Se murió mi vecino, aquel viejecito que vivía en el cuarto de al lado, y que, al andar, arrastraba un poco la pierna derecha, que parecía quedársele rezagada.
Aquel hombre no tenía más oficio ni más ocupación conocida que picar, con su cuchillito de mango de hueso, dos o tres puros que compraba a diario en el estanco de la esquina. Envolvía después la picadura en un papel,¡y se la fumaba!
Esto al principio —años haría—debió ser una necesidad. Sin duda alguna, este hombre, fumador acérrimo, debió picar unos puros un día que careciese de cigarrillos. Le agradó la tarea, y se dedicó a ella por entero.
Con el tiempo este pobre viejo convirtió su costumbre en una monomanía. Se pasaba las horas muertas picando puros con su cuchillo de mango de hueso.
Picaba ya más de lo necesario para su consumo, y reunía la picadura en unos grandes montones, que nos mostraba orgulloso.
Y se murió de la noche a la mañana.
Una muerte repentina, senil. Murió «de viejo». Le dieron unos golpes de tos y unos ahogos y se quedó yerto.
Yo, con otros vecinos, le asistí en sus últimos instantes. Entre golpes de tos, se cogió de mi brazo y me dijo:
— ¡Amigo mío, yo me voy a morir!
— ¡No, hombre, no!
— ¡Sí, sí; me voy a morir!
Carraspeó angustiosamente.
— ¡Sí!... Y no me asusta la muerte, no. Lo que pienso es en las horas inactivas, lentas, que he de pasar inmóvil... Yo le pido a usted que me ponga cuatro o cinco...
Se llevó las manos a la garganta.
— ¡Ay!... Cuatro o cinco..., sí... cuatro o cinco puros... puros de a quince..., o de a real..., de los que haya... Cuatro o cinco nada más... ¿Sabe usted?... Es para no aburrirme...
Y volvió a sentir una dolorosa asfixia.
Nos miramos unos a otros y miramos al moribundo. ¡Pobre hombre! ¡Deliraba ya!...
Pero cuando se murió, después de ponerle su traje negro y su corbata azul celeste, convinimos en ponerle unos puros en un rincón del ataúd.
Y con los puros le enterraron en el cementerio.
Dos noches después trabajaba yo en mi casa. Dieron las doce. A poco sonaron unos pasos en la escalera. Esto no me extrañó, porque se oían pasos de los vecinos que subían a sus casas. Pero aquellos pasos se detuvieron en mi descansillo. Después oí cómo introducían una llave en la puerta del cuarto de mi vecino.
Me levanté y abrí mi puerta. Mi difunto vecino estaba allí,empujando la suya. Estaba bastante desmejorado.
— ¿Cómo usted a estas horas, señor vecino?
— Ya ve usted...
— Créame que no le esperaba.
— Tampoco yo esperaba que fuesen ustedes tan estúpidos.
Había un noble gesto de ofendido en sus cejas fruncidas.
— ¡Claro! — continuó —. Es verdad que ustedes me pusieron los puros...; pero no pusieron el cuchillo. Y sin el cuchillo, cómo iba a picar los puros.
— ¡Ah!...
— Así es que he venido por el cuchillo.
Entró en su casa y volvió con el instrumento, y después de despedirse de mí se alejó, arrastrando la pierna derecha, que parecía quedársele rezagada...
JOSÉ LÓPEZ RUBIO.
Buen humor (Madrid). 1-1-1922, no. 5 |