Ramiro de Maeztu en AlbaLearning

Ramiro de Maeztu

"Matilde"

Biografía de Ramiro de Maeztu en Wikipedia

 
 
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Matilde

 

—¿Qué edad tienes, poeta? preguntó Matilde en tono ligeramente maternal.

—Dieciocho años.

—Lo dices ahuecando la voz ¡que me mientes Rodrigo! si fuera veraz habrías contestado:

«Estudio primer año de Filosofía, admiro a Victor Hugo, compongo endecasílabos heroicos y me creo digno de tener dieciocho años». Y no te faltaría la razón. Con esa estatura y esos ojazos, que sueñan despiertos, y esa nariz tan arrogante y atrevida y esa palidez joven y triste... tu cabeza me recuerda un camafeo... ¡Feo, feo, feísimo!

—Y tú, chatilla, ¿cuantos años tienes?

—¡Los que tú monigote!... Al menos hoy, y eso que hoy debiera ponerme muy seria, pero mucho para decirte solemnemente que ya han pasado aquellos años en que era yo sal y sainete de bailes, romerías, paseos y teatros,... que en travesuras y belenes se me ha ido la primera juventud; que ya no estoy para jugar a los novios, que...

— ¡Que no te pongas seria!... Mira, toda tu cara es pura risa... Los ojos, maliciosos y brillantes, la naricita arremangada, las mejillas frescas, con puñados de picardía en los hoyuelos... Pues ¿y ese hociquito tan remonono?... ¡Que no to pongas seria!... Si no te voy a creer.

—Ya que to empeñas te juro, Rodrigo, que me siento ligera, muy niña, como con ganas de saltar a la soga... Tengo dieciocho años. ¡Los que tú!... ¡Somos con-tem-po-rá-neos!... ¿Verdad?

Rióse Matilde, y el mozo se quedó plantado, mirándola a los ojos, con sed febril de posesión ideal. Matilde se dejaba contemplar, llena de gozo. Rodrigo la seguía mirando, como un hipnotizado. La sonrisa inmóvil se le trocaba en mueca; le dolía la frente, como si fuera a hinchársele por encima de las cejas.

— ¡Tantas imágenes tuyas encierra mi cabeza que el mejor día va a estallar! musitó el mozo al oído de Matilde.

—¡Calla, calla y aparta los ojos!... ¡que pasa gente!

—¿Y qué me importa?... Tan orgulloso estoy de tí que quisiera hacer de todo el mundo nuestra cámara nupcial.

Volvió a reírse Matilde, poniéndose grave interiormente. ¡Para amor verdadero el de Rodrigo, su poeta!... Frases así transportaban de súbito su fantasía a lejanos parajes, de profundas, extrañas felicidades, íntimas, serias, casi religiosas... Cerrando los párpados se imaginaba a su Rodrigo como a príncipe leyendesco que la elevara de la tierra para mecerla en el azar. Al abrirlos y verse mirada por dos ojos tan claros y tan niños, le entraban deseos de agarrar al mozalbete por las orejas, abofetearle los carrillos y retorcerle las narice.s hasta morir de risa. Pero, ¿quién se tomaba esas confianzas con un poeta trágico? Y por otra parte ¿cómo tratar en serio a un estudiante de preparatorio?

La pareja prosiguió caminando. Un minuto más tarde al taconeo de las botas sobre las piedras de la calle, sucedía el blando ris-rás de la arena pisada. Ya en el parque, bajo los castaños de colgantes ramas, el amor de Rodrigo y de Matilde, se encontraba al amparo de discreta obscuridad, apenas rota de trecho en trecho por la incierta luz de los faroles, que parpadeaban entre el follaje movedizo. Nuestros amigos se sentaron en un banco, alrededor del pino grande. Ni faroles, ni luz. En lo alto las ramas protectoras, dando al viento melódicos snsurros. Entre el banco y la vereda, donde algún solitario se deslizaba, el amplio tronco del árbol patriarcal.

Rodrigo, codicioso, abrazó por el talle a Matilde y la besó en el cabello.

—¿Te vas a estar quieto?

—¡Si no he de parar hasta que me devuelvas estos besos!, y Rodrigo la besaba en la cabeza, en el traje, en las manos ¡gentil escudo que defendía la boca de Matilde de la boca perseguidora del galán!

—¡Imprudente!... ¿Y si nos vieran?... ¡No sabes lo que pierdo la muchacha que se deja besar por su novio!

—Pues dame un beso... ¡Ya verás como entonces te dejó tranquila.

—¿De veras?... Mira que te cojo por la palabra.

—¡Ojalá!

—Mira que to obligo a besarme.

—No será por la fuerza, repuso Matilde, zafándose ligera de los brazos de Rodrigo y poniéndose en pie. —Pero si me juras no volver a besarme este noche y si me permites comunicarte una mala noticia, entonces...

—¿Entonces?

—¡Te doy un beso!

—¿Esta noche?

—¡Esta noche!

—Pues te juro... y te autorizo... y te...

Rápida y silenciosamente se dejó caer Matilde sobre una rodilla de Rodrigo, anudó los brazos, grilletes de amor, en el cuello del mozo y le besó en los labios... Fue el primer beso que recibió Rodrigo de una mujer que no ora su madre; fue un beso largo y estrecho, callado y musical, tanto más lleno de notas y palabras, cuanto más silencioso, tanto más enérgico cuanto apenas los labios de Matilde rozaron los del mozo. Ella le miró con tal fuego en los ojos, que Rodrigo cerró los suyos, ofuscado, dejándose besar, el alma en éxtasis, muerta la voluntad, la existencia agolpada en la boca, desvanecida toda otra sensación, como si el cuerpo de Matilde no le pesara en las rodillas y el viento hubiese acallado sus murmullos y aquel beso no tuviera principio y nunca debiera terminar...

Matilde volvió a ponerse en pie. Rodrigo permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, no atreviéndose a romper el encanto, como aspirando a que en los labios se le fijara para siempre la sensación del beso. ¡Oh, si la boca de Matilde fuera de Iiierro enrojecido al fuego... qué gusto, qué bien!...

—Vamonos, ya es hora, dijo Matilde.

Rodrigo se levantó, adolorido y tembloroso.

—Y allora, añadió la muchacha, ¡la mala noticia!

—¡No, no, hoy no, de ningún modo!, exclamó asustado Rodrigo, cerrando los ojos y la boca, como para aprisionar el beso recibido.

—¿Y no me hablas autorizado a...?

—Pues, otro día, ¿no vas mañana por la tarde al baile del Teatro?...

Al día siguiente, a la hora de la cita, Rodrigo estaba en el teatro. Máscaras, música, bullicio y alegría. Las miradas del mozo iban y venían del reloj de bolsillo a la entrada del salón, y en la mente de Rodrigo los calendarios se forjaban solos. «Estudiaré la carrera por enseñanza libre; seré licenciado dentro de un año, y me casaré con Matilde. Si mi padre se opone, que se oponga. Me caso y me la llevo a Francia. Lo peor es que no tendré edad para ejercer la profesión; aprendo la teneduría de libros y me meto en una tienda». Y se sorprendía viajando en pleno disparate». »¡Las cinco!... Y no ha venido!...» Daba vueltas por el salón. Uns máscara le decía: «¿Dónde has dejado la novia?»; otra: «¡Melancólico estás!... ¿Se te ha muerto alguien?»... Y Rodrigo daba vueltas y más vueltas y las habaneras sucedían a las polkas y las mazurkas a los valses y dieron las seis y las siete y las ocho y acabó el baile y Rodrigo se marchó a casa, tambaleándose, ebrio sin haber bebido, todo el salón volteando en su cabeza, los ritmos de las lloronas habaneras gimiendo en la memoria.

Fue por la noche al baile del casino. Allá se estuvo en un rincón, sordo a las solicitudes de las máscaras y a los reproches de los amigos. A la madrugada escribió a su Matilde una carta que empezaba diciendo: «Lo que has hecho conmigo no tiene nombre», y acababa preguntando: «¿Estás enferma?... Me muero de angustia».

Volvió el lunes a los bailes, tarde y noche; ni respuesta a su carta, ni Matilde. Volvió el martes; y se recogió al amanecer, rendido de cansancio, sueño y soledad. El miércoles de ceniza recibió carta de Matilde; he aquí lo sustancial:

«Te he visto durante tres días triste y solo. Sé que me quieres y me da mucha pena lo que voy a decirte. Quise hacerlo el sábado; no me dejaste; debí desengañarte ayer o anteayer; no me atreví. ¿Te acuerdas de cuando te anuncié una mala noticia? Me caso, Rodrigo. Hay un hombre que lealmente me brinda su mano y yo no puedo menospreciarla. Mis dieciocho años del sábado se han convertido en veinticinco. Soy ya demasiado vieja para ti; dentro de algunos años lo sería para todo el mundo. Te parecerán egoístas estas razones; acaso lo sean; en fin, eres muy niño, mañana serás hombre... ya me juzgarás mejor cuando me entiendas.»

Durante algunas semanas no supo Rodrigo darse cuenta de lo que le ocurría. Se enteró de que, efectivamente, Matilde iba a casarse con un forastero, empleado del gobierno, pero las ideas se lo escapaban; sensaciones y recuerdos se le confundían y cuando al cabo, se resolvió la crisis en abundante lloro, su primer pensamiento fue una pregunta:

—Pero, entonces, ¿por qué me besó así?

...Pasaron varios años. Cayeron nuevos dolores sobre el primer dolor y el adolescente se hizo joven y la pasión recuerdo. Y una tarde, vuelto el mozo a la ciudad natal, caminaba por solitaria calle cuando un ruido de pasos le hizo volver la cabeza; le seguía una mujer a veinte metros; ¡Matilde!... Sintió Rodrigo que le quemaban el pecho los rencores, como carbones no apagados... ¡Aquella carta, aquellos bailes lúgubres, el beso aquel, beso de Judas... Rodrigo apretó el paso... Detrás sonaban los de Matilde, cada vez más seguidos; llegó hasta a escuchar la respiración de su antigua novia, creyó que una voz le llamaba; acaso la curiosidad que le dijo: ¡detente!, pero el rencor le ordenó: ¡anda!, y Rodrigo echó a correr.

— ¿Creías que no ibas a pagármelas?

 

...Y pasaron más años, y hubo trastornos, guerras y epidemias y el tiempo coronó su labor y pudo Rodrigo disponer de su alma para depositarla en labios que no eran de Matilde... Y una tarde al pasar nuestro amigo por veraniega playa, llevando del brazo a una mujer, se cruzó con una pareja rodeada de dos niños; la mujer era Matilde, siempre bonita, pero más hecha, más envejecida, con hilos blancos entre el pelo castaño; y el hombre, su marido, el empleado del gobierno. Matilde y Rodrigo se miraron con intensa mirada, hasta que el joven ruborizado, bajó los ojos.

La acompañante de Rodrigo exclamó:

—¡Tu conoces a esa mujer!

—No, repuso vacilante nuestro amigo.

—Sí, si, hay miradas que no engañan.

Y Rodrigo, cediendo al deseo de evocar el recuerdo de su primer amor, refirió lo arriba escrito, exclamando para terminar.

—Lo que me duele es no sabor a ciencia cierta si me quiso.

—Si que te quiso; to lo acaban de afirmar sus ojos; antes to lo corroboró on aquella caminata para alcanzarte y deshacer con una explicación la mala inteligencia... ¿Te quejas de la perfidia de aquel beso?... ¿Y sino fue perfidia?... ¿Y si fue amor, limosna do amor, adiós apasionado al amor en el principio de la prosa?

 

Y pasaron más años. Y ahora, ¡oh mujer verdadera que te escondes bajo el nombre de Matilde, perdona a tu Rodrigo!... Los ojos indiferentes del lector extraño no debieran profanar esta vulgar historia... ¡Hubiera sido tan hermoso aguardar a que el azar nos reuniera y contárnosla los dos, los dos a solas!... Pero hoy me encuentro triste; el día es frío y húmedo, como los de mi pueblo; un organillo pasa por la calle y rompe en lánguidas habaneras, como las de aquel baile. La música arranca este recuerdo do entre el pozo de las cosas pretéritas. Quisiera verte y es imposible; no sé donde andas; la murria me domina; pienso en que puedas estar triste, en que tal vez te abrume la monotonía de las horas iguales; me imagino que acaso te agrade sumergir el espíritu en las penumbrosas lontananzas del pasado y acordarte del beso aquel, beso de Judas, que fue al mismo tiempo protesta de pasión y despedida al ensueño imposible... Por eso arrojo estas cuartillas al rodar de las hojas impresas...

Ramiro de Maeztu

Madrid (Madrid. 1901). 26-6-1901, no. 8

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