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Camille Mauclair (Séverin Faust)

"El alma frágil"

Biografía de Camille Mauclair en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

El alma frágil

 

— Señor — me dijo aquella tarde el hombre de los ojos extraños — hay algunos mal intencionados que me miran con una especie de piedad y que pretenden que me he vuelto loco. Ellos os lo dirán, pero no vayáis a creerlo; yo os prevengo expresamente y os aseguro que son unos malvados. En otro tiempo fueron mis amigos; ahora me espían y hablan de mí con perfidia porque están celosos. Sí señor, están celosos por no haber comprendido sus almas tan bien como yo supe comprender la mía. Hay gente que no mira bien y que quiere mal a los demás a causa de eso. Todo el mundo, sin embargo, no puede sentir de la misma manera... Hay que ser razonable. Vuestra vista es muy perspicaz... sé que me comprendéis y que no os admiraréis de nada...

Yo he sido siempre muy desgraciado, señor. La desgracia es una cosa a que algunos hombres deben acostumbrarse desde que nacen. A decir verdad, nunca he tenido que sufrir por causa de la miseria, pero habiéndome encontrado siempre entre dos tristezas, me he impresionado mucho teniendo una naturaleza muy delicada. Cuando jugaba, en mi niñez, con los chiquillos y chiquillas, siempre me caía, sufriendo mucho más a causa de sus burlas que a causa de mi dolor, aunque en ocasiones me hiciese un daño enorme. Más tarde, en el liceo, llevé una vida solitaria, sin amigos, teniendo una multitud de aventuras ridiculas, sufriendo mil enfermedades insignificantes, mil castigos inmerecidos, mil decepciones de todas clases. Las mujeres, señor, no aman a los hombres tristes; y después, eso de tratar de hacer padecer a los que tienen la costumbre de padecer, no ofrece gran interés; para jugar a ese juego, más vale buscar hombres dichosos. La única querida que llegó a amarme un poco, murió antes de que yo estuviese seguro de ello. No me casé nunca por cobardía. Eso me habría llevado muy lejos. Aunque yo hubiese conocido, durante algunos meses la alegría, la recaída súbita en el destino que me acompaña me la habría agriado, porque soy desgraciado de vocación. Así, pues, he preferido vivir tranquila y desoladamente.

En suma nunca me ha sucedido nada de malo en el sentido general de esta expresión; pero he conocido muchos pensamientos tristes y muchas aspiraciones no satisfechas. Siempre he tenido una afición desmesurada por los grandes acontecimientos, por los colores vivos, por toda clase de exaltaciones, en fin, y no me ha sido posible encontrar sino dos pequeñas eventualidades, insignificantes, correctas y pálidas. Aunque nunca he sido empleado de oficinas, creo que la existencia de los miembros de la burocracia debe parecerse, en su monotonía, a mi propia existencia. Evidentemente ninguno tiene la culpa... pero cuando uno llega a decirse esto, señor, la desgracia es más grande que nunca, porque uno siente, entonces, que la máquina interior no funciona bien, que le faltan ruedas... y luego eso acarrea los malos pensamientos...

Hubo una época en que me sublevé contra mí mismo, no queriendo admitir la imposibilidad de que me sucediese algo. Entonces salía por las noches y hablaba con los árboles del boulevard. Miraba con lástima las estatuas de los hombres célebres, pensando en que ellos habían tenido la fortuna de proceder con la fe en un ideal preciso y en que se les honraba muy cruelmente, según mi opinión, inmovilizando su recuerdo en un bronce inerte y fijo. Hasta me imaginaba que ellos debían sufrir mucho por tal causa... y así lo decía a los transeúntes. De ese instante justamente datan mis primeras tentativas de raciocinio y de imperio sobre mí mismo.

Un día me puse a reflexionar, pensando que había procedido mal en mi busca de la dicha y que debía haber muchas personas de temperamento igual al mío que se contentaban, sin duda, con la vida que les tocara en suerte. Mis infortunios eran causados por menudencias de la vida ordinaria; los otros hombres que como yo sentían tales mezquindades, estaban ya acostumbrados a ellas puesto que parecían satisfechos. Y eso me hacía pensar que, poniendo bien atención en mi propio ser, tal vez podría encontrar la alegría en el fondo.

Desde el día en que me dije tales cosas, señor, soy completamente dichoso; entonces fue también cuando mis amigos comenzaron a mirarme con desconfianza y con celos.

Al fin acabé por convencerme de que estaba más seguro de mí mismo que de los demás seres y objetos de los cuales tanto me había ocupado hasta entonces. Y al mirar el fondo de mi alma, la encontré frágil, tan frágil que todo vibraba, que toda temblaba en ella con una inquietud deliciosa. No podía cansarme de verla vacilar, y a medida que me engolfaba en su estudio, iba naciendo en mí la seguridad de que la vida tenía más interés del que yo me había figurado. Parecíame que mi alma era un espejo en el cual me miraba vivir; y a cada nueva emoción, a cada emoción insignificante, volvía a mirarme en él, teniendo, una vez más, conciencia de mi propia imagen en mí mismo y viviendo, en fin, con los ojos puestos en un punto.

Entonces me decidí a consagrar mi existencia al arreglo de los escalofríos y de las vibraciones de esta alma pequeña y sonora, para harmonizarla como una mandolina.

Y me puse a mimarla, llevándola al paseo, haciéndola cantar al sol, meciéndola en la sombra de los jardines, hablando con ella, como amiguito juicioso. Así, mis desgracias desaparecieron por completo. Las malas personas me aparecían como títeres viejos y ridículos: mi buena amiga y yo, nos burlábamos de ellos en nuestras conversaciones encantadoras. Yo observaba, momento por momento, que ella sabía muchas cosas y adivinaba muchas otras. Decíame, a propósito de los seres y de los objetos, palabras tan ingenuas y tan justas, que me enorgullecía. Entonces comencé a pasearme con un rostro tan luminoso que los chiquillos se reían de mí. También se hubieran reído de ella si la hubiesen visto, pero apenas miraban, en mis ojos, su reflejo claro. Y desde ese día, señor, llevé una vida tan dichosa, que no sabía si me habían cambiado por otro hombre.

Una tarde me dirigí a casa de un amigo, a quien había conocido en la mañana, con objeto de platicar un poco; pero su conversación me pareció tan ridícula y tan vacía, que no pude menos de decirle: — Mi alma me dice todas esas cosas mucho mejor que tú y para su edad... verdaderamente... tú debieras estar avergonzado...

Él me miró de una manera singular, haciéndome algunas preguntas a las cuales respondí con una explicación parecida a la que acabo de haceros, contándole detalladamente mis alegrías menudas y exquisitas y las pláticas con mi alma. Él me escuchó sin interrumpirme. Yo habría querido mirarlo alegre, como yo, ante mis palabras, pero su expresión me pareció tan rara, que me despedí de él en el acto.

Dos días después volví a encontrarlo y me habló de nuestra conversación de la antevíspera con un aire de duda, de embarazo, de misterio. Como por mi parte yo estaba más contento que nunca, nuestro diálogo se animó y buscando una imagen para hacerle comprender mejor al ser delicioso que vivía en mí:

— Mira — le dije—yo creo que bien podemos representarnos nuestras almas como nos representamos un paisaje oriental: no lo hemos visto, pero nos lo figuramos, en su magnificencia, como si hubiésemos conservado en las pupilas la luz nativa. Así pues, yo puedo figurarme claramente esta alma querida de que te hablo. Y me la figuro; mejor dicho la veo: es una chiquilla adorable, de grandes ojos violetas, encerrada en una jaula de cristal fino donde juguetea inocentemente con sus dedos de color de rosa. Ella es mi amiguita y, aunque más joven que yo, es muy juiciosa ya. Cada vez que me habla una impresión, una tristeza o un dolor que da contra las paredes de mi alma, la chiquilla deliciosa toca con sus dedos menudos en el cristal finísimo, haciendo vibrar exquisitamente toda esa alma mía tan frágil! Hace ya largo tiempo que yo había sentido esos escalofríos cristalinos, pero no sabía que viniesen de las manos dulces y crueles de esa niña, y sobre todo aún no me había sido dado el placer de contemplar sus ojos violetas, sus ojos de crepúsculo, en donde parece que nevaran eternamente pétalos de vincapervincas y heliotropos... Ahora sí, ahora estoy completamente alegre... y hago vibrar mi placer en la vida, lo más a menudo que puedo, con objeto de que mi pequeña alma de cristal esté contenta entonando sus melodías... Así, tengo un compañero a quien contemplo sin cansarme... y te aseguro que estoy absolutamente contento...

Mi amigo , señor, — yo creía, por los menos, en su amistad — adoptó un aire más singular aún que los otros días, mirándome con una piedad hipócrita. Yo adivinaba que, sin quererlo parecer, estaba celoso; su boca se contraía con una sonrisa crispada. Lo abandoné, pues, para dirigirme a otros amigos en quienes tenía confianza: todos me han recibido de la misma manera, diciendo luego, a mis espaldas, cosas raras y tontas. Ellos os las repetirán sin duda, pero vos comprenderéis que no son sino unos puros y simples envidiosos... Sí, sí; bien sé que no me perdonarán el conocimiento de la chiquilla de los ojos violetas, porque ellos no están seguros de poseer para sí una igual, y tienen que interesarse por lo que pasa en el mundo. También sé que ellos querrán hacer jugar a sus chicas con la mía, pero yo no lo consentiré nunca! oh no! Yo quiero conservarla para mí solo, sin ocuparme más que de ella...! Y bien pueden decir que estoy loco! Yo estoy seguro — y vos también, señor — de que mis sentidos son perfectos! Ah! mi alma de cristal canta mil canciones que los demás no pueden oír y tiene miradas de heliotropo cuyo perfume no llegará nunca hasta sus narices! Si ellos me fastidian demasiado con sus historias, con sus chismes, con sus muecas y con sus reticencias, me iré muy lejos, muy lejos, a los países en donde hay sol y flores todo el año... y llevaré muchos juguetes para que podamos vivir una vida exquisita de chácharas alegres, de mimos deliciosos, de comidas sobre la hierba y de ensueños delante del mar... sí, me iré muy lejos acompañado siempre de mi chiquilla insinuante que canta sus canciones deliciosas en mi alma de cristal, alegre, vibrante y frágil!...

 

Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos. París: Garnier Hermanos, Libreros-Editores 1893. Traducción española de Enrique Gómez Carrillo

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