Criado en soledad, sin avisos y enseñamientos de maestro, sin halagos ni mordeduras de camaradas, el retraído artista escuchaba menudamente su espíritu, lo sutilizaba con la observación, lo acendraba con estudios, lo abría y ampliaba, dándole fuerzas y contento, en la visión insaciable de los campos, de la serranía, del cielo y del mar.
Gozaba, traspasado de ternura, hallando en las plantas y en los animales y en las cosas humildes una participación íntima y armónica de la vida grande y excelsa y de la humana. En cambio, para amar a algunos hombres, necesitaba de afanosos trabajos de voluntad y relacionarlos con la callada vida de lo inferior y sumiso. De aquí se deslizaba a invertir las agrias palabras de J. J. Rousseau, que loaba al Hombre y aborrecía la Humanidad. El artista que digo, artista-escritor, no abominaba de ésta ni de aquél, sino que creía más fácilmente en la especie que en el individuo, pues decía que los hombres, juntos, muchos, no eran ruines, siquiera fuesen peores. Cuidaba del amor, atendiendo celosamente el brote y prendimiento en su alma de toda simpatía o malquerencia para fomentarla o reprimirla; y de tanta sutileza se seguía el no tener reposo.
* * *
Regresaba el escritor de las soledades campesinas. Y cerca del poblado vio destacarse la silueta espantosa de una vieja, larga, seca y doblada. Estaba inmóvil. Si encima le hubiese pasado el ramaje de un árbol, creyérasela pendiente de una cuerda que la acabase de ahorcar. El artista se sintió mirado en toda su carne por unos ojos hondos, inquietos, de maleficio.
La recordó, durante la noche, con repugnancia y hasta con miedo; y sin embargo, se confesó que deseaba verla, saber de sus miserias, porque debía de ser muy miserable.
Se levantó temprano. Había llovido espesamente y amaneció un cielo limpio, y dulce, clara, cristalina temperie que trasparentaba los términos remotos, alegres de lluvia caída y soleada; algunos bancales inundados eran imagen del azul; olía generosamente la tierra; el pinar y la sembradura gozaba la resurrección de sus verdores, y en el horizonte del mar, un mar tan inmóvil y terso que parecía cuajado, resplandecían de blancura inmensas volutas de nubes, túrgidas, espumosas, ficción de hacinamiento de montañas nevadas. Mirarlas hacía concebir el deleite de hundirse en su regazo y deslizarse gloriosamente aspirando la creación.
Los hombres que pasaban cerca de los balcones del escritor y que él veía sobre fondo de las nubes amadas o de cielo diáfano, de campos húmedos y verdes, le parecían hombres recientes como el color de los árboles y montañas, hombres alumbrados y ungidos de la pureza de la mañana limpia y gozosa. ¡Qué fuerte, santo y eficaz enlace entre ellos y el sol y el aire y todo lo inmenso! ¿Lo notarían, lo sabrían los hombres? ¡Y si las pobres gentes iban rumiando infelices y pequeños pensamientos!
Diciéndose el artista estas levedades, recordó a la vieja. ¿Quién sería? Preguntó a los suyos si sabían de ella.
Madre y hermanos le miraron y sonrieron oyéndole, y cuando acabó, le dijeron: «¿Habrás soñado y ahora se te antoja que es verdad el espectro?».
-No soñé, no soñé; que la vi realmente, y todos mis nervios y todos mis huesos vibraron, crujieron y mi sangre se precipitó contra el corazón, que parecía querer derribar a golpes el costado.
Salió el joven deseoso de hallar a la vieja.
Y la vio. No costaba lograrlo, que todos en el pueblo la veían, porque la vieja peregrinaba siempre por calles, encrucijadas y contornos como maldecida.
Esa mañana la encontró en una plazuela, solitaria y umbrosa por los muros vetustos de un convento. No había esos añosos olmos ni acacias copudas que en los crepúsculos vibran del rebullicio de los pájaros. Sus bancos de piedra, descanso de mendigos, estaban rotos. El júbilo del cielo contrastaba con la tristeza y oscuridad de las paredes como en los patios de las prisiones y fábricas.
Andaba la vieja lisiadamente porque tenía partido un pie y solo pisaba con la doblada punta del zapato, zapato negro, de paño, de difunta; y en el otro llevaba alpargata cenicienta, de fámula o freila. Sus piernas zancudas, secas, de leños; la recia y descarnada osamenta de su cintura; las vértebras, las costillas, los hombros, el espinazo, todo el ruin argadijo de su esqueleto, que se temía fuera a desarticularse y quedar amontonado en la tierra como un osario, se manifestaba detrás de sus ropas, que nada más eran: calzas blancas, una falda inmunda, raída, abultada por el hueso monstruoso de la rodilla coja y la landrera con llaves de alacenas y arcas; ceñía el cuerpo un negro corpiño prendido con agujas. No parecía usar el limpio abrigo y decencia de ropas íntimas. Su cuello y sus mejillas eran un fruncido de pieles blandas; la nariz, picuda, la boca, hendida y en el cráneo, casi mondo, traía como clavadas las ruinas de alambres y arrapiezos de crespones de un sombrerillo o toca.
Se le antojaba al artista que la vieja había huido de algún horrendo asesinato de París, y aún la tuvo por símbolo y compendio de asesinadas; y sentía frialdad, pavor y entristecimiento al recibir la mirada de aquellos profundos ojos de una sustancia húmeda, pegajosa como las pupilas de los sapos grandes.
¿Valía esta fealdad, por extremada que fuese, el asustamiento y preocupación de un hombre ansioso de las cumbres de la fantasía y de las almas? Quizá sí, queriendo percibir el vaho de misterio de todas las cosas por menudas que nos parezcan. ¿Qué angustias, rencores, lacerías, desconfianzas, codicias, abandonos, soledad y fatalismo, habrían corroído el espíritu y secado y retorcido los huesos de la miserable que paseaba desdeñosamente su infortunio y horridez entre las gentes placenteras, que no se notaban sus estigmas y sino, y se detenían a mirarla con asombro y burla?
...¡Y en aquella mañana profunda de azul nuevo, purísimo después de la gracia de la lluvia, y de aire balsámico como si todo el universo floreciera risueñamente, la vieja errante no participaba de la fortaleza y hermosura de la vida magna, excelsa, total!
Sufría el escritor porque ansiaba apiadarse y aún querer a la mísera, y ni la dulzura de los días otoñales ni el afincamiento de su voluntad remediaban esta aversión; ¡la vieja le inquietaba, le aterraba, le... atraía!
¿Habría llegado a aborrecerla? No podía olvidarla; y ya sin proponérselo fatalmente, todos los días la encontraba, y era él, ahora, quien huía, y ella quien se paraba a mirarle. Pero, ¿quién era? Antaño se la habría creído necesitada de los exorcismos de la Santa Madre Iglesia, y aquel zapato encogido, de negro paño, de amortajada, traía al artista el recuerdo de los borceguíes del tormento.
...Decíase en la ciudad que estaba rica, y la avaricia la forzaba a vivir desdichadamente. No tenía morada, recogiéndose en cualquier mesón. Veíanla en los bancos de los paseos y parajes soledosos comiendo frugales alimentos. Otros días iba de café en café, y en los ángulos más sombríos sorbía su taza y engullía panecicos torrados, y siempre una de sus manos, de raíces nudosas, trababa la faltriquera con crispación de cadáver.
¡Quién curaría al artista de la pavorosa preocupación de la vieja...!
* * *
...Había publicado el escritor un libro.
En el escaparate de una librería de la ciudad veía el autor, al pasar, sus pobrecitos ejemplares, los mismos siempre, entre un grueso tratado de química y la Jerusalén libertada.
Es una tarde invernal, de aullidos de viento, de mar oscuro y rugiente. Una nube larga y ensangrentada camina por un cielo frío, terroso como un desierto.
El artista sale angustiado; todos los hombres le parecen enemigos. Ni él mismo se siente participar de la gran vida. Vaga por las calles, y al aparecer en la de la tienda de libros siente horrible temblamiento de sus nervios y de sus entrañas. ¡Oh, su maldición! ¡La vieja, la vieja lisiada baja hacia él!
El espectro se detiene; luego pasa el umbral de la librería. Vuelve a asomar; retrocede, se aleja, se pierde...
Desde su puerta, el librero la contemplaba, y viendo después al escritor, le llama.
-¿Pero es que esa vieja lee? ¿Qué buscaba? ¡Habrá aojado mis libros!
-¡Ha visto, ha visto qué horrible! -exclama riéndose el tendero.
-¿Horrible? ¡Espantosa! ¡Yo tengo su espectro hincado dentro de mí!
-Pues... mercó el libro de usted.
-¡Un libro mío! ¿Compró mi libro?
-¿Qué le parece?... Muchas brujas como ella que acudiesen, ¿verdad?
-¡Hombre, por Dios! ¡Y por qué ha de ser bruja la pobre señora! -exclama el artista aborreciendo la frialdad y rudeza del mercader... |