Hay en la comarca levantina una aldea nacida en el piadoso abrigo y regazo de un santuario de grande renombre y devoción, puesto bajo la custodia de monjas, me parece que clarisas. Siempre que yo pasaba junto a sus muros, mis ojos quedaban prendidos en las espesas celosías del monasterio, y no por designio sacrílego, ni de martelo de galán de monjas, como «don Pablos», sino imaginando solo la mística vida de las esposas del Señor.
Una tarde entré en la iglesia del convento. Estaba solitaria y apagada. Muy despacio, sin que mis pisadas hiciesen ruido en las viejas baldosas, acerqueme a la red por donde las hermanas confiesan y reciben el pan de la gracia. Era una reja toda erizada de lanzas castificadoras. Y entre esa prisión pasó, huyendo, una silueta femenina, leve y rápida como una sagrada paloma.
Estuve a punto de gritarle que abriese para mirarla devotamente. Cuando salía levanté la mirada y vi en el coro otra sombra de mujer, prosternada, rezando. Encima cruzaba un haz de sol tamizado de azul por la vidriera.
Mi pensamiento, toda mi ánima se recogía enternecida y medrosa y todo del siglo, pensaba que siquiera en el que yo pise y habite nada más haya que pobres malicias provincianas. Y teniendo alzados los ojos, como los arrobados ascetas, hallé que una punta de arco y su base amenazaban derrumbamiento.
Supe de algunos aldeanos que ya habían dado aviso. Yo era cronista, y también dije el peligro. Fui muy hipócrita; pues del ajeno riesgo no me cuidaba mucho, antes lo apetecí grandísimo para que, temiéndolo los seglares y eclesiásticos, debajo de cuyo gobierno vivimos, ordenasen la entrada en el monasterio.
Confiaba que, por mi privanza con esos ilustres varones, me llevarían en su visita, logrando de este modo sumergirme en la rara y mística fragancia del claustro. Como así fue. Pero como entonces viniese a Alicante nuestra católica majestad el señor don Alfonso XIII, no para reunir Cortes, sino para darnos su real parabién por la dulzura y templanza de este suelo, no tuvo cumplimiento mi gusto, del que yo también me distraje, porque habiendo de escribir la crónica de la llegada de su majestad, con distinto estilo del que emplea don Francesillo de Zúñiga cuando hace la del arribo a España del señor don Carlos V, apresteme a recoger noticias de agasajos, alborozos, fiestas y pleitesías. No ocultaré a la posteridad en mi futuro libro que, pasando el rey para ir a un sarao, tuve que apartarme y me destoqué, y a su majestad le plugo sonreírme, de lo que yo quedé muy agradecido. Vuelto el rey a la corte y acabado todo bullicio y esplendor de festejos y ceremonias, decidiose que fuésemos al monasterio aldeano.
En el cancel del templo recibionos el señor capellán de las monjas, un hombrecito muy amarillo y huesudo, la tonsura hirsuta y en sus manos un gorrillo de terciopelo, blando, bisunto, de borlita mustia. Después que miramos las hiendas del arco y cornisa, dijo el arquitecto que era urgente subir al monasterio para saber el origen de ese mal de la fábrica. Alborotose el eclesiástico. Fuimos al locutorio, tiramos del cordel de la esquila, que aleteó asustada, y acudió la tornera, saludándonos con las palabras del ángel.
En seguida vino la priora; su voz era de apenada y enferma. Sentimos mucha lástima. Nos pidió juramento de que rompíamos la clausura por bien de la orden y menester preciso. Y juramos. Avisonos que si pasábamos con otra intención o innecesariamente cometeríamos pecado mortal. Dijimos que bueno. Ella quiso escrupulosa noticia de cuántos y cómo éramos los visitadores, y nos miraba muy bien detrás del rallo, y estaba escondida para nosotros.
El más autorizado de la Junta allegose a la reja y platicó largamente. Después, a hurto del capellán, me dijo que aparentase ser técnico, pues solo así entraría.
Fuimos al portal. Hubo recio estruendo de cerrojos y cadenas. Se abrieron unas puertas ferradas, y en lo hondo de un vestíbulo umbroso hallamos otras; luego, un angosto pasadizo; y aquí, sobre la luz cansada de los claustros, se perfilaban tres religiosas. Traían sayal de jerga azul; el velo, negro y repulgado; el calzado, alpargatas blancas. Era la prelada gordezuela, blanda y vieja; la clavaria, menuda y fina; y la celadora, monja maciza, que tañía una campanita para que todas se ocultasen en las celdas de esta colmena mística.
De nuevo nos exigieron juramento. Despidiose el capellán, pues nos dijo que a él solo le era dado romper la clausura en caso de muerte de alguna religiosa.
El claustro más parecía patio de una casa hidalga y manchega. Había en medio un pozo rodeado de macetas, y, como un símbolo de castidad, florecía un lirio blanco. Cerca, saltaba un gato con mucho donaire.
-¡Gato aquí!
Las hermanas sonrieron trémulamente. Y fueron sus sonrisas quejumbrosas como un rezo de coro.
En una alta ventana apareció la pálida mano de una monja desmenuzando pan. El gato hizo graciosas cabriolas, viendo el agasajo. La celadora tocó la esquilita con angustioso apresuramiento, y cerrose la reja.
La soledad, la profunda quietud, el silencio, silencio de muros de mansión que no tiene la grandeza del silencio de las cumbres, ni la compañía y los gustosos rumores del silencio campesino; el habla cansada y medrosa de la priora; el tañido de la campanilla que anunciaba nuestra invasión, y el ver las estancias abandonadas por nuestra presencia, todo hizo que mi ánima se conmoviese de piedad y remordimientos. Aquietome, en parte, que, pasando un profundo corredor, volví de súbito los ojos y hallé que a nuestra espalda se abrían las puertas de las celdas y asomaban las cabecitas monjiles. ¿No dejaría nuestra presencia un grato olor del temido siglo, un rastro de amenidad en las frías baldosas?
En otra crujía vi arcaces viejos, cofres de piel de cabra.
-«Ni tengan arca ni arquilla, ni cajón ni alacenas» -ordenó Santa Teresa a sus hijas.
-Tampoco nosotras lo tenemos -murmuró la prelada-; que estas arcas son las que trajeron las hermanas cuando vinieron del mundo. En mucho seguimos las constituciones de la santa madre, aunque fuese de diferente regla.
Y diciendo de la suya, yo les recordé aquellas donosas palabras:
«Salidas de comer podrá la madre priora dispensar que todas juntas puedan hablar de aquello que más gusto les diera, como no sean cosas fuera del trato que ha de tener la buena religiosa y tengan todas allí sus ruecas y labores. Juego en ninguna manera se permita, que el Señor dará gracias a algunas, para que den recreación a otras».
¿Qué hermana sería aquí la dotada de celestiales agudezas?
Acaso la clavaria, que juzgamos de escasa edad por su talle gentilísimo y su voz dulce y cálida. Se lo dijimos. Y desde este requiebro advertí que retardó su paso y fue siempre zaguera y apartada, y que, de trecho en trecho, sus tocas aleteaban y se abatía como un pájaro herido y besaba el suelo, tal vez penitenciándose por haber escuchado nuestras palabras con demasiada complacencia, quizá para purificar las losas de nuestras pisadas.
Pues llegados al coro todos se pusieron a mirar el arco y la pilastra. Yo vi un arcón de roble junto al órgano y los estalos, y fui con la clavaria para mejor mirarlo, porque supe que dentro había una prelada muerta desde 1808, y todavía incorrupta.
-Ha sido beatificada, y su cuerpo da fragancia milagrosa.
En seguida pedí verla y olerla. Pero el señor que presidía la Junta visitadora, llevándome aparte, me dijo con recio enojo: «Que hiciese el... (aquí una mala palabra) favor de fingir, al menos, que miraba las paredes y anotaba y diseñaba algo. Que la Madre murmuraba de mí viéndome distraído. Que él me había defendido diciendo que yo era muy devoto y curioso de cosas santas».
Yo le contesté.
-He logrado verle la cara a la hermana clavaria...
-¿De veras? ¿Y qué tal es? -Y luego se deshizo el enojo del señor presidente.
Sí que era verdad que la viera, porque aparentando no descubrir el epitafio entre los rotos aljezones del muro, ella se había desvelado inocentemente.
De nuevo en los claustros, vino a mi lado la prelada, y con blanda vocecita me pidió que no olvidase esta santa mansión, pues ya estaba enterada del mucho aprecio en que me tenía Su Majestad.
Yo, entonces, recordando el paso de don Alfonso XIII y su rápida sonrisa, repuse (no niego que con ufanía), «que vamos... que no tanto... que yo era muy humilde y no creía en esa real estima».
-¡Oh, humildes los prefiere Su Majestad! -dijo la Madre, y llamó a la celadora.
-Diga, dígale cuánto sabemos del favor que le dispensa Su Majestad.
Y la de la esquilita, sin dejar de tocarla, suspiró:
-¡Ay, sí! ¡Bien ha de agradecer las altas mercedes!
Sonreí moderadamente, diciéndoles:
-¡Oh, no crean; vivo muy apartado. Yo, ¡qué valgo!
-Su Majestad le quiere, y basta.
Y como estas santas mujeres suelen escudriñar y saber los más escondidos designios de los príncipes, pensé si no sería yo un apocado, un antojadizo de humildades y en el fondo, hombre capaz de grandes empresas, descubierto por el rey.
Entonces me conmoví de voluptuosa tristeza, resignándome a salir de mi retraimiento y ser varón áulico y encumbrado.
Antes de marcharnos quisieron las monjitas que viésemos el huerto. Era pequeño, umbroso, fragante de jazmines.
Yo arranqué un pomo de esas flores, guardándolo como perfumada reliquia de las esposas del Señor, prometiéndome favorecer el monasterio cuando llegase al regio valimiento.
No supe lo que dictaminó el arquitecto de las hiendas de la iglesia.
* * *
Poco tiempo después, los señores diputados lugareños, corazones abrasados en la llama del amor provincial, se dijeron: «Ministremos la hacienda que nos han encomendado de manera honrada, fuerte, patriótica». Y me dejaron cesante del cargo de cronista.
Mohíno y lacio por mi desventura me lamenté y plañí delante de una tía mía, dinástica y rancia devota. Todo se lo conté, y ella escandalizose de mi entrada en el convento, considerándola ilícita y sacrílega. Pero es piadosa y perdonó luego mi pecado. Y cuando le dije lo de Su Majestad, la señora exclamó sonriendo:
-Pero ¿qué dices, ni qué piensas? ¡Mira que la Madre no te hablaba del rey don Alfonso, sino del Rey del cielo! ¡Su Majestad quiere decir Dios!
Quedé espantado.
-¿De modo que... no es don Alfonso? ¡Y qué sandio estuve!... Pero, ¡tampoco Su Divina Majestad cuidó mucho de mi suerte! ¡Ya ves que estoy cesante!
-¡Hijo! ¿Y crees y tomas a los diputados provinciales por el verbo de Nuestro Señor?
-¡Ay, tía, no; no son el Verbo! |