Sonó primeramente un leve chasquido, luego otro más fuerte, análogo a la detonación de un revólver; después, las ruedas patinaron algún trecho, y, en seguida, el hermoso aparato, devorador de kilómetros, se detuvo con la pesadez de un bloque de piedra. El chauffeur soltó un terno carreteril, palpándose el tórax, un tanto maltrecho por el encontronazo con el guía; el lacayo, de un ligero brinco, descendió a la carretera, y abriendo la portezuela del cupé, aguardó, sombrero en mano, las órdenes que tuviesen a bien darle del interior.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó una vocecita meliflua y mimosa.
El lacayo, después de asesorarse del chauffeur, respondió. Tratábase de un desperfecto en el motor, juntamente con la rotura del neumático de las ruedas.
— ¡Oh, qué fastidio! — repuso la vocecita de marras. — ¿Y será cuestión de mucho rato la compostura?... Que lo diga John categóricamente.
De mal talante, John masculló la chapurreada respuesta: ya tenía labor para dos horas, cuando menos.
— ¡Qué contratiempo! — suspiró, con más mimo aún, el hilito de voz.
Mediaron unos cuantos segundos de silencio, sólo interrumpido por el chirriar de los pernios que el chauffeur desencajaba con ayuda de una llave inglesa. El lacayo, inmóvil, con una mano en el tirador de la portezuela y la otra en el ala del sombrero, semejaba la estatua del servilismo.
— ¡Pepe!—dijo de nuevo la voz. — Entérate de si estamos cerca de poblado.
Pepe obedeció, y doblando un próximo recodo de la carretera pudo ver las primeras casas de un inmediato villorrio, distante cincuenta pasos, a lo sumo, del lugar del percance. Pepe, acercándose de nuevo a la portezuela del maltrecho vehículo, manifestó el resultado de sus observaciones.
— ¡Cincuenta pasos! — murmuró quejumbrosamente el escrúpulo eufónico.
Mas, revistiéndose de inusitada energía, no tardó en continuar.
— En fin... No habrá más remedio que andarlos...
Y, en efecto, apoyóse en el estribo un lindo zapato de blanco tafilete, sirviendo de sustentáculo a un cuerpo de mujer envuelto en gasas y encajes de inmaculada blancura, sin que en toda su ideal toilette interviniese otro colorido, desde la calada media de seda hasta el costoso paraíso del sombrero: parecía una hada surgiendo del averiado automóvil.
— Guíame a la posada, Pepe... Allí aguardaré...
Pepe echó a andar. La dama blanca siguió los pasos del lacayo. Entretanto, un chicuelo, que al detenerse el carruaje se revolcaba en la cuneta, corrió a comunicar la noticia del accidente a varios de sus deudos y amigos, los cuales, presurosos, dejaron de jugar a la pelota en la pared trasera de la iglesia, para encaminarse al lugar del suceso, con el deseo de presenciar la tarea de la recompostura. No faltaron algunos individuos, entre el elemento granujil, que al pasar por su casa hiciesen partícipes de las noticias a sus respectivas madres, quienes sin interrumpir la calcetera labor en que abstraídas se hallaban, engrosaron el grupo de pillastres, que se vio, finalmente, aumentado por varios hombranazos que venían de la campiña guiando las pacientes yuntas o conduciendo las piaras gruñidoras. De aquí que la dama blanca, para llegar al mesón, tuvo que atravesar por entre la apiñada masa de chicuelos, mujerucas y gañanes, que, solapadamente al principio, y más tarde con todo descaro, se burlaban del automóvil trocado en carreta, vengándose así de los numerosos sustos recibidos y de las muchas gallinas destrozadas por otros congéneres del malparado vehículo.
Ya en la posada fue otra cosa. Ignacia, la patrona. no era mujer a quien asustasen boatos femeniles, que por algo, allá en sus mocedades, había amamantado a sus pechos al primogénito de cierto señor Pérez, persona adinerada y muy de viso en la capital. Evocando, pues, sus maneras cortesanas salió a recibir a la flamante huéspeda, que se aproximaba precedida por Pepe y acompañada por Mustafá, horrendo representante de la raza canina, en un todo análogo a un tubo de chimenea provisto de cortísimas extremidades.
La dama blanca — ¡misterios de la psicología femenina! — encontraba todo aquello muy agradable. Pasado el primer instante, en que hubo de aterrarle la perspectiva de cincuenta pasos recorridos a pie, bendecía el ligero accidente que cortaba la cinta sin fin de su monótona existencia dándole ocasión para saber que hay en el mundo mujeres desgreñadas que hacen media, chicos desarrapados que juegan a empellones, y cerdos eternamente descontentos a juzgar por sus gruñidos inacabables.
Y fue el caso que no sólo resultó de su agrado espectáculo tan exótico, sino que ella, la eterna desganada, para quien tónicos y aperitivos fueron siempre ineficaces, sintió en su estómago un cierto cosquilleo por demás significativo, para acallar el cual no eran, ni con mucho, suficientes las pastillas de chocolate que encerraba su esmaltada bombonera.
Imponíase, pues, la necesidad de comer. Ignacia, preguntada acerca de los manjares disponibles, esbozó la más orgullosa de sus sonrisas, que le hizo mostrar en toda su negrura los dientes socavados por las calizas aguas comarcanas, prorrumpiendo inmediatamente en un cumplido elogio acerca de la abundancia, calidad y frescura de las viandas servidas por ella.
La dama blanca lo creyó todo. ¿Por qué razón había de dudar de Ignacia? Pero el aspecto del mesón no era el más a propósito para inspirar confianza en punto a un extremo interesantísimo tratándose de asuntos gastronómicos, cual es la limpieza. Por eso, deseosa de conciliario todo, después de breve meditación, la huéspeda eventual pidió a Ignacia un par de huevos cocidos: ello bastaría para matar la incipiente gazuza, no dando motivo para suspicacias en orden al aseo de la guisandera, pues el cascarón era más que suficiente salvaguardia para prevenir, cualquier atentado en tal sentido.
Ignacia desplegó a maravilla sus grandes aptitudes para el arte-ciencia de Brillat-Savarin. No llegó a hora y media el tiempo invertido en cumplimentar la orden de la linda cliente, quien distrajo sus ocios, entretanto, manchándose los zapatitos en el sucio pavimento de la cochiquera, ofendiendo su olfato con las emanaciones del corral, y enterneciéndose ante la solicitud con que una vaca, dejando de rumiar el contenido del pesebre, lamía la rala piel del terneruelo recién nacido.
Todo llega... Ignacia, satisfecha de su obra, participó a la viajera que ya estaba servida. La dama blanca, dando saltitos de gozo, acercóse a la tosca mesa, disponiéndose a engullir los huevos duros, que quiso descascarar pulcramente... Mas la previsión de Ignacia hizo innecesario este último requisito: sobre un plato desportillado veíanse dos masas informes, en que se confundían los tonos blancos, negruzcos y amarillos. La dama blanca trocó la expresión de su fisonomía, poniendo un gesto que no era el más propicio para envanecer a Ignacia, quien, con justicia indudable, se indignó en su fuero interno. ¿Tenía ella la culpa de que sus manos estuviesen un tanto sucias, después de haber removido el estercolero para recoger la última postura de las gallinas? ¿Iba a ser ella responsable de que, por no estar el agua hirviendo, hubiesen salido los huevos algo blandos?...
Oyóse abajo, a la puerta de la posada, el vozarrón de la bocina hendiendo el aire triunfalmente: Tu-tú... Tú-tú... Pepe, sombrero en mano, llegó a participar que ya estaba compuesta la avería. La dama blanca arrojó sobre la mesa una monedita de oro, que fue a caer, tintineando, junto a las desgraciadas vituallas; seguidamente, dio el adiós a Ignacia que, sobrecogida, no pudo responder, bajó a saltitos la escalera, acompañada del perro tubular, y penetrando después en el interior del automóvil reclinóse en los blandos cojines, al par que decía con voz meliflua y mimoso acento:
— Pepe, díle a John que avive... Quiero estar en la villa antes de las ocho...
AUGUSTO MARTÍNEZ OLMEDILLA.
Caras y caretas (Buenos Aires). 16-2-1918, n.º 1.011 |