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Fernando Mota

"El príncipe bondadoso"

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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 
El príncipe bondadoso
Cuento infantil

¿Por qué no nos cuentas alguna fábula, abuelita?

—Ya os conté todas las que sabÍa, hijos míos. Y tampoco deben los niños mostrar esa afición por las historias fantásticas, que a la larga fatigan la imaginación o la llenan de ideas falsas, que han de ser, con el tiempo, pesado bagaje para andar por la vida; que si es malo no sembrar en el alma la bondad, el mucho sembrarla es peligroso.

Tal fue lo sucedido al Príncipe Bondadoso, llamado así del pueblo por su pureza de corazón; dicen que esta historia sucedió hace ya mucho tiempo.

—Cuenta, abuelita, cuenta; esa historia será de guerras, y habrá un gigante que guardará un tesoro... Y un rey quo dará un premio al que venza, y le hará muy rico, y luego príncipe...

—Que no sea así, abuelita; di que no. Yo quiero que en la historia haya un príncipe guapo, vestido con riqueza y muy valiente; y un día, en un bosque al que habrá ido de caza, encontrará a una campesina muy joven, muy pobre y muy linda, y el príncipe se enamorará de ella y la llevará a su palacio, y allí la vestirán con ricos trajes y luego se casará con el príncipe... Será así, ¿verdad, abuelita?

—No, como yo dije. Quiero que sea como yo dije...

Las manos de la abuela extiéndense cariñosas y pósanse sobre las rubias cabezas de los nietecillos en signo de paz; y en sus frentes, la caricia de sus dedos es rama de olivas que orlan sus bucles de oro...

—Aún sois niños, y ya se echa de ver vuestra condición y vuestro sexo. Tú, Luisito, eres ambicioso y egoísta, y quiera Dios que al crecer no lo hagan también esas malas cualidades, que la ambición y el egoísmo son hermanas menores de la envidia, y ésta es lepra del alma... Y tú, Enriqueta, tampoco hallarás la felicidad en el mundo dejando a tu imaginación correr como un corcel fogoso, y soñar con palacios y príncipes enamorados que por tu belleza te hagan reina... Eres vanidosa y coqueta. La mujer también debe inspirar amor con la belleza de su alma, y la tuya no lo será mucho cuando ya empieza a cubrirse de adornos vanos. Nada, pues, os cuento, que veo no sois buenos y de nada os sirven mis consejos, que tan mal los aprovecháis...

—¡Abuelita, abuelita!; no te enfades, y cuéntanos la historia que decías, que ya seremos buenos...

—Sí, abuelita; seremos buenos, y te daremos muchos besos cuando acabes el cuente...

—Sea; pero prometedme que lo seréis esta noche y siempre.

—Sí, abuela.

—Sí, abuelita.

—Bien: pues escuchad:

En un lejano país, más allá de nuestras montañas, existía un reino que gobernaba un príncipe, a quien por sus cualidades llamaban el Príncipe Bondadoso.

El pueblo adoraba a su príncipe, que era joven y hermoso como una mañana de sol, y esta popularidad despertó la envidia entre sus cortesanos, cuyas ambiciones no medraban al lado del príncipe. Unos por avaricia, otros por sed de honores, todos por igual, veían sus deseos desatendidos y sus intrigas malogradas ante la bondad del príncipe, que a todos distinguía. Y esta bondad, que los míseros adoraban, los ricos y los poderosos la despreciaban, y llamaban al príncipe el Príncipe Plebeyo.

Una tarde, al caer el sol, bajó el principe al Jardín del Ensueño, que así se llamaba el jardín de su palacio. Este bello jardín, lleno de encantos, no tenía verjas ni guardas, y gozaban de él todos sus vasallos, pobres o ricos. Había en el jardín, algo lejos del castillo, un bosque encantador lleno de penumbras azules y de árboles olorosos que tenían la rara virtud de dar al paseante la paz del alma. Este bosque se llamaba el Bosque del Bien. Sus árboles y sus frondas conservaban siempre su lozanía, con el sol quemador del estío, y con el hielo y las nieves del invierno; en aquel bosque, la primavera no había venido todavía.

Paseaba el príncipe aquella tarde por él, y halló en una de sus sendas, tendido en el suelo, a un mendigo leproso. El enfermo, al verlo, extendió sus manos en demanda de amparo, y su voz, entre lamentos, pidió compasión a sus dolores.

—Señor—dijo el mendigo—, si sois bueno, tened compasión de mí; ved la miseria de mi cuerpo, que se pudre con este maldito mal. Dadme algún remedio, señor.

El príncipe le contestó: Te llevaré a mi palacio, y allí atenderé tu mal.

Y el príncipe dio le la ayuda de sus brazos elevándolo del suelo, y juntos, como dos hermanos, lo llevó al castillo...

 

Otra tarde, paseando por el Bosque del Bien, encontró a un joven desconocido que se le acercó humildemente y le dijo:

—Señor, ¿podríais indicarme la salida del bosque? Nunca entré en él, y me he perdido. Vengo del campo y dirigíame a la ciudad en busca de trabajo. Vos sabréis dónde se halla la ciudad; ¿queréis decírmelo, señor?

El príncipe le respondió: —Te llevaré a lo mejor de la ciudad, que es mi palacio, y allí encontrarás también el trabajo que buscas— y cogiéndolo de la mano, emprendieron juntos la marcha hacia el castillo, como dos hermanos...

 

Otra tarde se hallaba el príncipe en el bosque, y oyó cerca de sí una voz que, entre llanto, lamentábase de su suerte. Siguió andando, y encontró en el camino, sentado en una piedra, a un extranjero en actitud de profundo abatimiento.

El príncipe le dijo: ¿Qué mal os ocurre, amigo? Y el extranjero le contestó:

Señor, soy un hombre miserable, indigno de compasión. Yo era el príncipe que reinaba en la nación vecina, y he gastado en fiestas y holgorios el dinero de mis arcas, y he arruinado a mi pueblo con tributos. He huido de mi país, señor, porque mis vasallos vinieron a mi palacio a pedirme pan, y yo había vendido el trigo para mi última fiesta. Señor, empobrecí a mi país con mis locas prodigalidades, y he huído de allí hacia este bosque, atormetado por el remordimiento.

Aquí moriré abandonado, señor, y ese será el castigo de mis culpas.

El Príncipe Bondadoso le tendió su mano y le dijo: Gran daño han producido tus errores, pero no ha sido por maldad.

Te llevaré a mi palacio, y allí te entregaré el oro de mis arcas para que remedies !a miseria de tu pueblo, si tu arrepentimiento es verdadero.

Y juntos, como dos amigos, se dirigieron al castillo...

 

Otra tarde llegó el príncipe al bosque cuando el sol se ocultaba, y entre las frondas de sus árboles, la noche iba prendiendo sus cendales de sombras.

Andando, andando, halló el príncipe en el camino una vieja andrajosa recostada sebre un árbol, y sus pies y sus manos sangraban de pequeñas heridas.

El príncipe se detuvo ante ella y le dijo: ¿Qué culpa os ha puesto en ese estado?

Y la vieja repuso: Señor, vengo huyendo de los pueblos y do las ciudades, porque de todos me echan y de todas me persiguen.

Señor, yo vendo yerbas que curan aigunes males, y doy sabics consejos que me ha enseñado mi experiencia, y predico el bien y la virtud.

Y esta es mi culpa, señor; que la ignorancia de los humildes y la maldad de los poderosos se han unido para perseguirme; y guiados por el fanatismo, me acusan de vieja hechicera que predica la religión del diablo. Y yo, sefícr, lo que predico es la verdad.

El príncipe quedó indeciso, y al fin repuso: No se me oeurro remedio para tu mal, porque yo no soy sabio, sino bueno, y no es la bondad arma fuerte para combatir la superstición y el fanatismo.

Ven, pues, conmigo, pobre anciana: te llevaré a mi palacio, y allí hallarás reposo para tus últimos días...

Y juntos, como madre e hijo, emprendieron la marcha hacia el castillo...

 

Y llegó la mañana siguiente al último paseo del príncipe, y aún dormía, cuando fue despertado por su corte, que invadió el aposento.

Del grupo de cortesanos destacóse, en actitud solemne, el Gran Juez del Estado, y con voz grave dijo al príncipe:

—Príncipe Real, vengo a exigiros cuenta de los terribles delitos cometidos contra la nación y sus súbditos. Se os acusa de haber robado el tesoro de la patria para entregarlo en manos enemigas que habrían de esclavizarla.

¡He ahí al príncipe extranjero! Se os acusa de conspirar contra la nación y ser vuestro cómplice ese joven desconocido llegado a palacio para ayudar vuestras intrigas.

Se os acusa de haber querido envenenar la salud del Estado trayendo a la corte ese mendigo leproso.

Y se es acusa, por último, de ateo y hereje, que conspira contra Dios, queriendo imponer la religión del diablo que predica esa vieja hechicera.

¿Qué respondéis?

El príncipe nada dijo, y el llanto bañó su rostro.

Un rumor lejano, como de tempestad, llegó hasta el aposento, y el príncipe preguntó: ¿Qué es?

El Gran Juez respondió: ¡El pueblo que pide tu muerte!...

El príncipe dijo: ¡Ellos también!...

Y su cuerpo cayó sobre el sitial del trono como una flor que se troncha.

El Gran Juez se acercó, y posando !a mano sobre el cuerpo del príncipe, dijo: Se ha cumplido Ja justicia.

***

Y así termina la historia del Príncipe Bondadoso. Recemos por su alma y por la de todos aquellos que atesoraron bondad...

—¿No me oís, hijos míos?...

Estaban dormidos, y quizá soñaban, como el príncipe; con un país fantástico donde todo era hermoso, las caras y las almas: un país donde la ingratitud y la mentira no eran aún conocidas.

Sus oídos infantiles no oyeron el triste final del cuento, y sus almas se hallaban muy distantes. Patrimonio es de la infancia ver la felicidad en sueños.

FERNANDO MOTA

Por esos mundos (Madrid). 1/10/1914

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