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José López Rubio

"¡El mantón de los chinos!"

Cuento de carnaval

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¡El mantón de los chinos!
Cuento de carnaval

Verdaderamente, para observar detalles curiosos y personas interesantes, pocos lugares son tan propicios como las tiendas de compra y venta.

César González era copropietario de una, en la calle de Hita.

Una tarde de Carnaval se abrió la puerta de la calle, y apareció un hombre con un envoltorio debajo del brazo.

— ¿Comprarían ustedes un mantón de Manila?

— ¡Psche!... Quizás — contestó César González.

— A ver si le conviene éste...

Deshizo el lío sobré el mostrador. Desde la puerta espiaba la escena una mujer envuelta en un gabán.

— Sí... No está mal. ¿Qué quiere usted por esto?

En verdad, el mantón de Manila era magnífico. Bordado en rojo y en verde sobre seda amarilla, y sembrado de cabezas de chinos de marfil policromado.

El hombre se quedó perplejo unos instantes.

— ¿Cuánto da usted?

— Pida usted...

— Pues... seiscientas pesetas.

César guardó silencio un momento y dijo:

— No puedo dar más de quinientas.

— ¿Quinientas?

El hombre miró a la puerta y dijo:

— No, no. Me lo llevo.

Y empezó a envolverlo de mala manera. Cuando estuvo envuelto el mantón, preguntó el vendedor:

— ¿Da usted quinientas setenta y cinco?

— No, no puedo.

El hombre cogió el paquete y se dirigió a la puerta. Pero antes de empujarla se volvió:

— ¿Quinientas cincuenta?

— No. Sólo puedo dar quinientas— dijo César González.

— ¡Vaya! A ver si nos arreglamos. ¿Da usted quinientas veinticinco?

Ahora era la ocasión.

— Bueno; las doy.

— Vengan.

Rebuscó César en el armario, y volvió con los billetes.

— ¡Vaya, adiós!

— ¡Adiós!

El vendedor salió y se cogió del brazo de la mujer, empujándola calle abajo. César, desenvolvió el paquete y contempló largamente su contenido.

Era un mantón maravilloso. Con la proximidad de la luz adquirían las sedas mil gamas distintas, en que se destacaban las cabecitas de marfil de un verdadero enjambre de chinos. Tasándolo muy por bajo, podría valer seis mil pesetas. En el precio por que acababa de adquirirlo, era un soberbio regalo de Carnaval.

Con el mantón en brazos, arrastrando sus flecos dorados, interminables, fue comparándolo con los demás mantones que había en la tienda para alquilar. La comparación resultó abrumadora para los mantones de alquiler. De pronto se quedó perplejo, fija la mirada en un cartel que, como complemento y explicación de los disfraces, pendía en el testero que aquéllos ocupaban: «Gran baile de máscaras». El lunes a las diez de la noche, en el teatro de la Zarzuela, organizado por la Sociedad del Recreo Mercantil, ¡gran concurso de mantones de Manila!, con premio de un billete de mil pesetas al al que, a juicio de un experto Jurado, lo merezca. Entrada de caballero, cinco pesetas. Las señoras no pagan entrada ni guardarropa.»

César, mientras leía el cartel, oprimió el mantón contra su pecho. Cuando hubo dado fin a la lectura, sintió nacer en su cerebro una idea genial.

¡Mil pesetas! El soberbio mantón resultaba regalado, beneficioso y con honor. Corrió a la trastienda. Su hermana dormía, echada sobre la camilla, con la cabeza descansando en las páginas abiertas de María, o la hija de un jornalero.

Intentó convencer a su hermana a que fuese aquella noche al baile ataviada con el mantón, para ganar el premio; pero ni las palabras de su hermano ni la vista del magnífico mantón sedujeron a la muchacha. Y entonces concibió el proyecto de ir él al baile, vestido de mujer, luciendo el mantón.

Pensado y hecho. Unos zapatos de charol cuarteados, pero llamativos y brillantes; un traje sevillano, con lunares rojos, de cola y volantes; unas medias blancas de algodón; unos pendientes de coral y una peluca llena de peinecillos de colores completaron el tocado, amén del antifaz de terciopelo.

Su primera vacilación fue a la puerta del teatro, sobre si debía o no tomar entrada de caballero. Esto podría delatarle. Pero, por otra parte, no conocía a nadie con quien pudiese entrar...

Hasta que, al ver a un estudiante muy joven que venía de la taquilla, se dirigió a él y, colgándose de su brazo, le dijo en voz de falsete:

— Rico, ¿quieres que entre contigo?

El pobre chico le miró de pies a cabeza. Por fin, contestó-muy por lo bajo:

— Sí, señora...

Entraron. Ya se iba a separar César de su compañero, cuando éste le sujetó por un brazo para decirle:

— ¿No quiere usted bailar conmigo ni una vez?

— Sí, hijo, sí — contestó César —.Bailaré el primero contigo.

Y tomando el compás desde la puerta, entraron cogidos del talle, marcándose un fox-trot ruidoso.

Ya en toda la noche no le faltó a César quien le sacase a bailar ni quien le convidara a entrar en el ambigú.

Poco después de dar las dos, un sujeto, portador en el ojal de la enseña de miembro de la Junta organizadora del baile, le invitó a bailar y a cenar, añadiéndole que más tarde le acompañaría al Jurado para hacer opción al premio, que consideraba indiscutible. César estaba encantado por la exquisita finura de aquel joven tan elegante.

El mantón causaba a su paso gran sensación. Era el premio seguro. Así lo afirmó un amigo del miembro de la Junta, a quien éste obsequió con una copa. Además, contó historias de gentes conocidas, que divertían a César.

— Por ahí anda la Tuliqui, que está ahora con Paco Rovira, y que lleva unos pendientes de brillantes que, según dicen, son obsequio del marqués. A mí me parece que se la quita... Por ahí está también, y dándose a los demonios, don Salvador Salcedo, a quien anteayer se le fugó su esposa con otro, llevándose prendas y objetos de valor.

César estaba encantado, y lamentó que aquel hombre tan divertido se quedase dormido en la silla, de resultas de la borrachera.

Entonces el miembro de la Junta de la Sociedad se levantó, pagó, y después se fue con César, que cada vez se felicitaba más por la idea magna de ir al baile. Los hombres le miraban con asombro y codicia. Uno de ellos no pudo resistir a la tentación de tirarle un pellizco, y otro, por último, se le acercó, y agarrando con los dedos crispados un lado del mantón, con ojos centellantes, y en la otra mano un bastón, gritó estentóreamente:

— ¡Julia! ¡Mujer infame! ¡Pérfida! ¡Perjura! ¿Qué has hecho de mi honor?

Y antes de que César pudiese manifestar al iracundo caballero que él no poseía su honor ni lo había extraviado; antes, también, de que el miembro de la Junta tuviese tiempo de sujetar el brazo, gritando: «¡Don Salvador!... ¿Qué hace usted?...», el caballero, lívido, iracundo, descargó sobre la cabeza de César González todo el peso de un garrote nudoso con barra de hierro.

El copropietario de la tienda de compra y venta de la calle de Hita no vio ni oyó más.

Cuando volvió a la vida, yacía boca abajo sobre un banco de la Comisaría del distrito, sin careta, sin el mantón y con la cabeza vendada...

JOSÉ LÓPEZ RUBIO.

Buen humor (Madrid). 26-2-1922, no. 13

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