Un día que visitaba yo un manicomio, el médico que me acompañaba me dijo:
- Le voy a enseñar una celda donde una mujer de cuarenta años, aun bella, se contempla obstinadamente el rostro en un espejillo de mano.
Cuando nos vió, se levantó, corrió al fondo de la habitación a buscar un velo que había sobre una silla, se envolvió la cara con cuidado, y volvió a sentarse, contestando con una inclinación de cabeza a nuestros saludos.
- ¿Cómo estamos hoy?, le preguntó el doctor.
La mujer lanzó un profundo suspiro, y añadió:
-¡Oh, mal, muy mal! Las señales de la viruela se agrandan más cada día.
- No veo nada, replicó el doctor. Le aseguro que se equivoca.
Acercóse entonces la loca, para murmurar al oído del médico:
-No, estoy segura. He contado diez agujeros en la mejilla derecha, cuatro en la izquierda y en la frente. ¡Es Horrible, horrible! Ya no me podrá ver nadie, ni mi hijo! ¡Estoy perdida y desfigurada para siempre!
Levantóse el médico, y saludándola, salimos de su celda.
-Ahora escúcheme la historia de esta desgraciada:
Es viuda, fue muy bella, muy coqueta, muy amada. Era una de las mujeres para quienes el deseo de agradar constituye la aspiración de su vida. Tenía un hijo, el cual cayó un día en cama, con viruela.
Apenas lo supo la madre, empezó para aquella mujer, consagrada exclusivamente al cuidado de su hermosura, una batalla espantosa.
Desde muy lejos preguntaba a la mujer que se encargaba de su hijo por la salud de éste. La mujer contestó una vez:
- Muy mal; quiere verla a usted.
-¡Oh, no; eso no!, respondió ella; y salió corriendo.
Tomó todo género de precauciones. Fue a casa de un farmacéutico y se surtió de toda clase de desinfectantes. Un día, por fin, el médico le dijo:
-Aunque sea por la ventana. A las dos de la tarde abra la puerta de cristales.
Consintió en ello la madre; la cual se abrigó la cabeza, tomó un bote de sales, dió tres pasos a la ventana, y ocultando la cara ente las manos exclamó:
- No; no me atreveré jamás; me muero de miedo.
El moribundo esperó largo rato, con los ojos vueltos hacia la ventana, para ver por última vez el rostro sagrado de su madre; pero esperó en vano; llegó la noche, y entonces, volviéndose hacia la pared, perdió para siempre el uso de la palabra.
Cuando amaneció, había muerto.
Al día siguiente su madre estaba loca.
(Madame Hermet, 19887 - Extraído de "El compostelano", 13 de noviembre de 1928) |