Richard Middleton

Richard Middleton

"En el camino de Brighton"

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Música: Debussy - Images Book 2, no. 3 "Poissons d'or"
 

En el camino de Brighton
     

El sol había ascendido lentamente sobre las blancas colinas hasta que apareció con algo del misterioso ritual del amanecer sobre un mundo brillante de nieve. Una fuerte helada había caído por la noche, y los pájaros, que saltaban de un lado a otro con escasa tolerancia de la vida, no dejaban huellas de su paso en los plateados caminos. En algunos lugares, las abrigadas cavernas de los setos mitigaban la monotonía de la blancura que había caído sobre la coloreada tierra, y arriba el naranja del cielo se fundía en un azul oscuro y del azul oscuro cambiaba a un azul tan pálido como si más que un espacio ilimitado fuera una tenue pantalla de papel. Un viento frío y silencioso soplaba de los campos, arrancando a los árboles un fino polvillo de nieve, pero sin alcanzar a mover los pesados setos. Una vez superado el horizonte, el sol pareció ascender con más rapidez, y a medida que se elevaba, su calor luchaba con la gelidez del viento.

Quizá haya sido esta extraña alternancia de calor y frío lo que arrancó al vagabundo de sus sueños; lo cierto es que forcejeó un instante con la nieve que lo cubría, como un hombre que se revuelve incómodo entre las sábanas, y después se sentó con los ojos abiertos e interrogantes.

-¡Cielos! Pensé que estaba en la cama -dijo para sus adentros, observando el desnudo paisaje-, y en realidad no me he movido de aquí. Estiró sus extremidades, y levantándose cuidadosamente se sacudió la nieve que le cubría el cuerpo. El viento lo hizo tiritar, y comprendió entonces que su lecho había sido tibio.

"Vamos, me siento bastante bien -pensó-. Supongo que es una suerte haber despertado. O una desgracia… no es demasiado agradable volver al mundo." Alzó la vista y vio las colinas que resplandecían contra lo azul como los Alpes en una tarjeta postal. "Esto significa, si no me equivoco – prosiguió lúgubremente- que aún debo marchar unas cuarenta millas. Sabe Dios lo que anduve ayer. Caminé hasta sentirme exhausto, y sin embargo no me habré alejado más de doce millas de Brighton. ¡Maldita sea la nieve, maldito Brighton, maldito todo el mundo!" El sol subía cada vez más y más, y él comenzó a andar pacientemente a lo largo del camino, dando la espalda a las colinas.

"¿Me causa alegría o tristeza saber que fue sólo el sueño quien se apoderó de mí, alegría o tristeza, alegría o tristeza?" Sus pensamientos parecían ordenarse en un acompañamiento métrico al ritmo constante de sus pasos, y no se esforzó por hallar una respuesta a su pregunta. Era suficiente con caminar.

Ya había dejado atrás tres mojones en el camino cuando alcanzó a un muchacho que se agachaba para encender un cigarrillo. Iba sin abrigo y en aquel contorno de nieve parecía indeciblemente frágil. -¿Va usted por este camino, señor? –preguntó hoscamente el muchacho.

-Sí -respondió el vagabundo.

-Ah, entonces lo acompañaré un trecho, si no va usted demasiado rápido. Uno se siente solo a esta hora del día. El caminante asintió y el muchacho comenzó a andar, cojeando, a su lado.

-Tengo dieciocho años -dijo, como por azar-. Seguramente usted me habrá creído más joven.

-Quince, habría dicho yo.

-Habría sido perdedor. Dieciocho años el pasado agosto, y he estado en el camino seis años. Me escapé de casa cinco veces cuando era pequeño, y otras tantas me prendió la policía y me llevó de vuelta. La policía ha sido muy buena conmigo. Ahora no tengo casa de donde escapar.

-Yo tampoco -dijo tranquilamente el vagabundo.

-Oh, va sé lo que es usted -exclamó el muchacho, jadeante-. Usted es un caballero venido a menos. Para usted es más difícil que para mí. El vagabundo miró de soslayo la débil figura del joven que renqueaba a su lado, y aminoró el paso.

-No he caminado tanto como tú -admitió.

-No, se adivina por el modo como camina. Aún no se ha fatigado. ¿Quizá espera llegar a alguna parte?

El caminante reflexionó. -No sé -dijo amargamente. Siempre espero cosas.

-Ya perderá la costumbre -comentó el muchacho-. En Londres hace más calor, pero es más difícil hallar comida. En realidad, rara vez se encuentra algo.

-Pero siempre existe la posibilidad de encontrar allí alguien que comprenda…

-La gente del campo es mejor -comentó el muchacho-. Anoche arrendé por nada un granero y dormí con las vacas, y esta mañana el granjero me sacó de allí, pero me dio té y tocino porque me vio pequeño. Por supuesto, ésa es una ventaja; pero en Londres, sopa en el Embankment por la noche, y el resto del tiempo los policías lo echan a uno de todas partes.

-Yo me dejé caer anoche a la vera del camino y me quedé dormido. Es un milagro que no me haya muerto, dijo el vagabundo. El muchacho le lanzó una dura mirada.

-¿Cómo sabe que no se ha muerto? -dijo.

-No me parece- respondió el caminante después de una pausa.

-Pues yo le digo -exclamó el muchacho- que gente como nosotros no puede escapar de este tipo de cosas aunque queramos. Siempre hambrientos y sedientos, cansados como perros, caminando todo el tiempo. Y sin embargo, si alguien me ofrece trabajo y un hogar tranquilo, mi estómago se enferma. ¿Acaso parezco fuerte? Se que soy pequeño para mí edad, pero he estado deambulando así seis años, ¿y cree usted que no estoy muerto? Me ahogué mientras me bañaba en Margate, y un gitano me mató con una lanza; me atravesó la cabeza, y dos veces me helé como usted anoche, y en este mismo camino me destrozó un automóvil; y sin embargo, aquí me ve, caminando, caminando en dirección a Londres, para irme de Londres de nuevo caminando, porque no lo puedo evitar. ¡Muerto! Le digo que no podemos escapar aunque queramos.

El niño se interrumpió en un acceso de tos, y el vagabundo se detuvo a esperar que se recobrara.

– Sera mejor que te preste mi abrigo por un tiempo, Tommy -dijo: Tienes una tos muy fea.

-¡Váyase al diablo! -le gritó fieramente, chupando su cigarrillo-. Estoy perfectamente. Le estaba hablando del camino. Usted aún no lo sabe, pero lo descubrirá. Estamos todos muertos, todos los que vamos por el camino, y estamos todos cansados, pero por alguna razón no podemos dejarlo. En verano está el aire perfumado, el polvo y el heno y el viento le golpean a uno en la cara en los días cálidos; y es hermoso despertarse en la hierba húmeda en una límpida mañana. No sé, no sé… Súbitamente cayó hacia adelante, y el vagabundo lo tomó en sus brazos.

-Estoy enfermo -susurró el muchacho-, enfermo...

El vagabundo miró a un lado y a otro del camino, pero no vio casas ni señal alguna de vida. Sin embargo, cuando aún sostenía vacilante al muchacho en mitad del camino, un automóvil apareció de pronto en la distancia y se acercó suavemente sobre la nieve.

-¿Qué ocurre? -dijo quedadamente el conductor, deteniendo el automóvil-. Soy medico. Miró atentamente al muchacho y oyó su pesada respiración.

-Pulmonía -comentó-. Lo llevaré al hospital, y a usted también, si quiere.

El vagabundo pensó en el asilo para los pobres y meneó la cabeza. -Prefiero ir a pie -dijo.

El muchacho le hizo un guiño apenas perceptible mientras lo subían al automóvil.

-Nos encontraremos más allá de Reigate – murmuró-. Ya verá. Y el automóvil se desvaneció por la blanca carretera.

Toda la mañana anduvo el vagabundo chapoteando sobre la nieve fundida, pero al mediodía pidió un mendrugo en una choza y entró en un solitario granero para comerlo. Allí hacía calor, y después de comer se quedó dormido entre el heno. Estaba todo oscuro cuando despertó y empezó a andar una vez más por los anegados caminos.

Dos millas más allá de Reigate, una figura, una frágil figura, salió de la oscuridad a su encuentro.

-¿Va por este camino, señor? -dijo una voz ronca-. Entonces lo acompanaré un trecho, si no anda usted demasiado rápido. Uno se siente solo caminando a esta hora del día.

-¡Pero, la pulmonía…! -exclamó el vagabundo, aterrado.

-Morí en Crawley esta mañana -dijo el muchacho.

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