Enrique y Clara... ¡pobrecillos!... Al fin, después de tanto tiempo de loco apasionamiento, se aburrían. El fuego sagrado que en tiempos mejores encendió amor en sus almas, se había extinguido poco a poco, sin sacudidas, sin violencias, con desmayada y desesperante lentitud. Hacía muchos días que no se querían, y sin embargo permanecían unidos soportando con resignación estoica las horas largas de la indiferencia, sin atrevimiento para confesarse mutuamente el término de su ilusión, por temor de herir al otro para el cual conservaban, a falta de pasión, agradecido recuerdo. Los dos hubieran deseado volver atrás, y cuando alguna vez la mariposa muerta de su amar, acariciada por brisas fugaces, movía las alas reflejando las claridades del día o los destellos del hogar, ambos se apoderaban con afán de aquel fulgor pasajero y se empeñaban obstinadamente en abrigar la chispa esperando encender de nuevo la extinguida hoguera... ¡Empeño inútil! La chispa se apagaba entre cenizas, la obscuridad volvía y todos los ardores se desvanecían en el páramo yerto, en la atmósfera helada del prematuro invierno del hastío... Y seguían unidos, desesperados a veces, sumidos otras en estupor idiota, con el alma abrasada en deseos, hambrientos y resueltos a morirse de hambre; porque estaban seguros de no encontrar uno ni otra ni una mujer ni un hombre capaces de resucitar para ellos las venturas pasadas.
Callaban, y sin embargo les pesaba como un crimen el silencio. Cada caricia, cada sonrisa pedida y recibida por costumbre, por razonamiento, por escrúpulo de fidelidad obstinada, les martirizaba con dolores de remordimiento, y a un mismo tiempo hicieron idéntica resolución y pensando él en ella y ella en él, se dijeron: «Es necesario que lo sepa aunque le mate el saberlo.» Porque los dos, desengañados de su propio corazón, conservaban firmísima fe en la constancia del amor del otro.
Salieron de su casa resueltos a la triste confesión, y andando lentamente llegaron al Retiro. Era muy temprano; una mañanita fresca que prometía un día espléndido. Las gotas de rocío lloraban en las hojas y el sol, atravesando las ramas cubiertas de brotes nuevos, dibujaba intrincados arabescos sobre la arena menuda de los paseos. El aroma de las violetas se espaciaba sin rival en el aire diáfano, y los pájaros, aún demasiado jóvenes para hacer trinos, dejaban oír un gorjeo apresurado y alegre. Los delicados matices del césped nuevo se armonizaban con el azul del cielo en contraste suave, y alguna mariposa que ansiosa de vivir había roto su capullo demasiado pronto, hacía gala de su blanco traje agitando sus alas vaporosas, danzando locamente entre sombras y luces, admirada de los vibrantes secretos de la vida que le cantaban los trinos de los pájaros y los aromas de las flores…
...Se miraron y se pintó en sus ojos la decisión; pero tuvieron lástima, ¡es tan triste enterrar el amor cuando todo renace!... y hablaron de las flores, y del aire, y del calor del sol, y de los pájaros... y callaron después y continuaron su paseo silencioso. El resonar alegre de una risa sonora y juvenil les sacó de su abstracción y alzaron los ojos. Por una de aquellas callecitas estrechas y misteriosas, delineadas por festones de lilas y sombreada por copudas acacias, se adelantaba una pareja... la que reía. Eran los dos muy jóvenes, y el amor juguetón y loco, la pasión alegre y simpática se reflejaban en sus ojos, en sus risas, en el sonido melodioso de sus voces; se creían solos y andaban muy despacio, muy cerquita uno de otro, entre mimos y risas.
Apoyaba ella su cabecita rubia y alegre, semejante a una fresquísima rosa de zarza, en el hombro de él y los dos gorjeaban como los pájaros, cantándose con embeleso el poema eterno. Los pobres desilusionados los miraron con envidia y se miraron después; luego sin hablar, sin consultarse, por acuerdo inconsciente, siguieron tras de ellos bebiendo con avidez la esencia de dicha que se escapaba de aquellas apasionadas expansiones...
***
El ruido de una rama que crujía alarmó a los enamorados, y al apercibirse de que no estaban solos se separaron llenos de confusión y desaparecieron huyendo rápidamente por uno de los senderos laterales. La otra pareja se detuvo indecisa y como sorprendida. Dos lágrimas calladitas se deslizaron por las mejillas pálidas de Clara... el corazón de Enrique latió con desacostumbrada violencia; los labios de los dos temblaban con emoción inusitada; se acercaron; los brazos de él se abrieron en ademán de súplica; ella se arrojó en ellos con amoroso arranque y abrazados estrechamente se dejaron caer, sintiendo despertarse, al calor de la apasionada caricia, la llama antigua que habían creído muerta... Se estremeció el suelo, detuvieron su leve balanceo las ramas de los árboles y su vuelo ligero las blancas mariposas, y callaron los pájaros. La vida parecía suspendida y absorta; pero pronto las ramas se mecieron de nuevo susurrantes, y volaron de nuevo las blancas mariposas, y cantaron los pájaros, festejando el despertar pujante del amor que no muere...
G. MARTÍNEZ SIERRA
La Vida literaria (Madrid). 20/7/1899, n.º 28, página 10 |