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Leopoldo Lugones

"La última carambola"

Biografía de Leopoldo Lugones en AlbaLearning

 
 
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Música: Granados - Valses Sentimentales No. 1: Vivo: Mis Iloros y añoranzas eran cantos tristes
 
La última carambola
 

Don Fulgencio era un hombre metódico: bebía su agua en una clepsidra, y comía su comida con un cuchillo que era un doble decímetro graduado y un tenedor que era un minutero. Como el judío del cuento medieval, tenía su alma enroscada en la espira de un reloj. Era además hombre trabajador y económico. Los 86.403 segundos de su día estaban distribuidos con exactitud matemática, y producían cada veinticuatro horas sesenta gramos de oro correspondientes a 1440 minutos de trabajo. Lo cual, como puede verificarse por medio de un cálculo sencillo, arroja 43.200 minutos mensuales, cuyo producto es 820 gramos de oro, o 518.400 minutos anuales, equivalentes a 86.400 gramos del precioso metal. De estos 86 kilogramos de oro, gastaba exactamente don Fulgencio 1.040.807.080 en satisfacer una pasión: el billar. Aunque don Fulgencio no era físico, se sabía a pulso toda la teoría del juego, y muy ladino había de ser el experto que consiguiese hacerle pareja.

Una noche no se sabe por qué extraño capricho de sus facultades mentales, don Fulgencio, al volver de una partida, se puso a pensar. El día había sido de grandes novedades. En una esquina, cierto mendigo audaz se atrevió a pedirle una limosna, y nuestro hombre, por una de esas debilidades a que no escapan las naturalezas mejor templadas, cometió la torpeza de alargarle cinco centavos. Esto produjo en su ser un desarreglo profundo, pues siendo la presión de su pie al caminar, de un tercio de kilográmetro precisamente, la extracción de aquella moneda ocasionó un brusco aligeramiento de un décimo de micrón, más fracciones, que el sensible organismo de don Fulgencio experimentó desde el calcañar a la coronilla.

Naturalmente, sus ideas se trastornaron, y empezó un triscar de borreguillos cerebrales que alcanzó todos los límites del desequilibrio. Su cordón medular, agitado por bruscos tirones, le agitaba como una campana la mollera. Y no hay que extrañarlo, pues don Fulgencio era una balanza de precisión ante la cual se hubieran quedado chiquitos Cardau y Foucault, no obstante sus conocimientos basculares. Sería calumnia sospechar que la limosna afectaba moralmente al hombre metódico. No. Era cuestión de peso y nada más; aquel décimo de micrón, más fracciones, tenía toda la culpa.

En este singular estado de ánimo, fue cómo don Fulgencio se puso a pensar. Pensó primero en sus 86 kiiogríimos de oro, sin olvidar el pico de cuatrocientos gramos, y su corazón se llenó de ternura. Vió aquella cantidad multiplicada por un número inconmensurable de ceros, y la ternura se trocó en adoración. Dulces lágrimas humedecieron los ojos del pobre hombre y se sintió capaz de todas las generosidades y de todos los heroísmos. Estos movimientos del ánimo suelen caracterizar el primer amor. La enorme masa de metal que tenía ante los ojos, le deslumhraba; sintióse, comparado con ella, en la misma relación que un gorgojo con la media naranja de una catedral; y como la masa crecía, redondeándose en bola, acabó por ocupar medio firmamento, y entonces don Fulgencio advirtió que era el Sol.

¡El Sol! ¡Él era, entonces, propietario del Sol! iQué bola para hacerla rodar en un tacazo temerario contra las barandas del firmamento! Y el jugador reapareció bruscamente en el ensueño. Pues el billar era la parte flaca de don Fulgencio, que, lógicamente, debía preferir el ajedrez y profesar culto al dominó. Todos estos organismos equilibrados tienen su fallo, pues la naturaleza reconquista por algún lado sus derechos. Aquellas «mesas» de don Fulgencio, que le salían a 0.28518 por día, eran cosa de maravilla; eran la mancha en el armiño de su regularidad; eran su fantasía, la única a que se hubiera entregado durante cuarenta años de existencia isócrona. De ahí que en el sueño, la riqueza y los astros se le presentaran en forma de bolas de billar gigantescas. Una sonrisa de infinita beatitud iluminó las facciones del hombre regular. Ahora necesitaba otra bola para hermanar, y el mingo, la bola roja, con el objeto de completar la fantástica carambola. Y don Fulgencio, que entre otras cosas sospechaba la redondez de la tierra, pensó en la tierra. Su brazo impulsaba con titánica energía los dos inmensos juguetes planetarios. ¿No era acaso él, don Fulgencio, el hombre rico que posee la tierra, y plagia a Josué cuando le parece? El Sol era su oro, y alrededor de esa esfera la tierra giraba, fascinada, como una mosca en la tela de una araña. iQué magnifico iba a resultar el choque! ¡Qué explosión formidable conmovería los ámbitos del espacio! ¡Qué reventazón de llamaradas envolvería a la creación en un relámpago de infierno!

Las dos bolas rodaban sobre el paño de los cielos con estrépito formidable. Devoraban millones de leguas en su curso, pero no llevaban trazas de juntarse. Faltaba la bola roja, el mingo, que produciría la carambola. Don Fulgencio sudaba a gruesas gotas, sofocado, anonadado por el espectáculo terrible. Bajo la rotación de los dos astros las estrellas reventaban como vidrios. Pero el sol y la tierra, la bola de riqueza y la bola de trabajo, no llevaban trazas de juntarse. Faltaba la bola roja, el mingo, que decidiría la carambola. ¿Dónde encontrarlo? ¿Dónde hallar un equivalente de esas esferas monstruosas? Don Fulgencio tendió los brazos, desesperado. Hubiera echado a rodar su cabeza por los cielos si la creyera apta para provocar la conjunción. Su oro, su querido metal, su vida, mejor dicho, jugaba contra la tierra y nada podía definir aquel lance!

¡La bola roja! iLa bola roja! Hé aquí lo que hacía falta.

En aquel momento, don Fulgencio se sintió botar por los aires. Una explosión gigantesca conmovió las paredes. El mingo! ¡el mingo! tuvo tiempo de exclamar aterrado.

Y efectivamente, el hombre metódico acababa de volar, reventado por una bomba de dinamita.

 

Fuente: "Caras y caretas" Buenos Aires, 28 de Enero de 1899

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