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José López Rubio

"La competencia"

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La competencia
 

Desde que aquel hombre menguado había puesto otra empresa de pompas fúnebres frente a la suya, no gozó don Fulgencio de un instante feliz.

Aquel hombre venía a robarle algo de su clientela; a aprovecharse, con la proximidad, de cualquier encargo dirigido a él; a colocar los precios y los modelos en lucha con los suyos; a hacerle, en fin, una feroz competencia; a quitarle el pan de la boca, y a hacerle esmerar y abaratar sus servicios fúnebres.

Construyó el enemigo una carroza de lujo verdaderamente asombrosa. Colocó una fotografía en el escaparate, y era de ver cómo la gente cruzaba la calle para llegar a admirar aquel prodigio de carrocería, que remataba, en lo alto, aquel viejo Cronos, llorando, apoyado un brazo en su reloj de arena.

Bajó de precio luego las coronas de pensamientos artificiales, haciéndolo constar en un cartel colocado en sitio visible.

Una tarde, al ver don Fulgencio cómo su vecino colocaba un nuevo cartel rebajando los ataúdes de pino, no pudo contenerse, y le gritó desde el quicio de su establecimiento:

— ¡Infame!... ¡Robaperras!...

Se puso lívido el enemigo, y sin decir una palabra, salió al centro de la calle como una exhalación, esgrimiendo con la diestra un hachón de segunda.

Con rara oportunidad, un guardia le sujetó y, con ayuda de poderosos argumentos, le llevó a su tienda.

Poco tiempo, por lo visto, le duró al vecino el furor, que se trocó en serena filosofía y prácticas innovaciones comerciales. Por de pronto, concedió peluca a los entierros de segunda, cosa que don Fulgencio había escatimado siempre.

Por esto, don Fulgencio se vio obligado a conceder las mismas ventajas que su enemigo, y a añadir algunas más por su cuenta.

Se entabló una competencia sañuda, cruel. Cada día surgía un nuevo cartel con rebajas de precios.

El público se dio cuenta, y muchos aprovecharon la baja para morirse.

Pero las cosas tienen un límite. De cómo se las arreglaba el enemigo para dar las cosas tan baratas, no podía enterarse don Fulgencio. Él había llegado a darlo todo por su valor, y el maldito seguía rebajando con un cinismo indignante.

Una nueva rebaja en la tienda de enfrente colocó a don Fulgencio en atroz perplejidad. Él no podría vender a aquel precio sin perder dinero. De alguna manera había que responder. Entonces colocó en su puerta un cartel, que fue el que causó la ruina de su adversario.

Decía así:

ESTA CASA, DESPUÉS DE HABER COLOCADO SUS ARTÍCULOS EN CONDICIONES IMPOSIBLES DE SUPERAR, EN SU DESEO DE FAVORECER A SU DISTINGUIDA CLIENTELA, ANUNCIA QUE POR CADA ATAÚD DE ADULTO QUE SE ADQUIERA EN ESTA CASA, REGALARÁ OTRO DE NIÑO

Al día siguiente, la tienda de enfrente estaba cerrada, y el enemigo, enfermo de apoplejía.

JOSÉ LÓPEZ RUBIO

Buen humor (Madrid). 23-7-1922, no. 34

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