Mirando el último eclipse de la reina de la noche, que dirían los abuelos románticos, mientras la luna recobraba con lentitud su zona iluminada, asemejándose a una dignidad eclesiástica que mitigara su faz luminosa con oscuro solideo en la cabeza astral, el espíritu dábase a gratas divagaciones estelares, no obstante lo poco que he contemplado el cielo. Me intrigaba también algo incipiente de capricho científico, no obstante mi lectura escasa, por no decir nula, de Verne. Pero ello es que el impulso interior a lo desconocido nos arrastra inevitablemente, y que de las cosas ignotas el cielo cosmográfico es lo que nos llama con voz humana, o al menos como de hombres la escuchamos, ya que de la hermosa posibilidad se habla en los libros, ya que Marte se empeña en hacérsenos sospechoso. Y bien, ¿por qué no? Aduzcan otras razones de lógica ordinaria; hablen los sabios de hipótesis admisibles en la ciencia de la naturaleza; los filósofos hablen de conveniencias ontológicas y hablen los mismos moralistas ortodoxos empeñados en extender el número de las creaciones divinas. Yo me expreso con una razón más fácil y poderosa. ¿Cuál?, diréis. Mi cansancio incurable de lo terreno, mi aburrimiento del vulgar patrón en que están calcados los hombres, mi fastidio de la fisonomía corriente de las consabidas mujeres. Es fuerza que existan otras cosas y personas distintas más allá de la eclíptica. Cuando en la médula de las generaciones venideras se albergue, como un mal corrosivo, el fastidio heredado de los padres decadentes, los multiplicados gestos de hastío sobre el planeta monótono se trocarán en alegre expresión de los rostros al dar con la gracia de invencibles fuerzas impulsoras para los globos de la gran aventura, al descubrir un recurso para llevar atmósfera por el vacío, atmósfera que una travesura meteorológica depara al pulmón hasta el desembarque en la estrella remota. La añosa poesía de los príncipes de los cuentos que se iban a buscar esposa a desconocidos países se quedará corta ante la amable realidad. Ya no sólo el príncipe, también el villano y la clase media decorarán su vida con la expedición aérea a ciudades planetarias que tendrían bastante con su novedad para subyugar al viajero.
Todos dejarán la casa en que nacieron en el secundario cuerpo celeste; todos se despedirán de la familia consternada, y vencedores de la lluvia, del aire y del vacío, tocarán el término de su éxodo audaz en la ciudad nueva como el más original de los sueños, como el alma misma de lo imprevisto; tan nuevo que por sus calles nos consideramos indignos de andar si no nos descalzamos; que su luz nos llegue; que el idioma de sus habitantes nos deje mudos, siendo así ciegos que todo lo ven y sordos que lo oyen todo; ciudad tan nueva que cada una de sus mujeres se llame Novísima; ciudad tan nueva que el beso de sus hijas haga decir a las bocas humanas que lo reciban: ¡Oh frescura, anticipo de los ósculos eternos!; ciudad tan nueva que en ella diga el cuerpo: ¡Me han dado a luz por segunda vez!; ciudad tan nueva que el alma prorrumpa: ¡Amigo y padre Platón, acompáñame en esta metempsicosis en que el amor resucita cada momento que vive! -Los inocentes enamorados que hoy se duelen de penas del querer, de la ausencia por unas míseras leguas, deben de considerar el horror de distancias que sólo sondea la pupila telescópica. Eva en Canopo, Adán en Vega de la Lira. ¿Qué decís? -Pero a la ida corresponde el regreso. Los argonautas volverán dueños de un amor insólito encontrado en la peregrinación por los astros. Vuelto el adolescente a cualquiera de las cinco partes del mundo, presentará en la casa familiar a Novísima cuya voz es un címbalo de la gloria, su carne como de niebla, sus ojos dos lucernas mágicas y su alma océano de paz siempre nueva. Y el padre terreno, la madre y los hermanos terrenos, los consanguíneos terrenos, oirán hacer al argonauta, quién sabe si astral o terrenal, el celeste panegírico de la esposa celeste.
El Regional, Guadalajara, 20 de junio de 1909 |