Por las tardes, las grandes, claras y olorosas tardes estivales, salimos al purísimo oreo de las calles y de los campos, y el alma, asomada a los ojos, no creyéndose sujeta, vuela gozosamente por el azul.
Entonces hay un sereno alborozo en todos los hombres y los vemos hermanos, y todas las mujeres son beldades, sencillas, aladas, y todas las pequeñas criaturas, dechados de gracia y gentileza. Entonces, si de las hondas raíces de nuestra vida nos sube un estremecimiento de tristeza, llega a la faz del alma como flor de tristeza, bendita y suave flor que gustaría a su más grande enemigo el señor de Montaigne.
Yo no niego que un plieguecito firmado por un mercader a quien debamos dinero nos reduce y quita la mirada de toda contemplación buena y deleitosa, que ya dijo San Juan Clímaco que es imposible mirar con un mismo ojo al cielo y la tierra. Pero no pensemos en lo ruin, sino regocijémonos, que ahora estamos asomados a la tarde, inmensa, transparente, dulcificadora, y en todo nos parece ver nuestra alma, nuestra vida muy intensa, encandecida como ala blanca, trémula y resplandeciente de sol. ¡Nos hemos desnudado de dolores y groseras pesadumbres!
De los paseos provincianos sale como una voz de alegrías y fragancias que nos atrae. Están floridos y opulentos de verdores nuevos, frescos y rociados. Los viales de acacias y de árboles del paraíso tejen ámbito oloroso. Las madreselvas, los rosales, las azucenas y aun los olmos añosos de fronda reciente y las matas humildes hijas de la lluvia, nos incensan voluptuosidad, inocencia, contento y fortaleza.
Mas la grava de los senderos cruje, y aparece un guarda malhumorado y seco, en cuyo sombrero raído brilla el pobre azófar de su insignia de custodio. Y este hombre, de catadura oficial, esquiva y triste, nos recuerda disciplina, ordenanza y Concejos... ¡Oh, la pobrecita alma se va desjugando de sus mieles, por un buen hombre que, no habiendo menester de jornal, le tendría sin cuidado todo el Ayuntamiento y aun el mismo jardín que tanto nos agrada!
Los ruiseñores de los olmos, la alegría de los macizos, el ambiente aromoso, la gloria del azul, nos llevan a imaginar un mundo florido, infantil, virginal. Ahora, los rincones de esos huertos-paseos parecen altares. Y los templos, jardines. ¿No sería acierto de belleza y santidad que en estos meses primaverales de rosas, de sembrados y frutos maduros, de alegría y amor, descansaran los señores presbíteros y canónigos de su ministerio y los ejercieran vírgenes como lirios, leves como nubes, místicas y novias, que sintiesen en su alma abrirse las azucenas de María y temblar la llama venturosa del corazón de Jesús y del amado? Pero esto es simpleza mía. Sigan los graves canónigos. Y yo me aparto para que entre un poeta al jardín provinciano.
Poeta que olvida sus ansias, ganando del júbilo de la tarde. Bajo las acacias, un grupo dichoso de doncellas enmudeció al verle. Pasó el artista llevándose la sensación íntima, acariciadora, de dos ojos de oro profundo y suave de la más gentil de todas. ¡Hubiérale dicho él de sus quimeras de gloria! ¡Hubiérale besado, protegido por el verde palio de los árboles! Y ni siquiera rindió el saludo a la desconocida que le había entregado su mirada.
Lejos, en un banco, descansa el poeta, saboreando el sosiego del retiro, por donde resbalan canciones de pájaros, palabras de mujeres y risas de niños.
Después las doncellas pasan a su lado; se detienen junto al estanque de aguas dormidas y verdes, y los mismos ojos dorados le contemplan, y la santa y fuerte vida de primavera ha penetrado y florecido en sus corazones como gracia del Señor.
Llegada la noche se apartan.
...Y se ha apagado el gozoso incendio del estío; y ha caído la lluvia de oro del otoño; y la tierra, los horizontes, las cumbres se reducen bajo largas nieblas.
El poeta escucha y sufre sus ansiedades en la soledad; y se mezcla y disipa su corazón en el bullicio de las gentes; y se exprime su alma, y de ella ha huido como santa golondrina la dulce memoria de la doncella que le diera sus ojos.
Pero otro estío ha triunfado.
Y en tarde clara, grande y aromosa, el poeta, que ya ha gustado la flor divina del loto de la gloria, entra distraídamente al dichoso retiro del jardín provinciano.
Salen del templo vecino bandadas de vírgenes; y un grupo que esparce los trinos de sus risas, pasa al lado del solitario. Y el hombre se estremece de ventura recibiendo en sus ojos la mirada de la olvidada mujer.
El ruido y frescura de los árboles, el azul de la tarde, el olor de rosas y acacias, de hierbas tiernecitas y de la tierra regada, todo qué santo, magno y deleitoso parecéis al alma del artista amado... ¡Y singularmente por ser artista!
Y aconteció que pudieron hablar, amparados por los árboles floridos, y él la llamó su elegida, su adivinada.
-¡Oh, me conociste y amaste, poeta! ¡Poeta, el hombre más digno de amar y ser amado!
Ella le susurró, desfalleciendo de íntimas dulzuras:
-Yo no supe ni pensé quién fueras, y amé. Y te hubiese querido siendo el más ignorado y plebeyo de los hombres.
Y el artista se entristeció dolorosamente y la espina del orgullo sangró su corazón.
¡Oh pobre hombre que «eres como la grulla que se para en un pie por miedo que se sumirá la tierra con ella; et como el gusano que está todavía entre los terrones e non se farta de tierra et está siempre fambriento por miedo que le fallecerá la tierra et quedará sin vito; et como el murciélago que vuela de noche et se asconde de día porque cuida que non ha ave tan fermosa, et ha miedo que lo tomarán los homes et lo pondrán en jávola».
Pesar de criatura por envanecimiento, ¡quítate de nosotros!
El poeta se resigna y alegra por eficacia de filosofías y exclama:
-¡Ruin de mí que me tuve por amado solo porque me acarició la gloria, y es la misma vida quien ungió mi frente, la vida grande y toda, y ella, y no yo, el poeta glorificador y eterno que me hizo amante y amado!
Y entonces, sencillo y dichoso, besó a la mujer. |