Rosario echó sobre sus hombros el mantón alfombrado; luego anudóse con gracia, bajo la barbilla redonda, el pañuelo blanco de seda.
—¿Qué tal, nenín?—dijo.—Y plantándose ante el espejo se arrebujó con garbo.
Antonio la miraba embobado.
—Sosón, ¿no dices nada?
Se oyó un beso furioso y una risa nerviosa de mujer.
—Burro, más que burro.
Rosario, chispeantes los ojos, rechazó a su amante, que tambaleándose fue a caer sobre el diván, frontero al espejo.
— Me has descompuesto.—Y los dedos, sabios en coquetería, blancos y finos, se escondieron entre los negros rizos, arreglaron pulcramente las arrugas del pañuelo...
A Rosario le encantaba la escapatoria nocturna. Iría como una chula, apretadita contra su hombre, taconeando firme, recatando la cara entre la seda del pañolillo. Los nocherniegos amigotes de Antonio, al ver a la pareja, pensarían para sus adentros: «Bah; aventura de bajo vuelo.» Y ella sofocaría su risa gozosa de engañar, de mentir, de cambiar aparentemente de medio.
Salieron de puntillas, sigilosos. Antonio descorrió el cenojo, que chirrió ligeramente. Se detuvieron asustados. ¿Lo habrían oído?
Un momento escucharon en la obscuridad de la antesala.
Nada; el crugido de un mueble, el rodar lejano de un coche por las piedras heladas de la calle; el isócrono tic-tac del reloj del pasillo.
Estaban tan juntos, que el aliento perfumado de Rosario se le entraba a Antonio por la boca embriagándole, inundándole de delicia. Un avance ligerísimo y los labios se apretaron apasionada y largamente. La puerta se abrió silenciosa y el llavín giró sin ruido.
Antonio tanteó, extendidas las manos, hasta topar con la barandilla de la escalera. Rosario se colgó de su brazo.
Ya en la puerta se detuvieron. Ella dijo:
—Calla; a ver si se oyen los pasos del sereno.
En la calle una voz gritó: ¡Pepeeee!...
— Ya estamos seguros. Le han llamada lejos de aquí.
Al través de la puerta se escuchó el tintineo de las llaves que el vigilante nocturno sonaba en su carrera.
— Abre, ahora.
Antonio abrió. Comenzaba a disiparse la niebla que cayera en las primeras horas, y por entre su rasgado velo rojizo fulguraban algunas estrellas. Había arreciado el frío. En las aceras húmedas, temblaba reflejándose la luz de los faroles, que aún se aureolaban con rezagados jirones de bruma.
Antonio se embozó en la capa. Rosario, estremecida, apretó el mantón. Y caminaron ligeros.
Cruzaron varias calles desiertas, resonantes con el rumor de sus pasos. Bajo los faroles de las esquinas algunas mujeres, arrecidas por la espera, golpeaban las losas con los pies pulcramente calzados.
Rosario tuvo compasión:
—¡Pobrecillas! ¡estarán heladas!
Y el pensamiento la hizo tiritar.
Antonio sintió en su brazo el temblor, y amoroso cogió entre sus manos fuertes la mano adorada; subióla hasta sus labios, por debajo del embozo, y la llenó de besos. Los ojos de Rosario, verdes, esmeraldinos, se encendieron con un chispear de malicia.
—Cuántas veces habrás venido como esta noche, pero con una chula de veras, ¿no es verdad, granuja?
—Te juro que no—respondió el galán, con fuego, arrebatadamente.
— Para qué jurar en falso. Si lo comprendo. Yo en tu pellejo...
No concluyó. La detuvo un estrépito horrísono.
Un borracho zigzagueaba sobre los adoquines, aporreando una lata vacía. Iba solo. De cuando en cuando se apoyaba en la pared, babeaba confusas palabrotas y rompía a cantar, con voz aguardentosa, villancicos soeces.
La religiosidad del espíritu aristocrático y femenino repelió la grosera irreverencia.
— Vamos deprisa, no quiero oir a ese bruto.
Pero el bruto, en una exaltación de la borrachera, berreaba como un energúmeno, exornando la canción con un nutrido repertorio de interjecciones y blasfemias.
Como víspera de Reyes, en las calles afluentes a la Puerta del Sol, los vendedores ambulantes pregonaban la baratura de última hora.
Las muñecas alineaban en grandes cestos sus caritas mofletudas, sus claros ojos inexpresivos, sus bucles rubios de estopa, vestidas con camisillas blancas, con trajecillos encarnados, rosas y azules.
La niña que aleteaba dentro de Rosario se encaprichó con el juguete y suplicó mimosa:
— Antonio, anda, compra a tu niña una muñeca.
Antonio se inclinó sobre la mercancía; pero la tufarada humosa y pestilente de la candileja de hojade!ata izada en un palo, sobre la cesta, le hizo incorporarse tosiendo.
—¡Uf, qué peste!
El vendedor, solícito, mostraba el género: «Todo de lo bueno, mejor y más barato que en los bazares; muñecas que cerraban los ojos, que decían papá y mamá...-»
Rosario escogió la peor: una pepona tosca, feamente pintada, con una burda camisa y disformes piernas rellenas de serrín.
Siguieron calle abajo, ensordecidos por la algarabía de los pregones. Antonio iba inquieto. Ya se había topado con algunos antiguos compañeros de correrías, que al verle pasar le saludaron con los ojos irónicamente. De un grupo brotaron risitas, y vaga llegó hasta sus oídos la palabra golfa.
El enamorado sintió el golpe en el corazón. ¡Golfa!... Tentado estuvo de despojar a su amante de los atavíos encubridores y mostrarla a los aburridos juerguistas en su envidiada y espléndida hermosura. Y decirles: «Esta golfa es Rosario, ¿no la conocéis? La mujer que codiciáis todos... Y es mía, mía, mía...»
Rosario, por el estremecimiento involuntario de Antonio, coligió lo que en su espíritu pasaba. Y mirándole fijamente a los ojos, murmuró muy cerca de su boca:
—¿No tienen razón? ¿No soy y o más golfa que todas las golfas?
Antonio mordió el embozo grana de su capa chula, y apretó con fuerza el brazo de la mujer.
—Ten cuidado que me vas a aplastar el niño.
Y con un mohín delicioso besó a la muñeca, que acomodaba maternalmente contra su pecho, dentro del calorcillo del mantón.
— Es nuestro hijo; ¿no le besas? Y al ver que Antonio, obediente, con emoción viva, se inclinaba paternal sobre la pepona, rió con risa cristalina y fresca.
— ¡Qué tontería!
Y se estrecharon felices.
Había que cumplir el programa discutido y saboreado de antemano en el tocadorcito de ella. La idea de la cena en el colmado le encantaba a Rosario. Tenía el dejo picante de lo prohibido, aquel punto sabroso que da el peligro a las aventuras arriscadas. Tantas veces, de soltera, había oído a su hermano Manolo: «Anoche estuvimos en Fornos, Zutano y Mengano... El pote de La Central estaba riquísimo... Nos reunimos en la Viña a la salida del teatro... ¡Oh, las judías de casa de la Concha!...»
Su mismo marido mil veces le había hablado de esas inocentes francachelas pagadas a escote, sosas y aburridas, sin mujeres por lo general, de hombres solos, que se arrastraban lánguidamente hasta que el sol salía. Se internaron por el callejoncito de San Ricardo, sucio y maloliente. No quedaba más recurso que La Central. Fornos y La Viña estaban cerrados a esas horas. Doblaron la esquina. Antonio golpeó con los nudillos en la puerta cerrada del colmado. Desde dentro una voz preguntó:
—¿Quién llama?
— Soy yo, Pepe, abre.
Entreabrióse la puerta y un hombrachón en mangas de camisa, a pesar de la temperatura, saludó con risueña humildad.
—Pase usted, D. Antonio, y la compañía.
Una vaharada espesa, de tabaco malo, de aceite frito y de comida fría asqueó el estómago delicado de la aristócrata. Pero se repuso, alzóse el rebocillo de! mantón, se arregló el pañolillo de seda, ocultando los rizos indiscretos, y entró resuelta.
Con plebeya cortesía, el hombrachón los condujo hasta el estrecho pasillo que dividía los compartimentos de madera de la planta baja. Los gabinetitos del entresuelo estaban ocupados, y tendrían que resignarse con el único vacío de los de abajo.
— Y gracias, D. Antonio. Acaba de desocuparse. Esta es noche de gente.
Rosario había pasado por el recinto de la taberna casi sin mirar. Su llegada fue inadvertida para muchos de los habituales, que en las mesas del fondo hablaban perezosamente, envueltos en una atmósfera de humo y de vino. Eran señoritos achulados, menores precoces y pájaros de cuenta, ganchos de la usura que ejercían su oficio con aquella afectada, simpática llaneza del picaro moderno. También algún periodista que se refugiaba en aquél único lugar abierto al estómago desfallecido, en las altas horas, y aprendices de literato, pobres muchachos que de no acogerse al calorcillo mal sano del colmado, habrían de vagar, víctimas de su espejismo bohemio, por las calles heladas, hasta que apagaran los faroles.
Una voz que saludó a Antonio, hizo estremecer a Rosario.
—El granuja de Manolo—pensó.—Y perversa saboreaba el goce pecaminoso de aquel engaño fraternal. Porque ¿cómo había de figurarse que la chula que acompañaba a Antonio era su propia hermana? Ese Manolo era un grandísimo golfo.
Algo nerviosa dejóse caer sobre la dura silla del gabinetito, arrebujada, sin osar siquiera tocar el sedeño pañolillo que cubría su cabeza.
El camarero recogía los restos de la cena anterior. En un plato amontonó las sobras, vació en un vaso las cortinas que quedaban en los otros, y levantó el mantel, manchado de tomate, de grasa y de vino.
Rosario escogió los platos; calamares fritos y callos; lo que más extrañaba su estómago, hecho a las nonadas suculentas de comidas extranjerizadas.
No bien el mozo cerró la puertecilla, las manos de Antonio, con ansia temblorosa, entreabrieron el mantón de la mujer y bajaron hasta los hombros, suavemente redondeados, el pañolillo de seda. Enardecido la besó en la boca, en los ojos, cogió entre sus dientes los graciosos ricillos que guarnecían su nuca blanca y dulcísima.
—Déjame; no seas loco, que pueden oirnos.
Y la mujer, encendidas las esmeraldas de sus pupilas, miró al tabiquillo de madera que no llegaba al techo.
Antonio rió de buena gana. «¿Y qué si nos oyeran?» Buena era la gentecita que frecuentaba el establecimiento: No besos; groserías, palabrotas, soeces desvergüenzas, todo, todo lo habían escuchado aquellas maderas mal pintadas que los recluían en apartamiento delicioso.
Cenaron con apetito. Rosario, ya calmada su nerviosidad, rió y alborotó como una chiquilla traviesa. Antonio, aderezaba con besos apasionados, tácitos, todos los pasos de la cena. Algo le avergonzaba el recuerdo de las noches de borrachera, concluidas en aquel mismo gabinetito entre amigas y amigos, noches que al día siguiente le hacían despertar la cabeza pesada, asqueado el estómago y con un desprecio de sí mismo que sedimentaba pasos de tristeza y tedio en su espíritu, anheloso de algo más delicado y exquisito.
Los callos estaban tan picantes que a Rosario se le llenaron los ojos de lágrimas. Antonio no las dejó rodar; las bebió enloquecido en el borde de su frente deliciosa. Fue un momento de inconsciencia admirable. Allí mismo, en aquel cuartito estrecho, temiendo a cada instante la entrada del camarero, a dos pasos de su hermano... Rosario, lo pensaba temblorosa...
En el pasillo se oyó la voz de Manolo, entorpecida y pesada por el alcohol; chilló el pestillo del salón frontero. Poco después puntearon una guitarra. Cantaba una mujer y alguien acompañaba la copla golpeando con un vaso en el tablero de la mesa.
Y el garrotín
y el garrotán...
Una frase obscena de Manolo fue acogida con grandes carcajadas. Rosario enrojeció. Antonio se puso pálido.
Los interminables floreos del guitarrista terminaron francamente en un tango castizo, y escuchóse un taconeado fuerte y rítmico que hacía retemblar el piso.
Antonio meditaba. Aquel sinvergüenza de Manolo tenía mal vino y seguramente el ambiente de juerga habría de exaltar su brutalidad de alcohólico. Y qué menos que blasfemar, que insultar, que romper toda la cristalería y disparar un tiro de revólver.
Terminó el baile. Entre los aplausos disonaban las injurias de Manolo; luego un estrépito de sillas derribadas, de platos rotos, de botellas estrelladas.
Antonio se levantó nervioso. El camarero asomó a la puerta su sonrisa estúpida.
— No es nada; lo de todas las noches... Manolito.
Rosario le escuchó avergonzada, mientras Antonio arrojaba sobre sus hombros el pañolón alfombrado. Salieron precipitadamente. Ya en el pasillo sintieron a sus espaldas los pasos vacilantes y la palabra torpe de Manolo, que escupía recriminaciones tabernarias. «Aquélla... se las había de pagar. Él le iba a abofetear al... que le había desafiado.»
Rosario temblaba. La voz de su hermano la despertaba bruscamente de su sueño de libertad y amor. Comprendía la imprudencia de su escapatoria, el trance difícil en que se hallaba... Aferrándose a la manga de Antonio, casi le arrastró a la calle.
Varios amigos, conciliadores, habían detenido a Manolo, que al vacilar cayó pesadamente sobre un banquillo de la taberna, mientras el hombrachón de la camisa apresurábase a cerrar la hoja de la puertecilla. Rosario respiró al sentirse al aire libre. Habían apagado los faroles. Desvanecida la niebla brillaban las estrellas en el cielo frío. Soplaba el viento sutilísimo, precursor de la luz. Una faja indecisa blanqueaba allá por los altos del barrio de Salamanca. En la Puerta del Sol algunos golfos agrupábanse tiritando en torno de la tabla de un café ambulante. Algún «simón» rodaba s o noramente sobre el asfalto endurecido. Un olor desagradable a muladar quemado venía en las ráfagas del cierzo.
Rosario se estremecía dentro del mantón. Un remordimiento atarazaba la gracilidad de su espíritu tornadizo.
— ¿Se habrían enterado en casa? El ama Manuela, su ama, era muy madrugadora. Quizás el sereno la habría visto salir y fuera con el cuento a la portera. Acaso al entrar tropezaría con algún vecino trabajador de los sotabancos... ¡Y ese canalla de Manolol iQué sinvergüenza! Los camareros le llamaban Manolito... Su borrachera era un número del programa de todas las noches... ¡Valiente hermanito! Amargándole la vida a la madre, la pobre señora... ¿Y Luis...?
Al pensar en su marido, un hielo más frío que el soplo del cierzo serrano que pinchaba su cara, le paralizaba el corazón.
—¿Si hubiera vuelto?
La inconsciente, la frívola, se ahogaba de miedo; preveía la catástrofe amarga, inmensa, irremediable.
Y apretaba con invencible fuerza nerviosa el brazo de su amante.
Marchaban en silencio. En la puerta de una funeraria dos hombres, mal afeitados, siniestros a la luz del amanecer, cargaban en un carro los fúnebres atavíos. De la puerta entornada de una tahona escapábase una fragancia deliciosa de pan caliente, un aroma campesino de jara. Un sereno golpeaba fuertemente con su chuzo en la puerta de una carnicería. Algunos obreros tranviarios marchaban deprisa, envueltos en sus recios capotes. Un dependiente, con su mandilillo rayado de verde y negro, acomodaba en el umbral de una taberna la mesita con el aguardiente mañanero.
Antonio, meditaba dentro del embozo de su capa. Aquella mujer, ahora toda miedo y temor, casi despegada y fría, horas antes le había abrasado con el fuego de su pasión; aquella noche que se anunció como delicia acababa como tormento.
Llegaron. Él abrió sigilioso. Ella aturdida, sin acordarse del último beso, sin ver la mano tendida y la boca implorante, echó escalera arriba con silenciosa ligereza.
Antonio volvió a cerrar. Un momento quedóse indeciso, amargado. Una oleada de punzante tristeza subía arrolladora de su corazón de hombre. Soplaba un viento frío.
Luego echó calle abajo. En el solar frontero cantaba un gallo.
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