Era original, nuestra gran casa de Dakar, que yo había puesto tanto cuidado en embellecer. Nos habíamos apegado a ella, hasta nos habíamos apegado a la señorita María-Felicidad, la vieja mulata que nos la alquilaba.
Esta casa estaba separada en dos, según el gusto yoloff, por un tabique a media altura del edificio. La pieza del fondo, modesta, daba al jardín y contenía nuestras camas de campaña. Los muestaban hechos con viejas tablas desecadas por el sol y embadurnadas de cal. Lagartijas azules corrían por doquiera; había también anchas arañas chatas que me inspiraban un profundo horror.
La pieza de delante era suntuosa; tenía balcón corrido sobre la calle desierta y estaba enteramente tapizada por esteras blancas, con un gran lujo indígena. La puerta del fondo, adornada con lanzas y talismanes, estaba cubierta por una larga cortina yoloff de colores deslumbrantes; había sofás a la oriental, panoplias de cuernos de gacela, colmillos de elefante. Había también un cráneo de hipopótamo y una piel de girafa que habíamos traído de Podor.
En esta pieza estaba mi piano, objeto de todos mis orgullos. Era un piano que, por casualidad, se hallaba en venta en casa de unos franceses de la Ciudad. Provenía del yate del emperador Napoleón III, y, antes de venir a encallar en el Senegal, había rodado los mares bajo todos los climas. Al comienzo, su precio me pareció demasiado alto para mi bolsa de cadete, pero, tan pronto puse la mano sobre el teclado, quedé seducido por su sonoridad maravillosa y no pude dejar comprarlo. Tenía un sonido profundo, muy dulce y como lejano, en el cual yo encontraba un encanto infinito, a las horas-que la nostalgia me invadía en aquella casa de destierro.
Me acuerdo que una tarde, solo en nuestro salón, traté de sacar en este piano un aire negro muy melancólico en tono menor, cuando oí, detrás de mí, un deslizarse imperceptible como el de una cosa lisa, pero bastante pesada, que hubieran arrastrado con precaución sobre las esteras. Un movimiento instintivo de temor me hizo bruscamente volver la cabeza y pude ver una gran culebra de las arenas, escapándose por un agujero del piso.
Mi música había atraído a esta serpiente y, en lo sucesivo, conseguí varias veces hacerla volver; para esto era menester una calma absoluta en el cuarto y tocar largo tiempo, sin interrupción, aires quejumbrosos, sobre notas agudas.
En el corredor del jardín había un viejo banco semi-escondido por dos altos laureles-rosas, donde anidaban colibríes verdes que cantaban con su vocecita suave, durante los agotamientos del mediodía.
Yo había adoptado este banco para mis siestas y en torno mío se elevaba, de toda la naturaleza en calma, bajo el enervante calor, el terco chirrido de las langostas. De tarde en tarde me llegaba también un canto de mujer nubia; un canto agudo y triste, que sentaba bien en aquel cuadro exótico de sol y de arena.
¡Cuanta niñería habíamos gastado para componernos un interior con mucho color local en casa de esa vieja María-Felicidad! Requeríamos alrededor nuestro animales exóticos, como los tienen todos los coloniales que se respetan, y lo que nos pareció más indicado para comenzar fue procurarnos un marabú doméstico.
A primera vista, este pájaro no parece excesivamente decorativo; sin embargo, cuando se ha vivido largo tiempo en el Senegal, se concluye por encontrar que su aire recogido y triste de viejo animal hierático, va bien con aquel país extraño, incambiable y desolado.
Los estrenos del marabú bajo nuestro techo fueron de los más felices. Nosotros fuimos para él amigos de confianza, de ningún modo bromistas, como suelen serlo los oficiales jóvenes, terror de sus semejantes, que les hacen toda especie de jugarretas, para gozar con su aire cómico de dignidad ofendida...
Hasta comprendió que nos imponía respeto, aquél gran pájaro fetiche, un poco ridículo, con su cabeza calva, siempre inclinada hacia adelante, como presa de profundas meditaciones, y sus alas negras, que cuelgan a los lados, como las anchas mangas de los ulemas del Moghreb. Su andar er a mesurado; tomaba actitudes de sacerdote oficiante para llenar los menores actos de su vida, y hasta en su glotonería poní a cierta unción.
Inútilmente tratábamos de atiborrarle de pescado y de carne, porque los objetos más heteróclitos no dejaban por eso de desaparecer en su vientre blanco, con un chasquido sonoro de su gran pico desecado.
En general, lo dejábamos; no permitiéndonos intervenir sino en interés suyo, cuando se había tragado algo verdaderament e demasiado indigesto; por ejemplo, una arandela de cobre, sostén de una bujía, su plato preferido. Su mirada, entonces, se hací a inquieta, su pico se entreabría, su respiración volvíase jadeante, y era urgente proceder a una operación delicada, pero a la cual él se prestaba muy bien: uno de nosotros cogía el pájaro por las patas, lo ponía cabeza abajo, el otro le golpeaba la nuca con un palo, hasta que el objeto que no había querido pasar cayese por tierra. Una vez suelto, el marabú recuperaba toda su gravedad majestuosa.
Nuestra segunda adquisición fue una deliciosa cotorrita. Era asombrosamente afectuosa, la pobrecilla, y había sabido conquistarnos enseguida. Cuando se le acercaba el dedo para rascar su cabecita verde, ella encorvaba el cuello, mirándonos graciosamente de lado, con su bonito ojo negro, tan redondo.
¡Ay! no duró sino poco tiempo entre nosotros y fue muy pronto víctima de la voracidad del marabú.
Nuestros dos pájaros, sin embargo, parecían hacer buena pareja, y a menudo el marabú, con un aire protector y solícito de hermano mayor, acompañaba a la cotorrita en sus paseos alrededor del jardín. Nosotros estábamos lejos de temer semejante desenlace.
Un día, el gran pájaro de cráneo calvo se mostró particularmente tierno para su compaiiera. Se pavoneaba ante ella, sobre sus largas patas, como presa del trance de no poder expresar toda la inmensidad de su amor, y nosotros asistíamos, conmovidos, a aquel espectáculo emocionante. Pero, bruscamente, antes que hubiésemos tenido tiempo de saltar, el grueso pico del marabú se abrió ampliamente y se volvió a cerrar sobre la cotorrita, con su ruido característico de madera seca... Inútil decir que la asquerosa bestia hipócrita fue rapidárnante puesta con las piernas al aire y que los golpecitos con un palo que yo le asestaba en la nuca carecieron esta vez de delicadeza. La pobre cotorra reapareció muy pronto; su corazón latía todavía, pero todo sus huesecitos estaban rotos y no pudimos salvarla.
El marabú debió arrepentirse más tarde de su crimen, porque nuestra cotorra fue reemplazada en casa por un mono de los más malignos. Desde que vio a este recien llegado, el pajarraco comprendió que ya no sería el dueño incontestable del bogar. Y fue pomposamente a encaramarse sobre una rama, al jardín.
Y nuestro hogar perdió, en las horas de la siesta, su tranquilidad monótona. En vez de dormir, nos fue preciso sin descanso poner paz entre nuestros huespedes.—Toda la falta era seguramente de parte del mono, porque siempre era el que comenzaba—Después de las comidas, en cuanto veía al marabú, harto, cerrar sus viejrs párpados grises, se le aproximaba a paso de lobo, le arrancaba bruscamente alguna de las plumas negras que adornaban su cola.
El mono recibía entonces un rudo picotazo y escapaba a menudo con el cráneo lleno de sangre. Pero las hermosas plumas tenían para él un atractivo tan irresistible que no podía dejar de renovar siempre su hazaña.
Estos manejos duraron muchos meses. El marabú adquirió un lamentable aire de resignación consternada, su arrugada cabeza se hundió todavía más profundamente en su cola blanca, su plumaje fue haciéndose hirsuto y desteñido. Ya no abandonó su refugio sino por la noche, cuando su enemigo dormía.
Del libro póstumo "Diario de un cadete"
Castilla, Madrid, 1924 |