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José Martí

"Amistad funesta"

Capítulo 2

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Música: Mendelssohn - Children's Pieces Op. 72, No. 4
 
Amistad funesta
Capítulo 2 (continuación)
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No murió don Manuel del pesar de que hubiese muerto su hijo, aunque bien pudo ser; sino que dos años antes, y sin que Manuelillo lo supiese, se sentó un día en su sillón, muy envuelto en su capa, y con la guitarra al lado, como si sintiese en el alma unas muy dulces músicas, a la vez que un frescor húmedo y sabroso, que no era el de todos los días, sino mucho más grato. Doña Andrea estaba sentada en una banqueta a sus pies, y, lo miraba con los ojos secos, y crecidos, y le tenía las manos. Dos hijas lloraban abrazadas en un rincón: la mayor, más valiente, le acariciaba con la mano los cabellos, o lo entretenía con frases zalameras, mientras le preparaba una bebida; de pronto, desasiéndose bruscamente de las manos de doña Andrea, abrió don Manuel los brazos y los labios como buscando aire; los cerró violentamente alrededor de la cabeza de doña Andrea, a quien besó en la frente con un beso frenético; se irguió como si quisiera levantarse, con los brazos al cielo; cayó sobre el respaldo del asiento, estremeciéndosele el cuerpo horrendamente, como cuando en tormenta furiosa un barco arrebatado sacude la cadena que lo sujeta al muelle; se le llenó de sangre todo el rostro, como si en lo interior del cuerpo se le hubiese roto el vaso que la guarda y distribuye; y blanco, y sonriendo, con la mano casualmente caída sobre el mango de su guitarra, quedó muerto. Pero nunca se lo quiso decir doña Andrea a Manuelillo, a quien contaban que el padre no escribía porque sufría de reumatismo en las manos, para que no le entrase el miedo por las angustias de la casa, y quisiese venir a socorrerlas, interrumpiendo antes de tiempo sus estudios. Y era también que doña Andrea conocía que su pobre hijo había nacido comido de aquellas ansias de redención y evangélica quijotería que le habían enfermado el corazón al padre, y acelerado su muerte, y como en la tierra en que vivían había tanto que redimir, y tanta cosa cautiva que libertar, y tanto entuerto que poner derecho, veía la buena Madre, con espanto, la hora de que su hijo volviese a su patria, cuya hora, en su pensar, sería la del sacrificio de Manuelillo.

-¡Ay! -decía doña Andrea-, una vez que un amigo de la casa le hablaba con esperanzas del porvenir del hijo. Él será infeliz, y nos hará aun más infelices sin quererlo. Él quiere mucho a los demás, y muy poco a sí mismo. Él no sabe hacer víctimas, sino serlo. Afortunadamente, aunque de todos modos, por desdicha de doña Andrea, Manuelillo había partido de la tierra antes de volver a ver la suya propia, ¡detrás de la palma encendida!

¿Quién que ve un vaso roto, o un edificio en ruina, o una palma caída, no piensa en las viudas? A don Manuel no le habían bastado las fuerzas, y en tierra extraña esto había sido mucho, más que para ir cubriendo decorosamente con los productos de su trabajo las necesidades domésticas. Ya el ayudar a Manuelillo a mantenerse en España le había puesto en muy grandes apuros.

Estos tiempos nuestros están desquiciados, y con el derrumbe de las antiguas vallas sociales y las finezas de la educación, ha venido a crearse una nueva y vastísima clase de aristócratas de la inteligencia, con todas las necesidades de parecer y gustos ricos que de ella vienen, sin que haya habido tiempo aun, en lo rápido del vuelco, para que el cambio en la organización y repartimiento de las fortunas corresponda a la brusca alteración en las relaciones sociales, producidas por las libertades políticas y la vulgarización de los conocimientos. Una hacienda ordenada es el fondo de la felicidad universal. Y búsquese en los pueblos, en las casas, en el amor mismo más acendrado y seguro, la causa de tantos trastornos y rupturas, que los oscurecen y afean, cuando no son causa del apartamiento, o de la muerte, que es otra forma de él: la hacienda es el estómago de la felicidad. Maridos, amantes, personas que aun tenéis que vivir y anheláis prosperar: ¡organizad bien vuestra hacienda!

De este desequilibrio, casi universal hoy, padecía la casa de don Manuel, obligado con sus medios de hombre pobre a mantenerse, aunque sin ostentación ni despilfarro, como caballero rico. ¿Ni quién se niega, si los quiere bien, a que sus hijos brillantes e inteligentes, aprendan esas cosas de arte, el dibujar, el pintar, el tocar piano, que alegran tanto la casa, y elevan, si son bien comprendidas y caen en buena tierra, el carácter de quien las posee, esas cosas de arte que apenas hace un siglo eran todavía propiedad casi exclusiva de reinas y princesas? ¿Quién que ve a sus pequeñines finos y delicados, en virtud de esa aristocracia del espíritu que en estos tiempos nuevos han sustituido a la aristocracia degenerada de la sangre, no gusta de vestirlos de linda manera, en acuerdo con el propio buen gusto cultivado, que no se contenta con falsificaciones y bellaquerías, y de modo que el vestir complete y revele la distinción del alma de los queridos niños? Uno, padrazo ya, con el corazón estremecido y la frente arrugada, se contenta con un traje negro bien cepillado y sin manchas, con el cual, y una cara honrada, se está bien y se es bien recibido en todas partes; pero, ¡para la mujer, a quien hemos hecho sufrir tanto! ¡para los hijos, que nos vuelven locos y ambiciosos, y nos ponen en el corazón la embriaguez del vino, y en las manos el arma de los conquistadores! ¡para ellos, oh, para ellos, todo nos parece poco!

De manera que, cuando don Manuel murió, solo había en la casa los objetos de su uso y adorno, en que no dejaba de adivinarse más el buen gusto que la holgura, los libros de don Manuel, que miraba la madre como pensamientos vivos de su esposo, que debían guardarse íntegros a su hijo ausente, y los enseres de la escuela, que un ayudante de don Manuel, que apenas le vio muerto se alzó con la mayor parte de sus discípulos, halló manera de comprar a la viuda, abandonada así por el que en conciencia debió continuar ayudándola, en una suma corta, la mayor, sin embargo, que después de la muerte de don Manuel se vio nunca en aquella pobre casa. Hacen pensar en las viudas las palmas caídas.

Este o aquel amigo, es verdad, querían saber de vez en cuando qué tal le iba yendo a la pobre señora. ¡Oh! se interesaban mucho por su suerte. Ya ella sabía: en cuanto le ocurriese algo no tenía más que mandar. Para cualquier cosa, para cualquier cosa estaban a su disposición. Y venían en visita solemne, en día de fiesta, cuando suponían que había gente en la casa; y se iban haciendo muchas cortesías, como si con la ceremonia de ellas quisiesen hacer olvidar la mayor intimidad que podría obligarlos a prestar un servicio más activo. Da espanto ver cuán sola se queda una casa en que ha entrado la desgracia: da deseos de morir.

¿Qué se haría doña Andrea, con tantas hijas, dos de ellas ya crecidas; con el hijo en España, aunque ya el noble mozo había prohibido, aun suponiendo a su padre vivo, que le enviasen dinero? ¿qué se haría con sus hijas pequeñas, que eran, las tres, por lo modestas y unidas, la gala del colegio; con Leonor, la última flor de sus entrañas, la que las gentes detenían en la calle para mirarla a su placer, asombradas de su hermosura? ¿qué se haría doña Andrea? Así, cortado el tronco, se secan las ramas del árbol, un tiempo verdes, abandonadas sobre la tierra. ¡Pero los libros de don Manuel no! esos no se tocaban: nada más que a sacudirlos, en la piececita que les destinó en la casa pobrísima que tomó luego, permitía la señora que entrasen una vez al mes. O cuando, ciertos domingos, las demás niñas iban a casa de alguna conocida a pasar la tarde, doña Andrea se entraba sola en la habitación, con Leonor de la mano, y allí a la sombra de aquellos tomos, sentada en el sillón en que murió su marido, se abandonaba a conversaciones mentales, que parecían hacerle gran bien, porque salía de ellas en un estado de silenciosa majestad, y como más clara de rostro y levantada de estatura; de tal modo que las hijas cuando volvían de su visita, conocían siempre, por la mayor blandura en los ademanes, y expresión de dolorosa felicidad de su rostro, si doña Andrea había estado en el cuarto de los libros. Nunca Leonor parecía fatigada de acompañar a su madre en aquellas entrevistas: sino que, aunque ya para entonces tenía sus diez años, se sentaba en la falda de su madre, apretada en su regazo o abrazada a su cuello, o se echaba a sus pies, reclinando en sus rodillas la cabeza, con cuyos cabellos finos jugaba la viuda, distraída. De vez en cuando, pocas veces, la cogía doña Andrea en un brusco movimiento en sus brazos, y besando con locura la cabeza de la niña rompía en amarguísimos sollozos. Leonor, silenciosamente, humedecía en todo este tiempo la mano de su madre con sus besos.

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