En la solana estaba ya puesta la mesa, vestida ricamente con finísimo mantel bordado por manos de monjas, y rizadas servilletas de primorosas cifras; eran los cubiertos de labrada plata y la vajilla casi diáfana con muy lindos y arcaicos países. Todo lo sacó el tío de armarios olorosos, para aquella íntima comida en regocijo y celebración del casamiento del sobrino.
Una criada, moza lozana y limpia, puso en el centro de la mesa un búcaro de magnolias, azahar y encendidas rosas, y a los lados grandes fruteros de duraznos y ciruelas goteadas de sus mieles. Traspasaba el sol las panzudas botellas de vinos añejos, dorados y purpúreos; y el ambiente se llenaba de fragancias, de alegría y hermosura.
Don Eduardo fumaba sentado en un sillón de paja. Ramas viciosas de rosal de escaramujo y de trepadoras cuajadas de cálices azules, se cruzaban y tejían por hierros y pilastras, y entre esta celosía verde y florida, asomaba el cielo de la mañana, que era de julio, sosegada y alborozadora.
Frecuentemente se levantaba el caballero, y apartando las grises cortinas de la solana, miraba todo el camino, ancho y liso como un manso río, que torciéndose orillado de álamos de estremecida blancura, y alejándose por tierras segadas, llegaba al pueblo ceñido de un vaho zarco y trémulo pasado por la aguda torre de la abadía, en cuya cima roja y bruñida, el sol dejaba una gota de lumbre.
Dijeron al señor que en la cocina todo estaba acabado; y otra vez asomose viendo con impaciencia y enojo la soledad del camino. Pasó sonoreando una abeja; quiso osearla don Eduardo; pero ella buscó las flores, y dentro de la más apretada y jugosa, se fue anegando deliciosamente.
Mirando estaba, tocado de envidia, el caballero, ese baño y goce de dulzura y olores, cuando le avisaron la llegada de los esperados; de lo que recibió gusto y sorpresa, porque no oyera rodar de carruaje ni voces en el camino atalayado toda la mañana por sus ojos.
Cinco eran los invitados; el sobrino y la esposa; él, grave y macizo; ella, más alta, blanca, de cabello rizado, aniñada y dulce; el párroco del pueblo vecino, bajito, ancho, rojo, y tan espeso y encendido de barba, que lenguas maleantes le apodaron el «padre rastrojo»; y el juez y su señora, entrambos secos y lacios.
Don Eduardo descollaba entre sus comensales por su robustez, contento y facundia; su habla y risa tenían franco estruendo y manifestaban lo descuidado de su independencia y holgura de su vida. Habitaba solo con tres criadas muy coloradas, risueñas y fermosas en aquella rica casería. Estaba separado de la mujer, muy altiva señora y poco escrupulosa en algún linaje de moral. Don Eduardo la apartó de su lado; y la lozanía de su ingenio no se mustió por las pesadumbres del divorcio, y fue pasmo y regocijo del mismo prelado que entendiera en el pleito eclesiástico. De una hermana viuda, ya muerta, recibió por hijo al huérfano, muchacho rollizo y serio, primer premio en colegios y universidades, graduándose de doctor en leyes en la de Madrid; y aquí se casó. Vino al pueblo y fundó su hogar. Cuando los recién desposados llegaron, don Eduardo se hallaba recorriendo sus haciendas; y vuelto a su finca mansión, quiso que Esteban y Octavia, que así se llamaban los sobrinos, fuesen con él un día, y no más, para no distraerles demasiado en los primeros y sabrosos de sus bodas.
Esteban y Octavia y los invitados alabaron lo peregrino y deleitoso del improvisado comedor, y la elegancia y la hermosura de la mesa.
A Octavia la sentó el tío a su lado. El párroco ocupó la cabecera; y empezó la comida.
A pesar de su apartamiento campesino, era don Eduardo muy sibarita y mundano hasta en minucias, como lo echó de ver el eclesiástico en las diminutas y doradas garras de águila que el caballero usaba para prenderse la servilleta. El cual, después de pasarla por sus labios, esclareciéndolos de la frondosidad blanca y tostada de su mostacho, contempló a su nueva sobrina y dijo llanamente:
-¡Hija, y qué hermosísima te veo! En verdad que prueba el casamiento a algunas mujeres. ¿Qué le parece, señor cura?
El «padre rastrojo», que ya engullía una orilla de pan untada de manteca, sintió que le ardía la cara, y quedose perplejo, mostrando su dentadura blanca, grande y poderosa.
-¡Por Dios, don Eduardo! ¿A mí me lo pregunta usted?
El señor juez y su esposa miraban a Octavia, que sonreía donosa y suavemente.
-¡Te encuentro mucho más guapa que cuando estuve en Madrid para pedir tu mano!
La criada, que entonces servía una dorada colina de pasa fina y olorosa rellena de perdices, contempló ceñuda a la gentil señora y luego a su amo.
Llegó de la mañana de fuera una palpitación de la brisa que extrajo del seno de las flores densa y lujuriosa onda de fragancias mezclada con el olor de las frutas.
Octavia aspiró deliciosamente. Dos abejas brotaron del claustro de una rosa.
La gran nariz del eclesiástico se estremeció con ansia y voluptuosidad.
-De modo que usted -dijo Esteban- deshaciéndose los ojos para descubrirnos... ¡y nosotros viniendo por otro camino!
-Es verdad: ¿por cuál vinisteis, sin coche y con ese resistero que nos hace?
-Trajimos carruaje hasta los cercos del Huerto de los Cipreses. Quería Octavia verlo. Pero era ya tarde, y solo pudimos atravesar por donde es más reducido.
-¿Y te gustó, Octavia?
-Muchísimo. Nunca he visto tantos cipreses ni tan viejos y grandes; se percibe allí como un olor de antigüedad.
-Conmigo has de ir para verlo todo, inclusive la casa, cuyos techos, zócalos, puertas y muebles están labrados de la hermosa madera de esos árboles. El dueño es grande amigo mío; mancebo romántico, hastiado como un inglés... ¿Y reparaste en la hija del guarda?
-A nadie vimos.
-No hay en el contorno moza de tanto donaire... ¿no es verdad, señor cura?
-¡Pero don Eduardo de mi alma! -prorrumpió atribulándose el sacerdote.
-No tanto susto, padre; que ella misma me dijo que era su hija de confesión.
-¡Y nada más, señor! -Y del cordero frito que le ofrecían púsose media sesada y tres costillas.
La señora del juez no quiso cordero.
-Hija, hija -suspiró el marido e imitó al presbítero.
-Quisiera yo -dijo Esteban con risa contrahecha- que no se hiciese padecer a nuestro amado párroco ni a esta señora...
-¡Pero, si todo lo hice por regocijar la mesa! -Y lo pronunció don Eduardo mostrándose serio y herido del advertimiento; aunque sus ojos retozaban de malicia.
Esteban pidió a Octavia que desagraviase al señor tío, añadiendo que lo que dijo fue para impedir el sufrimiento de algunas almas justas y medrosas.
-¿Casado, y sigues con tus inocencias de antaño?
-¡Oh, no son inocencias, tío Eduardo, sino verdadera doctrina que ha de leer en mi libro próximo!
-¡Obra de santa eficacia! -murmuró el señor capellán apurando el oro de su copa.
-¿Ya le conoce usted? -preguntole don Eduardo.
-Algunas páginas que tuvo don Esteban la benevolencia de leerme.
-¿Y tú, Octavia, también escuchaste las filosofías de tu marido? ¡Y recién casados! ¿Qué guardáis, entonces, para la vejez?
Octavia inclinó la mirada sonriendo, sus pálidas manos, descansadas sobre la mesa, se teñían y alumbraban del iris y grana que producía el sol penetrando una copa de agua y un frasco de vino color de cerezas.
-¡Cuánto has de aburrirte, hija mía!
El eclesiástico dijo que le admiraba cómo siendo don Eduardo de generosos sentimientos, hacía burla y oposición a la doctrina del sobrino.
-¿Es posible saberla? -preguntó el juez.
-Fácilmente: mi sobrino nos arranca el odio y toda malquerencia, o al menos pretende quitarnos esos movimientos de nuestro ánimo, que algunas veces son muy saludables. ¡Y casi no se atrevió a tanto el mismo Jesucristo!
-¡Tío, tío!
-Pues yo -dijo gravemente el juez- comulgo el parecer de don Eduardo.
Su esposa le vertió su mirada de iracundia y espanto.
Sirvieron un corpulento y rubio capón.
-¡Oh, usted no es para mi sostén ni argumento -repuso el viejo caballero-, porque solo sabe de la humanidad codificada!
Esteban sonrió balanceando genialmente su cabeza.
-Mi buen tío: el odio, además de ser un enemigo vituperable del hombre, es sencillamente innecesario y opuesto a nuestra condición.
Sonó la estrepitosa risa del tío Eduardo.
-¡Pero, hijo mío! La criatura que va a la escuela, hay momentos en que ya aborrece al señor maestro por dulce y manso que éste sea; el más virtuoso varón que viaja en un tren, odia al nuevo viajero que le quita el sueño y le obliga a estrecharse. ¿No te parece, Octavia; o es que en vuestro viaje de novios no subió nadie a vuestro departamento?
La frente y las pálidas mejillas de Octavia se encendieron de rubor bellísimo.
-Créeme, Esteban; y usted, bienaventurado presbítero, créame también. No es pecado pinchar de cuando en cuando. Estas abejitas que antes chupaban de lo más íntimo de nuestras flores, labran mieles riquísimas, pero, si nos acercamos, pican más que las lenguas de algunas devotas de su parroquia.
Prosiguiera don Eduardo, pero vio que entraban las compotas y fuentes profundas de dulces de leche y bizcochadas de almendra. Y antes de beber los licores y champaña, dispuso que se avisase al señor del huerto de los cipreses para que participase de los postres y trajese novedad a la plática.
Luego vino el nuevo invitado. Era un hombre alto y pálido, rubio y de labios bermejos; vestía con esa descuidada elegancia que hace adivinar la que puede ostentarse cambiando de escenario campesino al de opulencia y cortesanía.
-¡Ahora -gritó don Eduardo- bebamos por los novios!
Así lo hicieron todos alborozadamente.
Hablaron de la vida azarosa y galante del caballero de los cipreses; y Octavia bebió con avidez el cuento de sus aventuras, viajes y tristezas.
Tío Eduardo, maligno y risueño, le deslizó a Esteban:
-Paréceme que a tu mujer le gusta más lo que hace mi vecino que tus santas y graves filosofías.
El esposo se estremeció hasta los profundos de su alma y fijó su mirada en los aludidos.
Octavia alababa lo romántico, nuevo y aromoso del bosque de cipreses. Y su dueño, contemplándola dentro de sus ojos, dijo de las umbrías de laureles y rosales ayuntados con aquellos árboles; y acabó ofreciéndole:
-Esperemos que decline el sol, y yo la guiaré... les guiaré -se corrigió a sí mismo con presteza- por los valles y laberintos de mi jardín.
-¡Imposible, hoy! -prorrumpió trémulo y pálido el esposo.
El otro sonrió heladamente.
Don Eduardo se apartó con el sobrino, fingiendo que se asomaban a contemplar la tarde.
-¿Qué te parece mi vecino? Es hombre cultísimo, interesante y hasta hermoso -Y diciéndolo, recibió la mirada de agravio y de odio de Esteban.
-¡Es hombre ridículo, fatuo, repugnante!
-¡Por Dios sobrino mío! ¿Y tu libro curándonos del odio?
El «padre rastrojo» se allegó pidiéndole que le anticipase más de su obra maravillosa, y quedó espantado de la contestación de don Esteban, que no puede copiar el cronista de esta comida en regocijo y celebración de su casamiento.
Cuando todos se despidieron, tío Eduardo murmuró al oído de Octavia:
-Me lo trajiste filósofo, y yo te lo devuelvo marido. |