El tío Macario, un paleto como un castillo, que había venido a Madrid para gestionar no sé qué asuntillo de escasa monta, caminaba una tarde por la calle de Peligros conduciendo bajo cada uno de sus brazos un abundantísimo haz de leña.
Como la calle de Peligros es una de las más frecuentadas, y en este Madrid de mis culpas los eternos desocupados lo mismo vagan por las aceras que por el sitio destinado a los vehículos, y así salimos, gracias a Dios, a atropello diario, nuestro buen paleto, obligado a ir con su preciosa carga por el mismísimo arroyo, sudaba tinta, temiendo unas veces atropellar a alguien, y otras ser hecho cisco por algún 40 HP, pongo por caso.
Con siete ojos, y es un decir, avanzaba el tío Macario por la populosa calleja, y a cada paso gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:
—iCuidiao! ¡iCuidiao...!! ¡¡Cuidiao, que mancholl
Y había que oír los cuidiaos del tio Macario: atolondraban; como que había sido sochantre en su pueblo, y tuvo que dejar el cargo porque, cuando él cantaba, no se oía el órgano, cosa que molestaba grandemente al alcalde, que al par que alcalde era organista, y no consentía que nadie le achicase.
Los transeúntes, asustados por las estentóreas voces del tío Macario, volvían la cara llenos de pánico; mas al ver que era un inofensivo paleto el autor de tanto ruido, trocaban su temor en risa, y continuaban tranquilamente su camino, sin dejarle franco el paso y haciendo caso omiso de sus atronadoras advertencias.
—¡Re...coles! monologaba el tío Macario —. ¿Serán tercos! Si fuera yo una caballería, ya me tratarían con más respeto. ¡Na! ¡Que no s’apartan! iMalhaya sea...!
Y afianzándose la carga con cierta ira, gritó con más fuerza que nunca:
—¡Cuidiao! ¡¡Cuidiao...!!
—¡Puñales!—exclamó una manola, a quien las voces del paleto habían hecho pegar el primer repullo—, ¿No tiene ustez sordina, hijo? ¡Qué barbaridad! ¡Si m’ha desecho el tímpano del bocinazo!
—Habrá que oirle cantar a este tío el vagabundo-apuntó un vendedor ambulante que ocupaba media calle con su mostrador, repleto de baratijas.
—Pues hoy está afónico, ¿verdaz?—añadió un golfo mirando al tío Macario desvergonzadamente.
El bueno del paleto, sin parar mientes en el pitorreo de que era víctima, prosiguió su lento andar, avanzando trabajosamente y gritando como un energúmeno.
Pero no obstante su buenísima voluntad, y a pesar de sus innumerables precauciones, ocurrió la desgracia.
En el trozo más estrecho de la calle, nuestro pobre hombre se hizo un taco, y por no estropear el físico a una señora que venía a su encuentro, y huyendo al mismo tiempo de un carruaje que venia tras él, sesgó su carga rápidamente, pero con tan mala fortuna, que hizo un enorme desgarrón en la flamante pañosa de un torerillo que hacía rato caminaba ante él, haciendo maldito el caso de sus voces de alarma.
Bueno, y la que armó el Sepulturero Chico al ver desgarrada su capa, fue floja. Como que tenía puestos en ella sus cinco sentidos.
—¡Ese hombre...! ¡Que me asujeten a ese hombre...!—gritaba—. ¡Que me l’asujeten, mardita sea el arró, que va a sabé ese tío lo que es leña...! ¡Ay, mi capa...! ¡¡Mi capa!! ¡La mejó capa que ha cortao Currito er Posma...!
Y entre furioso y apenado, enseñaba a los transeúntes, que procuraban aplacarle, el enorme zigzag que la traidora astilla había marcado en el paño azul de su capa airosísima.
El tío Macario, entretanto, detenido por un guardia, renegaba para su capote de todas las capas habidas y por haber, y aunque no había desplegado sus labios, leíase en sus ojos la más profunda y sincera consternación.
—A la Comisaría—dijo el guardia, mirando amenazador al paleto.
—Eso: a la Comisaría—agregó el Sepulturero Chico muy decidido y echando a andar—. Ese tío me compra a mí una capa nueva, o pierdo yo el nombre y jasta la vergüensa que tengo.
En presencia del comisario el pobre paleto sintió que las piernas le flojeaban, y aunque dos o tres veces intentó hablar, una indecible angustia ahogaba sus palabras antes de que llegaran a sus labios.
En cambio, el novillero tenía la lengua bien expedita.
—Sí, señó: ese hombre ha sío, y con la carga de este lao. Iba yo por el sentro de la caye, tan conforme, y ¡jarsa! Misté qué jechuría.
—¡Buen siete!
—¿Un siete na más? Esto es la tabla de dividí o to er sistema métrico si usté quiere. ¡Mardito sea el arró! Y con las fatiguitas que m’ha costao a mí mercarme esta prenda.
—¿Qué dice usted a todo esto?—preguntó el comisario al asustadísimo paleto—. ¿Es cierto cuanto afirma este señor?
El tío Macario tosió un poco, secó el sudor frío que bañaba su frente, y pretendió hablar; pero las palabras no llegaron a flor de sus labios; una maldita carraspera parecía atenazarlas en su garganta.
—¿No contesta usted?
El tío Macario continuó guardando silencio.
—Este hombre debe ser mudo—agregó el comisario.
—¿Que es mudo?—repuso el Sepulturero Chico apretando los dientes—. Cuarenta personas traigo , yo aquí ahora mismito que certifiquen del escándalo que iba armando este tío por la caye, pegando voces.
—¿También esa? Pues, ¿qué gritaba? ¿Qué decía?—preguntó el comisario con viva curiosidad.
—Pues gritaba: ¡Cuidiaol ¡iCuidiaol!
—¡Re...contra!—exclamó el tío Macario, reventando de una vez—. Pues si yo gritaba cuidiao, ¿por qué no se quitó usté d enmedío...?
"Cuentos y cosas" 1919 |