Durante aquellos días de revolución, el Puerto de Santa María presentaba el aspecto de una ciudad deshabitada. Los pacíficos vecinos, temerosos de que republicanos y soldados tuviesen un encuentro de un momento a otro, no se atrevían a salir de sus casas ni aun para adquirir los artículos de primera necesidad. Tan era esto cierto, que Consuelo la Pimienta, la dueña del puestecillo de frutas y hortalizas más acreditado de la población, llevaba setenta y dos horas sin vender una mala libra de tomates.
Y había que oir a la señá Consuelo. Creyó la pobre mujer que aquel estado de cosas favorecería su negocio, pues sobraban razones para aumentar en un doble el precio de los artículos, y, firme en esta halagüeña creencia, había abarrotado de mercancías su pequeño establecimiento, empleando para este fin hasta el último ochavo de la manoseada calceta.
Pero sus buenas intenciones se estrellaron contra la pusilanimidad de los portuenses, y berzas y tomates envejecían rápidamente en los panzudos capachos sin que aportasen por la accesoria los tan deseados compradores.
La señá Consuelo cogía el cielo con las manos y su hijo Joselito el Valiente, un mocito con planta de torero, más presumido que once monas y más pamplinoso que una alegoría de la primavera, renegaba de todo lo existente, y echaba pestes y venablos contra la tan decantada y gloriosa revolución
—iQué ruina, Joselito de mi arma!
—Cáyese usted, madre, que estoy más quemao que San Lorenzo que esté en gloria. En colaores convertia yo a los mardesios gorros frigios. ¡Malaya sea la mal ¿Ha visto usté gente más cobarde en su vía? ¡Miste que no salí por miedo a los tiros! Pero, señó, ¿tanto daño jasen los tiros?
—Joselito, tu debieras de hasé una cosa, hijo de mis sentrañas.
—Dígame usté er qué.
—Po mira, ya que la gente no compra por no pisa la arrastrá caye, debías tú de salí por ahí a vendé unos poquiyos e tomates. J
Joselito saltó en seco:
—¿Habla usté en serio, madre?
—En serio hablo; no creo que haiga peligro, porque yevamos dos días sin escuchá ni un disparo.
—Pero...
—Y estoy segura de que en cuantito te plantes a caye y suertes un pregón de los tuyos, no hay barcón que no se abra pa yamarte.
—Conforme estoy con to eso, pero...
—¿Tienes miedo, José?
—¿Miedo yo? Párese mentira que me haga ésa pregunta la única mujé que me ha echao ar mundo. Entoavía no ha nasío la persona que vea temblá a Joselito er Valiente.
—¡Ole! Eso me gusta.
—Vengan los tomates, que hasta las cayes van a retemblá con mis pregones.
—¡Ea, po coge los canastos!
—No, señora, na de canastos; a mí déjeme usté de canastos, que hasen mu poco lusía la figura de uno. Yéneme usté los dos platiyos der peso, que yo lo cojo asín, por las cadenitas, y voy como pa que me retraten.
—Como tú quieras...
Y un instante después, Joselito el Valiente componía su figura pinturera, alargaba los brazos, colgaba en ellos los repletos platillos, y tiraba calle arriba con más miedo que una novicia en un claustro obscuro. Sus inseguros pasos retumbaban estrepitosamente en la calle desierta, y a medida que se alejaba del puestecillo, sentía que aumentaban el temblor de sus piernas y la terrible angustia de su pecho.
—¡Camará!—pensaba Joselito—. La verdá es que no están los ánimos como pa que uno se arranque pregonando tomates; pero, en fin, conviene dar gusto a la vieja y conviene que vea toíto er mundo que lo que a mí me sobran son quintales de riñones.
Y al llegar a la próxima esquina, se detuvo, humedeció sus labios, chasqueó la lengua contra el paladar, tragó un poquillo de saliva amarga y pregonó con voz cadenciosa:
—¡Niñas! ¡Tomates a ocho cuartos!
Una mijita caros me paresen—añadió para su capote—; pero er que quiera comé tomates tiene que pagarlos a ese presio.
—¡Que se va er tío, niñas! ¡Tomates a ocho cuartos!
Ni siquiera el eco contestó a su pregón repetido; levantó los ojos, miró a balcones y ventanas y ni un visillo se movía tras las cerradas cristaleras.
—Po sí que estoy hasiendo un papelito desente.
Y cada vez con mayor recelo siguió su camino canturreando siempre el consabido pregón de «¡tomates a ocho cuartos!» Cerca de la calle Larga se detuvo casi sin alientos; un hombre se acercaba a carrera abierta.
—¡Mardita sea...! Ya se armó—pensó Joselito temblando como un azogado—. ¡Gaya! Pero si es er señó Manué. ¡Eh! ¡Señó Manué!
—¿Eres tú, Joselito? Pero criatura, ¿te has güerto loco?
—¿Pasa argo, señó Manué?
—Pos pasa que dentro de una hora no quean der Puerto ni los escombros.
—¡Chavó!
—Como lo oyes; por la carretera vienen las tropas, y está er mueye que es un jerviero de republicanos; en mitá der puente se va a dar la bataya.
—¡Josú!
—Yo voy corriendo a echarle una mijiya de arpaste a los dos canarios que tengo y a desirle a mi mujé que si oye ruío que no se asuste, que son tiros.
Y se alejó más que de prisa. Joselito el Valiente quedó en una pieza.
—¡Ni los escombros! ¡Mardesia revolución! ¿Cómo vuelvo yo ar puesto sin vendé arguna cosa? Rebajaré la mercansía.
Y casi apoyándose en el quicio de una puerta cercana, gritó con voz destempladísima:
—¡Niñas! ¡Tomates a cuatro cuartos!
Un balcón se abrió chirriando.
—Joselito—preguntó a media voz una vieja de labios temblorosos—, ¿es verdá que vienen tropas?
—Es verdá.
—¿Y es verdá que traen cañones?
—¿Cañones...? ¿Cañones...? ¡Niñas! ¡Tomates a dos cuartos!
Y echó casi a correr en dirección a su casa, repitiendo a cada seis pasos:
—¡Tomates a dos cuartos!
Poco trecho habia recorrido cuando se oyó una descarga cerrada. Joselito se paró en firme, sintió correr por sus venas el frío de la muerte, miró a todas partes con ojos de estupor, alargó los brazos como si demandara auxilio y cortó en seco el pregón comenzado.
—¡Tomates...!
Una nueva descarga de fusilería atronó los aires.
—¡Tomates, a jaser... gárgaras!
Y Joselito el Valiente arrojó al suelo tomates y platillos, y... todavía está corriendo.
"Cuentos y cosas" 1919 |