Yo mismo me asombro de prestar mi voz a esta buena obra, tan desviada de mi camino, que, a primera vista, me dejó casi helado. Y sobre todo, me asombro de hacerlo por convicción, con un verdadero deseo de que se me escuche, de persuadir, de arrastrar, como he concluido por ser yo mismo arrastrado.
Este otoño, un respetadísimo almirante me escribió para rogarme que me ocupara de los hospitales de Pen-Bron, cuyo nombre oía por vez primera. Confieso que si la carta no hubiese ido firmada por aquel marino, hubiera vuelto la cabeza. ¡Dios mío, lo que en ella me pedía y acerca de qué! Un hospital para los niños escrofulosos; ¿qué podía importarme a mí eso? Mejor era que dejasen morir a esos pobres pequeñuelos, para ahorrarles una vida miserable, y quizá una descendencia vergonzosa. ¡Bastantes marchitos hay en Francia, y rezagados en nuestros ejércitos!...
Sin embargo, por veneración a quien a mí se había dirigido, contesté que haría cuanto pudiera, y aún más, con la mejor voluntad. Y escribí, un poco a regañadientes, al fundador de Pen-Bron (M. Pallu, cuyo nombre y señas me daba el almirante) que podía disponer de mí.
Dos o tres días después llegó de Nantes, para verme, M. Pallu en persona.
Al pronto no me conmovieron sus calurosas palabras. Esos pequeños seres enfermizos, esos niños escrofulosos de que me habló continuaban no causándome más que un vago terror, una lástima relativa mezclada con no sé qué asco insuperable. Escuchábale yo con resignación. Contóme que le llevaban algunos con los miembros tendidos en apósitos acanalados, miembros corroídos por llagas horribles; en cajas pequeñas le llevaban otros, que materialmente casi se caían a pedazos; y al cabo de pocos meses los ponía en pié, les rehacía los huesos, una especie de salud, les aseguraba la vida...
Cansado al fin, le interrumpí para decirle un poco brutalmente: «Quizá fuera más humano dejarlos morir.»
Con gran tranquilidad me respondió que era de mi parecer. Entonces comencé a presentir que acaso pudieramos entendernos; su obra tendría sin duda segundas intenciones que él me explicaría, un alcance más alto que aún no adivinaba yo.
Poco a poco me enseñaba cosas inauditas para mí, que me espantaban: los progresos de esa enfermedad, cuyo solo nombre es un oprobio; los progresos cada vez más rápidos, sobre todo en estos últimos años; las miserias, el empobrecimiento físico de los niños de las grandes ciudades; ¡la tercera parte lo menos de la sangre francesa ya viciada!...
Estas curaciones, en Pen-Bron, de pequeños seres á quienes teníase por perdidos y que han de quedar lastimosamente débiles, no tenían para él más valor que el de experimentos de ensayo; demostraban que ese mal, cuyo nombre no quiero escribir más, era curable, en absoluto curable con ciertos climas especiales, con la sal y con el mar. Y entonces soñaba con extender su obra, hacer algo inmenso, general; intentar la renovación de la raza entera.
«Hoy—me decía — en este hospital, tan penosamente fundado, que sólo puede albergar cien niños, no tenemos más que el desecho de los otros hospitales de Francia; pobrecillos fenómenos morbosos que han rodado años de cama en cama, que han aburrido a todos los médicos, y que nos llegan in extremis, cuando nada puede esperarse ya de ellos. Pero, si en lugar de cien niños pudiéramos recibir en Pen-Bron millares y millares, en grandes edificaciones escalonadas en kilómemos de fachada, a lo largo de toda esta maravillosa península de arena, donde el aire siempre es tibio y está impregnado de sal; si en lugar de esas criaturitas cuya carne está horadada con profundos agujeros, nos llevasen todos aquellos a quienes apenas les ha tocado aún la enfermedad, todos los que sólo están amenazados: ¡oh! si pudiera hacerse ir allá todos los años a todos los pequeñuelos paliduchos, a todos los chicos enclenques que crecen sin aire en las fábricas de las grandes ciudades y que serán después débiles soldados llenos de costurones, y cuyos hijos todavía serán más lastimosos; sí pudieran ir todos, en esa edad en que la constitución se mejora tan pronto, a pedir al mar un poco de aquella fuerza que da a los marinos, a los pescadores...» Y a medida que me explicaba sus ideas, conforme las engrandecía ante mí con una convicción ardiente, veía ya subir a sus ojos algo así como la expresión de un apóstol; entonces comprendí que la obra a la cual había consagrado su vida era noble, francesa, humanitaria.
Así, pues, conquistado ya casi para su causa, le prometí ir a Pen-Bron, para antes de intentar hablar de ello (no sé hablar sino de lo que tengo bien visto), ver lo que él había comenzado a hacer allá, en sus «arenas maravillosas» , como las llamaba.
***
Algunas semanas más tarde (a fines de Septiembre) estamos en Croisic, en el puerto atestado de barcas pescadoras. Ante nosotros, el agua marina tiene ese azul más intenso que toma siempre en los sitios donde por influjo de ciertas corrientes está más cálida y salada. Y alli abajo, más allá de las primeras bandas azules, un vetusto edificio con azotea, recién blanqueado, elévase aislado por completo sobre arenales que semejan una isla. Ese palacete es Pen-Bron; jamás hubo hospital que menos lo parezca; hasta cuesta trabajo figurarse que aquella alegre habitación al aire libre pueda encerrar tantas pobres cosas siniestras, tantas variedades excesivas y raras de una enfermedad horrible.
Después de algunos minutos de travesía, una barca nos deja en esas arenas, que no son un islote como hubiera podido creerse desde lejos, sino que forman el extremo de una larga y estrecha península, de una especie de playa sin fin encerrada entre el Océano y unas lagunas salineras alimentadas por el mar. Ahí está Pen-Bron, circuído de agua como un buque. Delante de sus paredes habíase bosquejado un jardín, barrido por todos los vientos de alta mar, pero donde no por eso dejan de brotar las flores en los acirates arenosos.
Fuera están, en dos grupos separados, unas sesenta criaturas, entre niños y niñas. Los chicuelos juegan, charlan, cantan. Bajo la vigilancia de una buena Hermana de la Caridad, las niñitas hacen otro tanto por su parte, salvo algunas un poco mayores, que están sentadas en sillas y cosen. Parece ser que así sucede todos los días, excepto cuando llueve mucho: los pensionistas de Pen-Bron, constantemente instalados fuera, giran según el viento y el sol en torno de las paredes de su lada, tan pronto mirando la laguna como el alta mar, respirando de continuo aquella brisa que deja en los labios un sabor a sal. Y si no fuera porque se ven algunas muletas sosteniendo a unas pobres piernecillas demasiado débiles, algunos vendajes que aún ocultan mitades de rostros, y tres o cuatro silloncitos de forma un poco intranquilizadora arrimados a la pared, creeríamos en verdad haber llegado a un colegio cualquiera, a la hora de recreo; de tal modo es así, que de pronto siento disiparse aquella especie de horror físico, de instintiva angustia que me oprimía el pecho al llegar a ese museo de miserias.
No tengo más que un sentimiento de curiosidad al acercarme a esos enfermitos; de lejos los veo jugar como cualquiera otros niños de su edad; sin embargo, para estar allí es preciso que todos, todos sin excepción, estén atacados hasta la médula por alguna enfermedad espantosa. Pues entonces, ¿qué caras tendrán?
Dios mío, caras como las de todo el mundo; con gran asombro mío, a veces hasta unas caras muy bonitas, redondas, llenas, imitando a la salud. ¡Y cuan morenos y tostados están! Tienen en las mejillas la pátina del mar, como verdaderos pescadorcitos; diriase qué han robado a los hijos de los marineros ese magnífico atezamiento por el viento y por el sol que les da una apariencia tan fuerte. Causa completa sorpresa encontrarlos asi.
Sin embargo, de cerca se ven algunos detalles que hacen estremecerse: bajo anchos pantaloncitos a lo campesino, piernas torcidas y retorcidas, tibias encorvadas; debajo de las blusitas, corsés duros sosteniendo aún vértebras reblandecidas, que de lo contrario se hundirían; y además, en las carnes, grandes agujeros que a duras penas se cierran, cicatrices huecas y horribles; toda clase de misteriosos fenómenos, de un orden muy hígubre...
A pesar de eso, hay en casi todos los ojos una risueña alegría; se comprende que la confianza y la esperanza han vuelto a esos pequeñuelos atrofiados, quienes sienten la impresión de un inesperado retorno de la vida a sus cuerpos endebles...
M. Pallu, que me acompaña, los va llamando uno tras otro, orgullosísimo de presentármelos con tan buenos mofletes bronceados; y los pobres niños me enseñan sin vergüenza sus cicatrices, y cada cual me cuenta su lamentable pasado. Este tuvo seis años abierta una llaga en un costado, debajo del brazo; el agujero se ahondaba sin cesar, y los tratamientos de los hospitales no servían de nada; cuatro meses hace que está en Pen-Bron, y se ha cerrado, se acabó; aparta sonriéndose la camisita para que vea yo el sitio, donde sólo queda una larga cicatriz un poco roja. Otro, de unos diez años, acababa de pasar cuatro en la cama de un hospital, tendido dentro de una especie de caja, con la enfermedad de Pott, un mal de que nunca había oído yo hablar, pero cuyo solo nombre tiene no sé qué retumbancia que hiela. Está en la columna vertebral: los anillos no se sostienen ya unos a otros, su soldadura está corroída, y entonces abandonado a sí mismo el cuerpecito del enfermo, se aplastaría como un farol a la veneciana, que se descuelga y se repliega. Pues bien, el niño que tenía esta dolencia está de pié delante de mí; hace dos o tres días le quitaron el corsé que le había sostenido el dorso durante las primeras salidas; ya no tiene necesidad de él, y hasta su torso apenas quedará deformado.
Y todos tienen cosas del mismo género que enseñarme y que decirme, con una ingenuidad regocijada, con un aire de absoluta confianza en su completa y próxima curación. El aire libre salado de Pen-Bron acaba con todas esas siniestras descomposiciones humanas, casi con tanta seguridad como los cálidos vientos estivales desecan las cloacas pútridas, los rezumamientos yjdos mohos de las paredes.
***
Entramos en seguida en el hospital, que durante el día está casi vacío. Es un edificio muy viejo, un antiguo almacén de sal transformado por monsieur Pallu. Para eso ha necesitado una voluntad y una constancia extremadas. Los gastos han sido casi cubiertos con donativos. Pero no sin trabajos y sinsabores lógrase recoger un centenar de miles de francos para una obra semejante, tan poco atractiva a primera vista.
En su estado presente, el hospital de Pen-Bron contiene unas cien camas, camitas de niño, algunas poco mayores que cunas. Las salas, blancas del todo, dan vista al mar por ambos lados lo mismo que si se estuviese en una casa flotante, no se ven por las ventanas sino grandes extensiones marinas, vastos horizontes movibles, con barcas pescadoras que van a la vela. Y la capilla, sencillísima, con su bóveda de roble, se parece a la capilla de un buque. Los enfermitos recién venidos, que no pueden salir aún, en vez de mirar grandes paredones grises, como en los hospitales ordinarios, diviértense desde su sitio en ver pasar los barcos, y reciben hasta en su catrecillo el vivificante aire libre de alta mar. Por contraste con los asilados más antiguos, éstos tienen un tinte pálido, una transparencia de cera, unos ojos demasiado grandes y ojerosos.
Pero generalmente no es muy largo el tiempo de su estancia en las salas; lo más pronto posible, cueste lo que cueste, se les envía fuera, al sol, a respirar el olor salobre de las aguas. Hasta hay para ellos barcas especiales, en las que se les acuesta, una especie de lechos flotantes para conducirlos a la laguna. Por una ventana abierta enséñanme allá abajo su pobre escuadrilla extraña, que se aleja de la ribera remolcada por una canoa; tres de esas almadías-camas van ocupadas por niños pálidos; en la canoa va el capellán que los conduce, llevando un libro para leerles en alta voz durante las largas horas del surgidero diario.
Entre los que no pueden salir aún, encuéntranse criaturas muy marchitas, muy pálidas, más entristecedoras de mirar que si fuesen niños muertos. Pero todos me acogen con graciosa sonrisa; sin duda se lo han encargado; antes de llegar yo, han debido deciri les que soy una persona devota de su causa; entonces, con su imaginación siempre en sueños, quizá me atribuyen algún poder bienhechor un poco mágico. Paréceme que sus buenas miraditas me obligan más a hacer todo lo posible en pro de su hospital. Acá y allá hay juguetes en las camas. ¡Oh, muy modestos: para las niñas, son muñecas, o más bien monigotes, vestidas con una camisa de algodón! Aquí se divierte en alinear sobre la sábana soldados de cartulina, regalo de la Hermana de la Caridad, un niñito de cuatro o cinco años, que tiene ambas piernas dentro de unas canales con pesos en los pies, para impedir que se abarquillen sus reblandecidos huesos. Y luego se detienen encantados mis ojos en una deliciosa criaturita de doce años, blanca y sonrosada, con facciones extrañamente finas, que no juega a nada, pero que parece meditar ya con una melancolía profunda, puesta la cabeza en la blanca y limpia almohada. Pregunto qué enfermedad tiene aquella niña tan bonita. Me contestan que el horrible mal de Pott en último grado, y temen que sea ya muy tarde para que se cure...
Su mirada me impresiona muchísimo; es como un llamamiento, una súplica dolorosa, un grito de desesperación clarividente y sin límites. Por otra parte, ninguna palabra ni lágrima igualan para mi a esas plegarias de angustia que en ciertos momentos brotan mudas y breves de los ojos de los desheredados, sean quienes fueren, niños enfermos, viejos pobres y abandonados, hasta animales maltratados que tiemblan y sufren... ¡Oh, pobre niña! ¡Y yo que había dicho, hablando de estos niños de Pen-Bron, que más valiera dejarlos morir! Sólo de una manera general y vaga se dicen tales cosas, cuando no se han visto; pero, en cuanto se trata de pasar a la aplicación individual, en seguida se siente que no puede ser, que eso sería monstruoso. Y además, cuando hay medio de impedirlo, ¿con qué derecho se dejarían ir al desconocido misterio de la muerte unos ojitos claros, inteligentes como aquéllos, unos ojuelos interrogadores, suplicantes, y que apenas acaban de abrirse a la vida?... Aun cuando fuese una quimera imposible la idea de ampliar esos hospitales hasta convertirlos en una obra de regeneración nacional, nada más que por devolver la salud a algunas criaturitas como las que acabo de ver, valdría la pena cien veces de continuar, de agrandar...
Pero la primera es muy realizable por supuesto con dinero, dinero, mucho dinero. Detrás del hospital actual existe aquella interminable península de arena, que corre hasta perderse de vista como una cinta amarillenta entre las azules aguas del mar y las más azules todavía de la salada laguna. Allí, en aquella exposición incomparable es donde M. Pallu, el fundador de Pen-Bron, sueña con prolongar sobre kilómetros de fachada filas de blancos lechos, para que millares de pequeñuelos vayan a formarse allí, como los marinos, pechos levantados y músculos duros.
Y sobre todo, nadie piense que he prestado mi voz por sorpresa para una especulación interesada. ¡Oh, no! No se tome una cosa por otra acerca de este punto. El fundador de Pen-Bron ha gastado allí su dinero, al mismo tiempo que su energía y su voluntad. Hay un consejo de administración, no retribuído; un consejo formado por personas escogidas, que cuando se produce un déficit en la caja lo cubren con su propio bolsillo. Hay médicos a quienes no se les paga y que van todos los días desde Nantes por pura abnegación. Hay admirables Hermanas de la Caridad, y he aquí un rasgo para pintar a la madre superiora: por falta de dinero no pueden quemarse los lienzos sucios con que se han vendado las llagas, es preciso lavarlos para que vuelvan a servir, y rehusando todas las criadas prestar este asqueroso servicio, esa Hermana dijo sencillamente: «Yo los lavaré.» Y los ha lavado, y los lava todos los días durante las horas de descanso. Es toda una asamblea de gentes de corazón, ligadas por una fe común en su iniciada obra, y sostenidas por los maravillosos resultados obtenidos a través de terribles dificultades. Han fundado ea mi alguna esperanza sobre lo que pudiera decir para hacerles un poco menos ignorados... ¡y tiemblo de que salgan fallidas sus esperanzas por la conciencia que tengo ¡ah! de que su obra admirable no es de las que á primera vista atraen!... Les falta dinero, no sólo para emprender su gran proyecto soñado, la regeneración en masa de los niños en Francia, sino hasta para hacer frente á las más apremiantes necesidades: todos los días, por falta de sitio, vense obligados a cerrar la puerta a padres que van a suplicarles que acojan a sus pequeñuelos.
iSi pudiera ser oída mi voz! ¡Si pudiese atraerles algunos donativos!.. ¡O si, por lo menos, a los que no se dejen convencer, pudiera inspirarles la curiosidad de ir, durante sus viajes a los baños de mar, a visitar Pen-Bron..., seguro estoy de que cuando hubiesen visto, quedarían conquistados como yo, y darían dinero!
Publicado en: "La España Moderna" Madrid, 1892 |