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Nicolás Maquiavelo

"El príncipe"

Capítulo 3

Biografía de Nicolás Maquiavelo en Wikipedia

 
 
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El príncipe
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De los principados mixtos

Pero las dificultades existen en los principados nuevos. Y si no es nuevo del todo, sino como miembro agregado a un conjunto anterior, que puede llamarse así mixto, sus incertidumbres nacen en primer lugar de una natural dificultad que se encuentra en todos los principados nuevos. Dificultad que estriba en que los hombres cambian con gusto de señor, creyendo mejorar; y esta creencia los impulsa a tomar las armas contra él; en lo cual se engañan, pues luego la experiencia les enseña que han empeorado. Esto resulta de otra necesidad natural y común que hace que el príncipe se vea obligado a ofender a sus nuevos súbditos, con tropas o con mil vejaciones que el acto de la conquista lleva consigo. De modo que tienes por enemigos a todos los que has ofendido al ocupar el principado, y no puedes conservar como amigos a los que te han ayudado a conquistarlo, porque no puedes satisfacerlos como ellos esperaban, y puesto que les estás obligado, tampoco puedes emplear medicinas fuertes contra ellos; porque siempre, aunque se descanse en ejércitos poderosísimos, se tiene necesidad de la colaboración de los «provincianos» para entrar en una provincia. Por estas razones, Luis XII, rey de Francia, ocupó rápidamente a Milán, y rápidamente lo perdió; y bastaron la primera vez para arrebatársele las mismas fuerzas de Ludovico; porque los pueblos que le habían abierto las puertas, al verse defraudados en las esperanzas que sobre el bien futuro habían abrigado no podían soportar con resignación las imposiciones del nuevo príncipe.

Bien es cierto que los territorios rebelados se pierden con más dificultad cuando se conquistan por segunda vez, porque el señor, aprovechándose de la rebelión, vacila menos en asegurar su poder castigando a los delincuentes, vigilando a los sospechosos y reforzando las partes más débiles. De modo que, si para hacer perder Milán a Francia bastó la primera vez con duque Ludovico que hiciese un poco de ruido en las fronteras, para hacérselo perder la segunda se necesitó que todo el mundo se concertase en su contra, y que sus ejércitos fuesen aniquilados y arrojados de Italia, lo cual se explica por las razones antedichas.

Desde luego, Francia perdió a Milán tanto la primera como la segunda vez. Las razones generales de la primera ya han sido discurridas; quedan ahora las de la segunda, y queda el ver los medios de que disponía o de que hubiese podido disponer alguien que se encontrara en el lugar de Luis XII para conservar la conquista mejor que él.

Estos Estados, que al adquirirse se agregan a uno más antiguo, o son de la misma provincia y de la misma lengua, o no lo son. Cuando lo son, es muy fácil conservarlos, sobre todo cuando no están acostumbrados a vivir libres; y para afianzarse en el poder, basta con haber borrado la línea del príncipe que los gobernaba, porque, por lo demás, y siempre que se respeten sus costumbres y las ventajas de que gozaban, los hombres permanecen sosegados, como se ha visto en el caso de Borgoña, Bretaña, Gascuña y Normandía, que están unidas a Francia desde hace tanto tiempo; y aun cuando hay alguna diferencia de idioma, sus costumbres son parecidas y pueden convivir en buena armonía. Y quien los adquiera, si desea conservarlos, debe tener dos cuidados: primero que la descendencia del anterior príncipe desaparezca; después, que ni sus leyes ni sus tributos sean alterados. Y se verá que en brevísimo tiempo el principado adquirido pasa a constituir un solo y mismo cuerpo con el principado conquistador.

Pero cuando se adquieren Estados en una provincia con idioma, costumbres y organización diferentes, surgen entonces las dificultades y se hace precisa mucha suerte y mucha habilidad para conservarlos; y uno de los mejores y más eficaces remedios sería que la persona que los adquiriera fuese a vivir en ellos. Esto haría más segura y más duradera la posesión. Como ha hecho el Turco con Grecia; ya que, a despecho de todas las disposiciones tomadas para conservar aquel Estado, no habría conseguido retenerlo si no hubiese ido a establecerse allí. Porque, de esta manera, ven nacer los desórdenes y se los puede reprimir con prontitud; pero, residiendo en otra parte, se entera uno cuando ya son grandes y no tienen remedio. Además, los representantes del príncipe no pueden saquear la provincia, y los súbditos están más satisfechos porque pueden recurrir a él fácilmente y tienen más oportunidades para amarlo, si quieren ser buenos, y para temerlo, si quieren proceder de otra manera. Los extranjeros que desearan apoderarse del Estado tendrían más respeto; de modo que, habitando en él, sólo con muchísima dificultad podrá perderlo.

Otro buen remedio es mandar colonias a uno o dos lugares que sean como llaves de aquel Estado; porque es preciso hacer esto o mantener numerosa tropas. En las colonias no se gasta mucho, y con esos pocos gastos se las gobierna y conserva, y sólo se perjudica a aquellos a quienes se arrebatan los campos y las casas para darlos a los nuevos habitantes, que forman una mínima parte de aquel Estado. Y como los damnificados son pobres y andan dispersos, jamás pueden significar peligro; y en cuanto a los demás, como por una parte no tienen motivos para considerarse perjudicados, y por la otra temen incurrir en falta y exponerse a que les suceda lo que a los despojados, se quedan tranquilos. Concluyo que las colonias no cuestan, que son más fieles y entrañan menos peligro; y que los damnificados no pueden causar molestias, porque son pobres y están aislados, como ya he dicho.

Ha de notarse, pues, que a los hombres hay que conquistarlos o eliminarlos, porque si se vengan de las ofensas leves, de las graves no pueden; así que la ofensa que se haga al hombre debe ser tal, que le resulte imposible vengarse.

Si en vez de las colonias se emplea la ocupación militar, el gasto es mucho mayor, porque el mantenimiento de la guardia absorbe las rentas del Estado y la adquisición se convierte en pérdida, y, además, se perjudica e incomoda a todos con el frecuente cambio del alojamiento de las tropas. Incomodidad y perjuicio que todos sufren, y por los cuales todos se vuelven enemigos; y son enemigos que deben temerse, aun cuando permanezcan encerrados en sus casas. La ocupación militar es, pues, desde cualquier punto de vista, tan inútil como útiles son las colonias.

El príncipe que anexe una provincia de costumbres, lengua y organización distintas a las de la suya, debe también convertirse en paladín y defensor de los vecinos menos poderosos, ingeniarse para debilitar a los de mayor poderío y cuidarse de que, bajo ningún pretexto, entre en su Estado un extranjero tan poderoso como él. Porque siempre sucede que el recién llegado se pone de parte de aquellos que, por ambición o por miedo, están descontentos de su gobierno; como ya se vio cuando los etolios llamaron a los romanos a Grecia: los invasores entraron en las demás provincias llamados por sus propios habitantes. Lo que ocurre comúnmente es que, no bien un extranjero poderoso entra en una provincia, se le adhieren todos los que sienten envidia del que es más fuerte entre ellos; de modo que el extranjero no necesita gran fatiga para ganarlos a su causa, ya que enseguida y de buena gana forman un bloque con el Estado invasor. Sólo tiene que preocuparse de que después sus aliados no adquieran demasiada fuerza y autoridad, cosa que puede hacer fácilmente con sus tropas, que abatirán a los poderosos y lo dejarán árbitro único de la provincia. El que, en lo que a esta parte se refiere, no gobierne bien perderá muy pronto lo que hubiere conquistado, y aun cuando lo conserve, tropezará con infinitas dificultades y obstáculos.

Los romanos, en las provincias de las cuales se hicieron dueños, observaron perfectamente estas reglas. Establecieron colonias, respetaron a los menos poderosos sin aumentar su poder, avasallaron a los poderosos y no permitieron adquirir influencia en el país a los extranjeros poderosos. Y quiero que me baste lo sucedido en la provincia de Grecia como ejemplo. Fueron respetados acayos y etolios, fue sometido el reino de los macedonios, fue expulsado Antíoco, y nunca los méritos que hicieron acayos o etolios los llevaron a permitirles expansión alguna ni las palabras de Filipo los indujeron a tenerlo como amigo sin someterlo, ni el poder de Antíoco pudo hacer que consintiesen en darle ningún Estado en la provincia. Los romanos hicieron en estos casos lo que todo príncipe prudente debe hacer, lo cual no consiste simplemente en preocuparse de los desórdenes presentes, sino también de los futuros, y de evitar los primeros a cualquier precio. Porque previniéndolos a tiempo se pueden remediar con facilidad; pero si se espera que progresen, la medicina llega a deshora, pues la enfermedad se ha vuelto incurable. Sucede lo que los médicos dicen del tísico: que al principio su mal es difícil reconocer, pero fácil de curar, mientras que, con el transcurso del tiempo, al no haber sido conocido ni atajado, se vuelve fácil de conocer, pero difícil de curar. Así pasa en las cosas del Estado: los males que nacen en él, cuando se los descubre a tiempo, lo que sólo es dado al hombre sagaz, se los cura pronto; pero ya no tienen remedio cuando, por no haberlos advertido, se los deja crecer hasta el punto de que todo el mundo los ve.

Pero como los romanos vieron con tiempo los inconvenientes, los remediaron siempre, y jamás les dejaron seguir su curso por evitar una guerra, porque sabían que una guerra no se evita, sino que se difiere para provecho ajeno. La declararon, pues, a Filipo y a Antíoco en Grecia, para no verse obligados a sostenerla en Italia; y aunque entonces podían evitarla tanto en una como en otra parte, no lo quisieron. Nunca fueron partidarios de ese consejo, que está en boca de todos los sabios de nuestra época: «hay que esperarlo todo del tiempo»; prefirieron confiar en su prudencia y en su valor, no ignorando que el tiempo puede traer cualquier cosa consigo, y que puede engendrar tanto el bien como el mal, y tanto el mal como el bien.

Pero volvamos a Francia y examinemos si se ha hecho algo de lo dicho. Hablaré, no de Carlos, sino de Luis, es decir, de aquel que, por haber dominado más tiempo en Italia, nos ha permitido apreciar mejor su conducta.

Y se verá como ha hecho lo contrario de lo que debe hacerse para conservar un estado de distinta nacionalidad.

El rey Luis fue llevado a Italia por la ambición de los venecianos, que querían, gracias a su intervención, conquistar la mitad de Lombardía. Yo no pretendo censurar la decisión por el rey, porque si tenía el propósito de empezar a introducirse en Italia, y carecía de amigos, y todas las puertas se le cerraban a causa de los desmanes del rey Carlos, no podía menos que aceptar las amistades que se le ofrecían. Y habría triunfado en su designio si no hubiera cometido error alguno en sus medidas posteriores. Conquistada, pues, la Lombardía, el rey pronto recobró para Francia la reputación que Carlos le había hecho perder. Génova cedió; los florentinos le brindaron su amistad; el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los Bentivoglio, la señora de Forli, los señores de Faenza de Pésaro, de Rímini, de Camerino y de Piombino, los luqueses, los pisanos y los sieneses, todos trataron de convertirse en sus amigos. Y entonces pudieron comprender los venecianos la temeridad de su ocurrencia: para apoderarse de dos ciudades de Lombardía, hicieron el rey dueño de las dos terceras partes de Italia.

Considérese ahora con qué facilidad el rey podía conservar su influencia en Italia, con tal de haber observado las reglas enunciadas y defendido a sus amigos, que, por ser numerosos y débiles, y temer unos a los venecianos y otros a la Iglesia, estaban siempre necesitados de su apoyo; y por medio de ellos contener sin dificultad a los pocos enemigos grandes que quedaban. Pero pronto obró al revés en Milán, al ayudar al papa Alejandro para que ocupase la Romaña. No advirtió de que con esta medida perdía a sus amigos y a los que se habían puesto bajo su protección, y al par que debilitaba sus propias fuerzas, engrandecía a la Iglesia, añadiendo tanto poder temporal al espiritual, que ya bastante autoridad le daba. Y cometido un primer error, hubo que seguir por el mismo camino; y para poner fin a la ambición de Alejandro e impedir que se convirtiese en señor de Toscana, se vio obligado a volver a Italia. No le bastó haber engrandecido a la Iglesia y perdido a sus amigos, sino que, para gozar tranquilo del reino de Nápoles, lo compartió con el rey de España; y donde él era antes árbitro único, puso un compañero para que los ambiciosos y descontentos de la provincia tuviesen a quien recurrir; y donde podía haber dejado a un rey tributario llamó a alguien que podía echarlo a él.

El ansia de conquista es, sin duda, un sentimiento muy natural y común, y siempre que lo hagan los que pueden, antes serán alabados que censurados; pero cuando intentan hacerlo a toda costa los que no pueden, la censura es lícita. Si Francia podía, pues, con sus fuerzas apoderarse de Nápoles, debía hacerlo; y si no podía, no debía dividirlo. Si el reparto que hizo de Lombardía con los venecianos era excusable porque le permitió entrar en Italia, lo otro, que no estaba justificado por ninguna necesidad, es reprobable. Luis cometió, pues, cinco faltas: aniquiló a los débiles, aumentó el poder de un poderoso de Italia, introdujo en ella a un extranjero más poderoso aún, no se estableció en el territorio conquistado y no fundó colonias. Y, sin embargo, estas faltas, por lo menos en vida de él, podían no haber traído consecuencias desastrosas si no hubiese cometido la sexta, la de despojar de su Estado a los venecianos. Porque, en vez de hacer fuerte a la Iglesia y de poner a España en Italia, era muy razonable y hasta necesario que los sometiese; pero cometido el error, nunca debió consentir en la ruina de los venecianos, pues poderosos como eran, habrían mantenido a los otros siempre distantes de toda acción contra Lombardía, ya porque no lo hubiesen permitido sino para ser ellos mismos los dueños, ya porque los otros no hubiesen querido arrebatársela a Francia para dársela a los venecianos, y para atacar a ambos a la vez les hubiera faltado audacia. Y si alguien dijese que el rey Luis cedió la Romaña a Alejandro y el Reino a España para evitar la guerra, contestaría con las razones arriba enunciadas: que para evitar una guerra nunca se debe dejar que sin desorden siga su curso, porque no se la evita, sino se la posterga en perjuicio propio. Y si otros alegasen que el rey había prometido al papa ejecutar la empresa en su favor para obtener la disolución de su matrimonio y el capelo de Ruán, respondería con lo que más adelante se dirá acerca de la fe de los príncipes y del modo de observarla.

El rey Luis ha perdido, pues, la Lombardía por no haber seguido ninguna de las normas que siguieron los que conquistaron provincias y quisieron conservarlas. No se trata de milagro alguno, sino de un hecho muy natural y lógico. Así se lo dije en Nantes al cardenal de Ruán llamado «el Valentino» como era llamado por el pueblo César Borgia, hijo del papa Alejandro, ocupaba la Romaña. Como me dijera el cardenal de Ruán que los italianos no entendían nada de las cosas de la guerra, yo tuve que contestarle que los franceses entendían menos de las que se refieren al Estado, porque de lo contrario no hubiesen dejado que la Iglesia adquiriese tanta influencia. Y ya se ha visto cómo, después de haber contribuído a crear la grandeza de la Iglesia y de España en Italia, Francia fue arruinada por ellas. De lo cual se infiere una regla general que rara vez o nunca falla: que el que ayuda a otro a hacerse poderoso causa su propia ruina. Porque es natural que el que se ha vuelto poderoso recele de la misma astucia o de la misma fuerza gracias a las cuales se le ha ayudado.

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