I
Cuando se alistó bajo la bandera tricolor apenas
fué desplegada en las llanuras del Camagüey, ya¡
tenía conquistada 'fama de bravo. Algunos mieses
antes del grito de Yara, la tarde de un domingo, ¡a
orillas del Hatibonico, cinco dragones, pesándose de
zumbáticos, se mofaron de él llamándole gallo ronco.
Acometió Fidel 'al grupo con ímpetu de toro, abrió
ambos brazos a compás y despatarró dos dragones,
de un 'mojicón liizo caer a otro panza al suelo, al
cuarto, de tm puñetazo de púgil, lo echó a rodar
como un tonel, haciéndole ver luminarias y quime-
ras de colores chillones, y al quinto, de una puñada,
le hizo manar dos caños de sangre por las ventanas
de la nariz. El salió ileso, sin un rasguño y como
esperara en Vano el desquite, acabó diciendo con
voz ronca y gentil arrogancia, como gallo que cam-
pa victorioso sobre el serrín ensangrentado de la,
valla :
— ¡Como éstos necesito veinte!
Fidel Céspedes tenía cerca de seis pies de altura,
casi una palma real; espaldas anchas y musculosas,
un parapeto de carne y hueso; su empuje y sus
fuerzas estaban en armonía con su aspecto y dimen-
siones; y era, además, de presencia airosa, de color
moreno mate, de ojos y cabellos negros, bigote cas-
taño, voz suavemente ronca, en el peligro inmutable
y frío como una mole de granito, en el ataque temerario y descabellado, en el cuartel humanitario, sen-
cillo, generoso. Hombre tan bien constituido, en quien
el valor era un producto de su organización privi-
legiada icomo la salud y la fuerza, fué ganando
grados sin 'grandes empeños, siguiendo a secas sus
naturales impulsos. Era teniente coronel cuando su
superior el brigadier Benítez, viendo una columna enemiga atravesar la sabana, le dijo:— Métase
por la cabeza y salga por la cola, que yo lo
apoyo.
Fidel Céspedes requirió los ari'eos de su caballo,
y volviéndose a sus treinta jinetes:
—¡Ojo a las monturas!— gritó.
Poco después Un oficial le decía:
—¡Todos listos!
—¡A ellos!— repitió Céspedes, clavando los acicates y desnudando el tajante acero.
Y al galope, a la cabeza de los treinta jinetes, arrolló la vanguardia enemiga, abriéndose camino por
entre ella como impetuosa y pujante piara de toros
corpulentos y bravios que embistiesen juntos con
íiero denuedo, derribando a estos, atropellando a
aquéllos, pisoteando a algunos y estrujando, embutiendo, atravesaron la columna por su eje, saliendo
todos ilesos por retaguardia sin perder un hombre,
un caballo ni una espuela.
Al acabar la jornada uno de los actores, soldado
obscuro, sillar vivo del pedestal en que se yergue
a los ojos de la posteridad el procer de la gloria,
asombrado de la proeza que él mismo había contri-
buido a realizar, exclamó:
—¡A pulso! Si cuentan esto en un libro no va a
ver quien lo crea.
II
Seguido de cinco jinetes volvía Fidel Céspedes de
las cercanías de Puerto Príncipe, de cuyos fuertes
estuvo a tiro de fusil, encaminándose a un cocal
situado a dos leguas de la ciudad. Descabalgó, tiró
el rifle a un lado, ató el corcel en sitio umbrío y
pastoso y se alejó con rumbo a un grupo de cocoteros enanos, oasis de sombra y frescura, en medio
de la caldeada sabana. Se echó sobre la hierba, haciendo almohada del sombrero, y momentos después
roncaba como un canónigo.
El estampido de una descarga le hizo ponerse de
pie. Se restregó los ojos con los puños y miró a su
alrededor. Estaba sitiado por una guerrilla; aquellos
de sus hombres que como él se entregaron al sueño, despertaron prisioneros, incluso el torpe vigía
que pusiera sobre el rastro; su rifle había desaparecido, su caballo estaba muy distante y de detrás
de cada cocotero partía una bala rozándole el cuerpo. Sin perder su habitual aplomo empuñó el ma-
chete, gritando a sus enemigos:
—¡Venga uno a uno a pelear al arma blanca!
Hubo entre los guerrilleros un instante de vacilación, pero un desertor, qtie días antes obedecía
al sitiado jefe, repuso:
—¡No, cuidado no se acerquen a él, miren que es
Fidel Céspedes !
Renovóse el fuego con más furia. La fiera enjaulada
se acercaba a sus sitiadores cuando un balazo en
la pierna izquierda le hizo caer de rodillas. Enton-
ces oyó 'una voz que decía:
—¡Cojan el caballa!
Al oir esto se incorporó de súbito, avanzó hacia
el magnífico bruto que lo llevó sobre sus lomos
en la famosa carga, y descargándole un terrible
machetazo en la cabeza:
—¡No gozarán de él!— exclamó, y siguió hacia un
macizo de cocoteros, empuñando el ensangrentado
machete y repitiendo el reto:— ¡Uno a uno, al arma
blanca I
Pero cayó a la mitad del camina acribillado por
lina lluvia de balas. |