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Manuel Abril García

"Don Dámaso, inventor y farmaceútico"

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Don Dámaso, inventor y farmaceútico
 

«Según noticias, en las cercanías de Madrid sigue la policía la pista de una verdadera fábrica de leche natural, con toda clase de adelantos. "En la fabricación parece que se emplea leche condensada, almidón, bicarbonato y agua, y después se vende esta leche como recién ordeñada.» (De un diario madrileño.)

A don Dámaso, inventor, le perseguía la injusticia desde a cuna. Y si sólo le persiguiera la injusticia, menos mal; pero le perseguía también la justicia, y no sabemos qué es peor, si lo uno o lo otro.

Don Dámaso había dedicado su enero a a la defensa del líquido lácteo. Cuando nosotros publicamos, no hace mucho, un artículo en alabanza del cafe, Recibimos una carta de don Dámaso habiéndonos notar que, en España, todo el que habla con entusiasmo del café, toma el café con leche; y no hay motilo, por tanto, para la postergación de este último producto, que comparte con el café, «mitad, mitad», el triunfo cafetero.

Tiene razón don Dámaso; lo que recibe — impropiamente — el nombre de café, no es tal café, sino producto mágico de una colaboración como otra cualquiera.

Si al café no le echáramos leche, quedaría impúdicamente al descubierto la naturaleza deleznable del tal liquido; pero se le añade la leche, y de dos porquerías, separadamente inadmisibles, se forma una mezcla que nos tragamos sin rechistar y, por añadidura, pagando. Es un caso, como otro cualquiera, de colaboración; y los colaboradores se reparten por igual fama y dinero. ¿Por qué no ha de pasar lo mismo entonces con la leche?

Llevado por este afán reivindicador en favor de la leche, concibió don Dániaso un proyecto innovador y benéfico; la invención de la leche artificial. Eso de que la leche se pudiera echar a perder tan fácilmente, le sabía muy mal a don Dámaso. Él era un hombre cientifico de suyo, y no podía ver con calma al hombre — al Hombre —, rey de la razón — de la Razón —, supeditado a que la Naturaleza, por mero capricho, le agriara, así porque sí y a las primeras de cambio — de cambio atmosférico —, la ya citada secreción vacuna. El hombre debe someter a su mandato las leyes de la Naturaleza. Don Dámaso «se exprimió las ubres del talento» — como él mismo decía —, y puso una fábrica de leche inalterable.

Al primer pronto quiso, por un arranque de amor propio, hacer público el gran descubrimiento; pero luego — sin duda para más cerciorarse de su acierto — lo disimuló, a fin de probar y requeteprobar que nadie sería capaz de notar el substitutivo, como no estuviera en el secreto.

Y, efectivamente, nadie lo notaba. Pero un día ocurrió que doña Gertrudis, vecina y cliente de don Dámaso, se fue de veraneo, dejándose olvidadas en su casa — y sin cocer — dos botellas con cerca de dos litros de leche.

Volvió doña Gertrudis al mes y se encontró la leche... tan fresca, tan fresca como si la hubiese cocido (pues sabrán ustedes que a la leche, para que se conserve fresca, hay — por una de esas rarezas de la vida — que ponerla a la lumbre).

Al ver doña Gertrudis aquello — ¡otra rareza! —, en vez de congratularse, se indignó contra don Dámaso; «¡Ah, granuja, bribón!... ¿Qué me vende este trapisondista en vez de leche?...» Y dio el soplo, bajo cuerda, a las autoridades.

Cuando don Dámaso se enteró, por los periódicos, de que la Policía iba siguiendo la pista de su fábrica, lanzó una interjección láctea, como suya, y estrujó el diario, furibundo.

— ¿Por qué se me persigue a mí, vamos a ver? — decía el hombre.

Y, en realidad, no era fácil saber por qué le perseguían. ¿Que era artificial la leche de su fábrica? ¿Es, por ventura, delictivo lo artificial? La luz artificial, pongo por caso, nos cuesta buen dinero, y la natural, en cambio, se da gratis. ¿Por qué no ha de ocurrir lo mismo con la leche? ¡Peliagudo problema ése de lo natural y lo artificial!...

¡Pues ahí es nada!... ¿Son naturales, por ventura, las patatas fritas? ¿No supondrá la Policía que dan souffiées los árboles?... ¿Por qué no prohiben entonces las freidurías de tubérculos?...

— Pruébenme a mí — decía el buen don Dámaso —, pruébenme a mí que la leche que sale de mi fábrica no puede competir con cualquiera otra; pruébenmelo, y entonces hablaremos.

Don Dámaso tenía razón que le sobraba: ¿Qué habían encontrado, en fin de cuentas, al analizar la leche delincuente? Fuera del agua, único ingrediente impuro y realmente nocivo, ¿qué habían encontrado? Leche condensada, bicarbonato, calcio, plomo..., cuerpos industriales o químicos de corriente circulación en el comercio. Don Dámaso no podía concebir que, circulando por todas partes anuncios que proclamaban «Producto Tal», «Producto Cual», químicamente puros, no pudiera él acreditar la leche de su fábrica, no menos pura desde el punto de vista químico. Don Dámaso no podía concebir por qué le perseguían.

Pero su señora, que concebía — y se comprende — todo lo que no podía concebir su marido, fue y le dijo:

— Mira, Dámaso: tú acabarás preso por tonto. Si tienes que comprar en la botica todos esos polvos que te sirven para hacer la leche, métete a boticario, y los venderás sin tener que tomarte el trabajo de mezclarlos.

Don Dámaso hizo caso a su mujer, y puso una botica.

¡Espléndido negocio en los comienzos!... Por fin, parecía encontrar el premio a sus afanes.

Pero hete que, de pronto, se tuerce la prosperidad, cambia la racha, se retira la clientela, y llega la desventura hasta el extremo de que un amigo juez, muy metido en cosas policiacas, le insinuó la conveniencia de que cerrase la farmacia, si no se quería ver envuelto en un proceso, por perjuicios a la salud.

Don Dámaso estuvo a punto de morir. A la injusticia aquella no se resignaba, y convocó una reunión nada menos que en el ilustre Colegio de Farmacia, para exponer el caso a sus colegas: que examinara el claustro los medicamentos de su casa; que analizasen las autoridades el más ínfimo producto de su laboratorio, y que le cortasen la cabeza si no se ajustaban a la más escrupulosa pureza farmacéutica.

Entonces fue lo grave: todos los congregados, al oírle, se pusieron en pie, llenos de inquietud, de alarma, de espanto; salieron precipitadamente con rumbo a la farmacia de don Dámaso, diciéndose unos a otros: «¿Será posible?... ¡No es posible!... ¡No es posible!...» Agarró cada cual un medicamento, y a la boca; después de un detenido examen, febril y lleno de zozobra, repetían todos ellos a una: «¡Qué barbaridad!... ¡Qué atrocidad!... ¡Pero este hombre es un asno!...»

Don Dámaso recibió a la mañana siguiente una Comisión de farmacéuticos para indicarle la conveniencia de que cerrase la botica.

— Usted no sirve para el caso — vinieron a decirle sus colegas —, porque no hace usted más que desatinos, tanto en la lechería como en la botica. A ningún farmacéutico serio y que conozca su carrera se le puede ocurrir el disparate de fabricar medicamentos de verdad; eso es una burrada tan enorme, que no puede pasar sin protesta. La leche que usted vendía era. mortífera, precisamente por emplear productos químicos; y los medicamentos no hacen daño, y hasta curan en muchas ocasiones, porque no tienen, en efectivo, ninguno de los componentes que los médicos hacen constar en las recetas, no para que el farmacéutico haga caso, sino por puro formulismo. ¿Qué sería de médicos y enfermos si los farmacéuticos fuésemos a tomar al pie de la letra las recetas?... ¿Cómo podría un médico prescribir con mano firme todas esas cosas que receta, si supiera que el enfermo se las iba a meter, efectivamente, en el cuerpo?... ¡Hombre, por Dios!... ¡Hay que tener cabeza!... ¿No comprende usted que a la menor equivocación de los doctores se iría el enfermo al otro mundo? ¿No comprende usted que no hay cristiano que pueda resistir toda esa serie de cuerpos sódicoactivos, coloidales, alcalóidicos, litinobenzoados y opomanganésicobenzoicos?... ¿Se figura usted que somos de cartón?... Pero ¿dónde tiene la cabeza?...

Don Dámaso liquidó al otro día la farmacia, y se hizo un manicomio para él solo...

MANUEL ABRIL.

Buen humor (Madrid). 10-9-1922, no. 41

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