Para una enferma
Te hablo de amor y sonríes... pero sonríes con la melancolía de la que sabe que no puede entrar con pie ágil y espíritu gozoso en la barca que se mece sobre el espejo del mar... ¡pobre Alma! Sonríes ante el fervor de mis palabras como diciéndome: No puedo, estoy enferma.
Piensas que es lamentable que yo vibre de pasión por tus pálidas manos y tu pálida frente, si tus manos están más cerca de la sombra de la tumba que del anillo nupcial, y si tu frente ha de recibir el contacto de los gusanos en vez del de la corona de azahar. Juzgas que te invito a una loca fiesta de amor para que tu corazón palpite como un péndulo precipitado, cuando una sacudida brusca de la noble entraña te mataría. Consideras que es triste que yo quiera llevarte por senderos de idilio, con flores aromáticas y pájaros cantores, cuando comienzas a avanzar con rumbo a la muerte, como si caminases por la ruta desolada a cuyo fin está el patíbulo...
¡Mas cuánto yerras, Amor! Sí, es cierto, ya lo sé... Estás enferma y en riesgo de morir. El corazón que se ha estremecido por mí, pictórico de ternura, no funciona bien. El médico uncioso que juntó su cabeza a tu pecho para oír el ritmo con que se agita la entraña enamorada, descubrió que es insuficiente para dar salida al caudal de sangre generosa. ¡Gracioso simbolismo el de tu enfermedad! Eres un vaso frágil en que ni la sangre ni el amor pueden contenerse, ¡pobrecilla urna que te rompes al dilatarse el tesoro que encierras!
Sí, estás enferma... probablemente se agravará tu mal y morirás; pero ¿acaso he creído, al soñar con tu garganta de nieve, que será eterna? Yo adoro tu cuerpo por ser la envoltura gentil de tu alma.
Si mañana tu alma se liberta, mi amor perdurará sobre el pecho y las manos y los ojos adorados que se pudran en la tiniebla húmeda del ataúd, y aguardaré la hora de mi liberación para ir contigo. Y nuestras almas, mecidas por un soplo de otros mundos, se columpiarán libando la esencia de la misma flor inmortal como dos mariposas diáfanas...
Presiento la catástrofe.
Despertarás una mañana gris, creyendo oler en tu lecho un vaho de tumba, un hálito rancio. Afuera, la llovizna caerá en el patio. Te sentirás triste y sofocada. En tus ojeras habrá la sombra de la agonía, y pensarás en mí y te sentirás cada vez más sofocada. La muerte entrará a la alcoba, haciendo sonar sus articulaciones descarnadas, con un ruido de goznes viejos. Llegándose a tu lecho, apoyará sus puños glaciales y sarmentosos sobre tu corazón, hasta asfixiarte. Darás un grito, la noble entraña se agitará por última vez como bestezuela oprimida y sobre el lecho habrá un cadáver.
Mas... ¿qué importa? Una fosa es lo mismo que una cuna. Morirnos es ir hacia la luz. Cuando el oro oscuro de tu cabellera y tus manos vírgenes y tu boca poemática y tu blanco pecho no sean más que un despojo helado, más que la desolación de una rosa difunta, bogarás por el éter luminoso, como una alma de selección.
Amada: la barca va y viene sobre el lomo inquieto del mar... Tripulemos en ella. Si la fatiga te agobia, te llevaré del brazo a la barca. ¿Ves? Ya estamos sobre el enorme espejo, que se divierte bordando espuma. Remamos, con el abismo debajo de nosotros. Nuestro amor sabe remar, como los paganos que ofrecían sacrificios a Neptuno. De súbito, el cielo se encapota, el relámpago amarillea en el horizonte, el monstruo ruge por sacudirnos de su lomo encrespado. Una ola negra se mira venir. No tiembles, Amada. La ola negra, gigantesca, se tragará la barca; nos dormiremos en el océano pavoroso, para despertar en los Campos Elíseos. En la luz...
Tristán
El Eco de San Luis, San Luis Potosí, 3 de septiembre de 1913 |