío, era un gran aficionado a la música; tan aficionado, que gracias a sus felices iniciativas había en el pueblo Academia filarmónica; y hasta Sociedad coral, de la que él era perpetuo y habilísimo director.
Puede que el bueno de D. Salvador confundiese el sarampión con la viruela, y llamase garrotín al garrotillo; pero como alguien de la masa coral se colase siquiera en un cuarto de tono, ya estaba nuestro hombre aporreando el atril, y hasta poniendo sus manos sobre la masa.
Es decir, que D. Salvador no tenia ojo clínico, pero en cambio tenía oido musical, y váyase lo uno por lo otro.
Diariamente pasaba dos o tres horas de la tarde en casa de su amigo D. Francisco Paniagua, señor chinchoso de suyo, que a más de representar a la Tabacalera, vendía papel pautado, cuerdas de guitarras, métodos de solfeo y discos de gramófonos, de cuyas primicias gozaba D. Salvador sin necesidad de aflojar la mosca.
Ya sabían en el pueblo que de una a tres, lloviese o tronase, hubiera buena salud o reinase la más terrible epidemia, estaba D. Salvador en casa de D. Frasquito, y como es lógico, cuantas personas necesitaban a esas horas del filarmónico Galeno, le buscaban allí seguras de encontrarle.
El día de nuestro cuento, Salustiana, la mujer de Pepe el Chacotas, albañil de oficio y segundo barítono del nutrido orfeón de «Por ahí te pudras», alarmadísima al ver entrar a su hombre a horas desacostumbradas, renqueando el cuerpo, arrastrando una pierna y quejándose de agudos dolores, voló a casa de D. Frasquito en demanda de D. Salvador.
—¡Hola! ¿Qué es eso, Salustiana? ¿Otra vez el chiquillo?
—No, señó, don Sarvaó: er niño está jecho un capullo.
—Entonces será tu estómago, ¿eh? No hay más que verte en la cara; acércate, mujer, acércate.
—Tampoco soy yo, don Sarvaó; es mi hombre, er probesito ha güerto der trabajo con una pata tiesa, y con unos dolores que dice que ve toítas las estreyas.
—¡Hola, hola! ¡Conque en la pierna! ¿En qué sitio, muchacha?
—En sarva sea la parte, y perdonen ustés er mó de señalá—é indicó la pantorrilla.
—¿Es dolor con latido? ¿Qué explicación te ha dado él de lo que siente?
—Pos él m’ha dicho que siente una cosa así como si con un sacabocaos l’estuvieran tirando rentois.
—Comprendido, Salustianilla, comprendido: ese dolor proviene de algún golpe.
—El dice que no s’ha gorpeao, don Sarvaó.
—Pues yo te aseguro que sí.
—¿No será rusma? Porque como otras veces...
—iCuando yo te digo que ha sido un golpe!
—Oiga usté, ¿qué le doy?
—Vamos a ver, vamos a ver—contestó D. Salvador mirando al vacío, no sé si mirándose por dentro o invocando al genio de la terapéutica—. ¿Tiene usted un papel, don Frasquito?
—Espere usted—repuso el interpelado, y comenzó a buscar en el cajón de su mesa, y bajo una tosca piedra que sujetaba viejas facturas y cartas amarinadas por el tiempo.
—Cualquiera, hombre; un pedazo cualquiera. De esa misma cubierta—y aludía D. Salvador a un pliego de papel pautado que envolvía varias piezas musicales.
—Si, señor—contestó D. Frasquito—; de éste tendrá que ser, porque no hay otro—y armado de unas tijeras tan largas como enmohecidas, cortó un trozo no pequeño de aquel recio y fortísimo papel.
Extendió D. Salvador su receta, no sin antes pensarlo muy mucho, y alargando a Salustiana la emborronada cartulina, le dijo en el más cariñoso de los tonos:
—Toma, mujer; dale una friega con esto, y ya verás cómo se alivia.
Marchóse Salustiana más que de prisa, y don Salvador, con la tranquilidad del deber cumplido, se dispuso a escuchar por undécima vez en el averiado gramófono de D. Frasquito el "¡Ay, babilonio!" de La corte de Faraón.
Pasaron unos cuantos días, y una mañana, muy temprano, tropezó D. Salvador con Pepe el Chacotas.
—¡Pepillo!
—¡Güenos días, don Sarvaó!—contestó el albañil más serio qu un fiscal.
—¿Estás ya bueno?
—Sí, señó.
—Ya le dije a Salustiana que con aquella friega te aliviarías muy pronto.
—¡¡Mardita sea...!! misté, don Sarvaó—añadió Pepe el Chacotas con voz sorda—: una cosa le pío yo asté mu en serio: que no me miente usté la friega.
—¿Eh? ¿Qué estás diciendo, muchacho?
—Que no me miente usté la friega, porque na más que d'acordarme se m'arremolina er sentío, y soy yo capás de darle un dejusto ar más templao.
—¡Criatura! Pero, ¿te has vuelto loco?
—Porque los hombres semos hombres y no semos hojas e puertas ni tablones sin sepiyá, ¿usté s'entera?
— No te entiendo, Pepillo—respondió D. Salvador, retrocediendo asustado ante la actitud poco tranquilizadora de su interlocutor.
—Güeno, pos yo m'entiendo y basta. ¡Ah! y sepalosté de ahora pa siempre: no güerva usté a mandarme fregas, ¿estamos? No güerva usté a mandarme frieguesitas—y empuñó la pulida palanqueta—, porque del primer palanquetaso le derribo asté to er tabique de la jeta. Conque... salú.
Y siguió calle abajo, dejando a D. Salvador en una pieza.
—¡Demonio! — pensó consternado. —¿Qué le mandé yo a este hombre? Juraría que le receté algo de bálsamo tranquilo. ¡Caramba! ¿Equivocaría yo la fórmula? ¿Le darían otra cosa en la botica y...? Nada: esto tengo yo que ponerlo en claro ahora mismo; pero que ahora mismo—y echó a andar en dirección a la calleja donde vivía Salustiana.—Procuraré, con habilidad y diplomacia, enterarme de lo que ha sucedido.—¡Eh, Salustiana! Ven aquí, mujer—gritó D. Salvador una vez en el portal de la casucha.—¿Y ese hombre?
—Tan güeno, don Sarvaó.
—Escucha, muchacha: ¿qué le receté, que no me acuerdo?
—Resetarle, na; me dió usté un papé mu gordo y me dijo usté dale una friega con esto.
—¿Y tú...?
—Quieas que no, y con toas mis fuersas, l’estuve restregando hasta que no queó der papé ni una lacha.
"Cuentos y cosas" 1919 |