Como el suceso que voy a referir es verdadero en substancia, será misericordia ocultar los nombres, bien así de la ciudad donde ocurrió, como de los personajes que actúan en él con violación aterrante de las leyes divinas y humanas. Y para rehuir la enojosa inicial con que suele indicarse un pueblo o un individuo, tomaré de la nada la denominación de una ciudad perdida y muerta en el seno de los bosques del Nuevo Mundo. Entre las que los conquistadores fundaron con más fama de grandeza, recordando por ventura otras del antiguo continente, hallábanse Logroño y Zamora, sólo de nombre conocidas en nuestro siglo. Es fama que los aborígenes, saliendo a deshora de lo profundo de las selvas adonde se habían retirado, degollaron varones, viejos y niños, y cargaron con las mujeres a las impenetrables guaridas de la barbarie. Logroño y Zamora fueron sepulcros desiertos donde el jaguar, la culebra y más fieros hijos de la naturaleza montaraz hallaron cómodo abrigo, mientras el chaparro salvaje iba dando paso a los árboles corpulentos que surgían al pie de las murallas y las bóvedas. Cuenta un viajero que habiéndose internado por los montes del Azuay con achaque de exploraciones, o en busca del oro tentador de sus ríos, echó de ver súbitamente ruinas de habitaciones entre la maleza, troncos enormes de torres, fragmentos de muralla de ladrillo colorado, arcos gigantescos y otras de éstas. Si el miedo o la realidad, no lo sabemos; el hecho es que él vio o pensó que veía un salvaje de larga cabellera sentado de espaldas sobre un escombro. Huyó; y cuando volvió en compañía de muchos, nunca más pudo tomar el hilo de sus primeros pasos. No causaremos, pues, rubor sino a la nada, atribuyendo a una de estas ciudades difuntas lo que pasó en una muy viva y presente a los ojos del Nuevo Mundo.
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En las naciones europeas la sociedad humana está dividida en tres clases, la principal o noble, el estado llano y la plebe. El cruzamiento de las razas en la América del Sur ha dado origen a una intermedia entre el estado llano y la hez del pueblo; ésta es la mestiza, proveniente de enlaces de españoles con indios al principio, a la cual debemos adscribir también la que tiene su cuna en los amores de los castellanos con las negras transportadas de África. La hez del pueblo la componen los negros; y los indios; éstos son en realidad, la gente del gordillo: los mestizos por nada consentirían en pertenecer a esa clase; antes propenden a elevarse eslabonándose con familias que pican en aristócratas sin más que los bienes de fortuna, los cuales difícilmente acertarían a componerles un árbol genealógico. Los mestizos provenientes del la hibridación entre españoles y aborígenes se llaman cholos en unas repúblicas, huaches en otras, rotos en éstas, léperos en esas. El hecho es que esta casta cruzada ha beneficiado hábilmente el seno de la madre naturaleza, y provista de buen entendimiento, valor y audacia, se levanta a los primeros peldaños de la gradería social, sopalancando en la estolidez de los sedicientes nobles, escasos de fuerza moral e intelectual por falta de cruzamiento y de entronques mejoradores. Pero sucede que los mestizos, así como llegan a ser generales, obispos o presidentes, ya no quieren ser cholos ni mulatos, se dan maña en urdir genealogías de Béjar o de Mén Rodríguez de Sanabria. Las cholas que, a fuerza de oro, han dejado la bayeta, vienen a ser condesas; y nadie mira más para abajo a las de su clase que estas señoras de a cinco en púa, sucediendo lo mismo con los mulatos y las mulatas, los zambos y las zambas, y toda esa caterva de mestizos que componen la mayoría de las repúblicas hispano-americanas. Sea de esto lo que fuere, de esta clase suelen salir beldades de carácter tan raro, que llaman por extremo la atención de los viajeros curiosos y averiguadores. Una bolsicona de Quito, verbigracia, con su follado de bayetilla o de paño de primera, ancho el ruedo, exigua la cintura; follado que no se atreve a cubrirlia el piececito primorosamente calzado con zapato de raso en chancleta, imagen es que Teniers hubiera tomado por modelo de sus mejores cuadros, donde belleza y voluptuosidad se dan la mano y andan amenazando con poner fuego al fundo. Teresa de Jesús Alvinca, heroína de la presente relación, era una de estas admirables bolsiconas o mestizas acomodadas a trabucar el juicio a príncipes de Asturias y de Gales. Blanca, sumamente blanca, su mata de pelo semeja el ala del cuervo, para usar el estilo de Ossián. Gorda es, sin parecerlo: sus mejillas están brotando sangre purísima; sus ojos alimentan ese fuego negro que enciende y consume las almas de los que caen en ellos, como en red que les tendieran los ángeles y los demonios coaligados con un fin desconocido. Los labios, grosezuelos, parecen el botón de la granada: el seno prominente está echando de la camisa afuera dos globos de mármol ligeramente sonrosado: el brazo presenta una abundancia de elementos voluptuosos, que es delirio el contemplarlo bajo el hombro apretado por la manga corta. El zapato no le ciñe sino los dedos: el empeine del pie, rebosando de su pulida cárcel, ostenta un edema natural, que los ojos indiscretos se lo comen a bocados. El tobillo es cenceño; mas a poco que la retrechera se entregue al manejo del follado, empezará a levantarse tal y tan blanca gordura, que la pantorrilla es ya un prodigio de salacidad inocente y delicada. Las manos son monas en esta Teresa de Jesús Alvinca: trabaja con la aguja en telas suaves; diez y ocho años; empina el puchero; es honesta, de buenas costumbres; ¿qué maravilla si más de cuatro mancebos tienen por ella la cabeza a las once? Muchos han pedido su mano; a todos los desdeña; gusta de la honradez y la cultiva; su madre adora en ella, y una y otra esperan en que Dios, premiando sus virtudes, les suba la fortuna.
Entre los enamorados de esta mestiza interesante andaba un clérigo llamado Joaquín Escudero, con tal pasión a cuestas, que bien hubiera bastado para que este galán de sacristía hubiese hecho pacto con el diablo, cual otro doctor Fausto. Dicen que las mujeres, cuando educación y cultura no gobiernan sus inclinaciones, propenden fatalmente a la cogulla y la sotana, con detrimento de la parte civil, para vergüenza de poetas y doctores. Si esto es así, malditos sean estos rivales de ropa talar, tan feos para nosotros, que tanta guerra nos hacen y tantos combates nos ganan con su cara monda y lironda, sus dientes amarillos, y esa humildad que es de decirles: ¡Pobrecitos! ¿Pobrecitos? ellos nos compadecen, se ríen de nosotros, cuando, debajo de mi manto al rey mato, van ofreciendo su alma al enemigo con fianza de la hipocresía, y nos quitan áe la boca los más dulces pecados. ¿Es posible, hermosas, que os sintáis flacas e indefensas ante un fantasma de esos, que entra como sombra del diablo, saluda en latín y se sienta por ahí metido en su sotana, como en funda de muerto? Rasa la quijada, enorme la boca, el collar le está ajustando que le da aspecto de ahorcado. ¿Gomo viene a suceder que este hijo de la noche tenga más ascendiente en vuestros corazones que un mozo de bel mirar, apuesto y denodado, que gasta sin miedo, acomete peligros, y ante las vuestras fermosuras cae de rodillas, para salir con un puntapié en la boca del estómago? Si fuera vendad inconcusa que los clérigos nos llevan la delantera en esto de gollerías amorosas, muchos conozco que aun de viejos se ordenarían; mas no siempre sucede lo propio; y clérigos hay que, no de buenos, sino de tontos y desmañados, se han de ir con palma y guirnalda a los infiernos. Hum... dice por ahí un canónigo, mirando de soslayo a sus nueve hijos. Pero esto no hace a mi propósito, sino el clerizonte que estaba echando los bofes por mi Teresita de Jesús Alvinca. Esta no hizo caudal de ese amor eclesiástico: mientras los expedientes del señor abad no violaron los límites de la seducción respetuosa, ella no le mostró sino desprecio; mas cuando echó de ver que ese Tartufo de menor cuantía era capaz de todo, horror fue el suyo, y se dio a cerrarle las puertas y evitar su encuentro en iglesias y calles, porque desde lejos echaba ese hombre sobre ella un sobrealiento de perdición, que era como el hipo de la muerte. Cosa segura el ver ese fantasma a hito al pie de su ventana desde las siete de la noche, paseándose de largo a largos unas veces, otras inmóvil como el palo de escoba que las brujas plantan para bailar en torno.
Vivía esta mujer calle de Sanguña, en la ciudad de Zamora. Dando la vuelta el año, he aquí que llega la cuaresma. Teresa de Jesús no había echado por ese camino de insensibilidad y despego que se llama devotisnio; religiosa de suyo, como toda mujer, cumplía con los preceptos de nuestra santa madre Iglesia, confesándose una vez al año, ayunando en témporas y vigilias, yendo a misa los domingos y días de guardar. Su madre le hizo presente que convendría hallarse para el jueves santo en disposición de recibir el Santísimo en la Capilla Mayor. ¿Con quién quieres confesarte? le preguntó. Con el padre Oquendo, señora. Santo varón dijo la madre; voy a verle. Al tercer día Teresa de Jesús se llegaba humildemente a la reja. Después de media hora de espontáneas deposiciones: «No pecas, dijo el fraile, si das vado a esos impulsos». Sorprendida la penitente, respondió que no lo comprendía: No pecas: como tu espíritu se halle suspendido en la mano de Dios, no hace el caso que el cuerpo se rinda a sus necesidades. Ten cuidado de que el alma no reciba tacha de las cosas del mundo, y no hay para qué tirarles el freno a los sentidos. Doctrina es esta de santos doctores, hija, si alguna vez has oído la explicación del quietismo, con venia de la Santa Sede.
La muchacha, iluminada por la luz de su inocente ignorancia, se levantó y se fue, huyendo de la seducción del sacerdote prevaricador que así enseñaba el vicio en la cátedra de la penitencia. Madre, le dijo a la suya, como hubo llegado a su casa, ese padre no es el padre Oquendo; le noté la voz fingida desde el principio, y al fin se ha hecho traición hablándome en la suya propia y diciendo impiedades en el confesionario. La vieja, buena mujer, religiosa además, se puso a la sombra de un per signum crucis de marca mayor, exclamando: «El enemigo, hija, el enemigo. ¡Jesús me ampare! ¿con que no fué el padre Oquendo?»
A obra de seis meses de este acaecido, estaba dando golpe en la ciudad un extranjero que había llegado, y con mano abierta cobraba crédito de munífico y galante. El era inglés, según decía: blanco de rostro, rubio de bigotes, la cabellera parecía hebras de oro, según era fina y lisa; sino que algunos querían decir que hacia la raíz estaba un tanto obscura, como si lo demás fuera teñido. Este inglés gustó sobremanera de las mujeres y las costumbres de esa tierra: «Yu está risoluto, dijo, a mi casar y mi quedar Zamora». Con esta premisa, dio en ir y venir por la calle de Sanguña, hasta cuando la casualidad y su industria le depararon la ocasión de meterse de hoz y de coz en casa de la bolsicona Teresa de Jesús Alvinca. En su meidia lengua, o más bien su lengua y media, se dio sus trazas para que comprendiesen que estaba enamorado hasta el meollo y quería casarse. El período de las cucamonas suele ser necesario para el descubrimiento del cariño, pero como a falta de pan buenas son tortas, dijo cuatro disparates en español ainglesado el rico bretón, y pan, pan, pidió la mano de la mestiza. Cuando las envidiosas y malsines a quienes la buena fortuna de la Teresila estaba quebrando los ojos le dieron a entender que era una chola o gente de poco más o memos: Importa poco, dijo el inglés; en Londres será condesa de Salisbury, y la tratarán de lady. La madre de la muchacha se inclinó fuertemente a este matrimonio; de menos juicio que Teresa Panza, ya se le hacía agua la boca de verse suegra de un lord de Inglaterra, aposentada en un palacio, y saliendo en coche con lacados de librea. Su hija, por el contrario, experimentaba indecible repugnancia por esas bodas deslayadas, que sobre arrancarla de su país querido, la pondrían fuera de su genio y sus antecedentes. Deudos, amigos y entrometidas vinieron a la carga, y del inglés hubiera sido La niña, si el bruto, olvidándose de todo, no saliera un día con alusiones a la escena del confesionario, y reconvenciones de haberle dejado allí como un bausán. «¡El enemigo, madre! ¡El enemigo!», salió gritando la novia, en tanto que milord bajaba la grada de cuatro en cuatro escalones y se confundía entre la muchedumbre de un barrio populoso. En balde le echó la policía una brigada de ministriles y porquerones: el inglés, como el diablo, se hizo humo, sin que de él pudiera dar notida ni el presbítero Joaquín Escudero.
Para reponerse de tamaño susto y granjear la protección divina, Teresa de Jesús se dio a visitar enfermos y hacer limosnas que era una santidad verla salir al zaguán de su casa a socorrer en persona a los pordioseros que a ella acudían viernes y sábados. Caritativa, siempre lo babía sido: ahora redobla esa virtud en vía de dar gracias al Señor de que la hubiese librado del la red que le tendiera ese perverso. Una noche, como la lluvia menuda y constante estaba haciendo su ruido monótono, se oyó en la puerta de calle la voz cascada, afligida y muerta de hambre de un mendigo nocturno, de esos que llaman viergonzantes; la bolsicona saltó sobre su canasta de pan de trastrigo, y provista de una hogaza acudió a dar de comer al hambriento, y de beber al sediento, según que Dios lo manda. Hermano, dijo, llegándose al vergonzante, coma esto, y ruegue por mí. Abalánzase el mendigo sobre ella como un rayo, tómala, vuela, cual si llevara una corderilla en brazos. Al primer grito de la raptada, su madre estaba afuera; y así corrió, se desgañitó y remolinó el barrio, que el lobo dejaba la presa a la segunda calle en medio de un gentío inmenso. Al otro día Teresa de Jesús Alvinca tomaba refugio en el monasterio de Santa Catalina, adonde acudían entonces las mujeres temporalmente por varios motivos de los suyos. El clérigo Joaquín Escudero, medio loco, se dio a rondar el convento por la noche, tirar piedras al tejado, cantar endechas amorosas, o echar ululatos que bien llegaban a oídos de la reclusa. Una noche se despidió al son de ia guitarra con unos versos en los cuales decía que Zamora no volvería a verle, y que se iba en demanda de la muerte a los lugares más apartados de la tierra. Una por una desapareció el clérigo; súpose después de algún tiempo que andaba por la república de Buenos Aires, y que de allí había pasado en son de fuga al imperio del Brasil, por ciertos milagros que sería peor meneallos. La bolsicona, con esta fianza, salió del convento a porfía de su madre, a cuyo lado siguió su vida de mundo inocente, volviendo el juicio a cuanto mozo de su clase tenía la dicha de conocerla, y aun a pisaverdes de más suposición, que de buena gana se hubieran aplebeyado por el amor de tan fermosa doncella.
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Un año hubo transcurrido, cuando la madre de Teresa, volviendo un día de la calle, encontró a su hija bañada en su propia sangre en medio del cuarto, los vestidos arregazados, cual si hubiera sido víctima de un crimen atroz. Por mordaza tenía en la boca un pañuelo de la muchacha; otro hacía de esposas, pero muy holgadas. Viendo como muerta a su hija: «¡Teresa! ¡Teresa! ¡hija de mi alma! Bondad del cielo, ¿qué me sucede?...» Teresa abrió los ojos pesadamente, en los cuales la vergüenza dio un relámpago, y los volvió a cerrar. Su madre miró por el pudor, hizo gente, interrogó a los vecinos, y le fue dicho que sólo un clérigo muy cabizbajo había entrado durante su ausencia. La joven no se levantó del suelo sino para ir a la cama: indignación, dolor, desesperanza, estropeamiento físico, motivos fueron de enfermedad, y grave. Declaróse la fiebre, la calentura pasó a delirio; al séptimo día, la malograda hermosura había fallecido. Por quitarle de los ojos a la pobre mujer el espectáculo de su hija muerta, llevaron el difunto esa misma noche al cementerio de San Diego, donde fue sepultada en presencia de algunas lágrimas amigas. Al otro día hubo gran escándalo entre los religiosos franciscanos que estaban de guarnición en dicha recoleta de San Diego: un cadáver fresco, fuera de su nicho, estaba por ahí tirado en tierra, el ataúd, roto, la un lado; la mortaja al otro. Sorprendido por la aurora, el exhumador no había tenido tiempo de dar al cuerpo una postura honesta; dejólo allí como lo había colocado para su satánico apetito; le cortó los pechos a cercén, y huyó dejando aterrados a los muertos.
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A los cinco años de este acaecido, el buque ballenero Adamastor, pescando en Spitsberg, naufragó cerca de la costa, por obra de una tempestad del equinoccio de primavera. Salvóse la tripulación en parte nadando hacia tierra, o impelidos por el viento sobre los restos de la nave; aunque los más perecieron en las olas. La fragata Victoria, de la marina inglesa, vino a pasar a esa altura a los diez días del naufragio: infiriendo de ciertas señales que algunos tripulantes pudieran haber salido a tierra, acostó a la más próxima, y vieron los marinos ingleses, en efecto, algunos hombres tirados en la ribera como difuntos. No lo eran todavía: hambre, sed, frío, les estaban consumiendo la vida; pero no todos habían muerto. Recogidos por la fragata, fueron expirando los más a bordo y sin ser poderosos para soportar el alimento. Otros, de más vigorosa constitución, cobraron fuerza y se salvaron. Uno llamó especialmente la atención de los oficiales de la Victoria: era éste un marinero que en el delirio de la fiebre causada por las substancias alimenticias, se revolcaba sobre cubierta, dando mordisoones terribles al pavimento, y exclamando en voz perturbada: «¡En vida y en muerte!... ¡En vida y en muerte!...» Caía luego en uno como paracismo o fallecimiento temporario, y recobrándose, volvía a gritar: «¡Mía, mía! ¡en vida y en muerte!» Sus compañeros, repuestos un tanto, dijeron ser ese un marinero llamado Joaquín Jeres, que había servido en la marina pescante por cinco años. Quedóse un día el náufrago en gran paz y sosiego como si descansara en el Señor, con la conciencia acrisolada por el arrepentimiento; y levantando de improviso Una voz clara y simpática, dijo para todos: ¡Teresa de Jesús Alvinca, perdóname!
Antes de echar al agua el cadáver de Joaquín Jeres, los marineros de la Victoria le habían tomado del seno un saquito de seda que tenía suspenso al cuello; su contenido eran dos momias secas, negruzcas, arrugadas, que harto parecían, a causa de pezón, haber sido pechos de mujer. ¡Oh, hermosura, funesto don del cielo! ya lo dijo Sófocles.
Juan Montalvo (Ecuatoriano)
Publicado en "Los mejores cuentos americanos", colección de escritores americanos dirigida por Ventura García Calderón. |