Entre el remolino de una pandilla turbulenta que atronaba la calle, me encontré a don Braulio gritando como un loco. Al verme, dio muestras de gran alegría y se vino hacia mí y me abrazó dando voces. Olía a vino de un modo atroz.
— Pero, don Braulio—le dije—. ¿Es usted? ¿Usted, a su edad, bebiendo y escandalizando la calle a estas horas? ¡Usted, tan serio, tan ecuánime y tan devoto!
— No es extraño, ¡caray! No tiene nada de raro. Mire usted: a mí, durante el año, nadie me puede tachar la conducta. Los días de Semana Santa soy un mar de lágrimas al recordar los sufrimientos de Nuestro Señor; voy con una vela de a libra acompañando al Dios Grande, y así, es natural que hoy esté alegre. ¡Qué caray! ¡Dios ha nacido hoy!...
— Pero, don Braulio, es excesivo...
— No, no. A mí no hay quien me quite de la cabeza que es noche de cantar, de alegrarse, de reír, de alborotar...
— Cálmese usted, don Braulio. Deje a esa gentuza y véngase conmigo. Pasearemos un poco.
— Bueno, bueno. Pero antes vamos a tomar ahí una copa...
— ¡Hombre, déjese usted de copas!...
— Nada . Yo le pago una copa. Un día es un día..., y ¡Dios ha nacido hoy!...
Quieras que no, me empujó, y se metió en una taberna. Al salir, se cogió de mi brazo, y con una locuacidad inusitada empezó a hablarme.
— He cenado con mis hijos, ¿sabe usted? La cena característica y tradicional de Nochebuena, como siempre. Da gusto cenar en esta noche con los hijos y con los nietos, ¿eh? Pero yo no he ido de vacío, y me he llevado mis dos botellitas de champagne. Un día es un día. Luego he tocado la zambomba delante del Niño Dios, en el belén de mis nietos. Nos hemos reído mucho, mucho. ¡Hombre! ¡Otra taberna! Es prodigioso el número de tabernas que hay en Madrid. ¡Le pago a usted otra copa!
— No, muchas gracias.
— Ande, hombre, sin gracias. Hay que alegrarse. ¡Dios ha nacido hoy!...
Entramos. Don Braulio se echó al coleto dos copas más.
— ¡Aaaaah! Esto, diga usted lo que diga, entona y anima. ¡Caray! ¿Qué le iba yo diciendo a usted? ¡Ah! Sí, que cené en familia. Sí. Pero a las doce cogí mi capa y mí sombrero y me fui a mi misita del Gallo. A la salida me topé con esa gente, y empezaron a decirme cosas, en broma, y yo les seguí la corriente. ¡Caray! También ellos estaban alegres, como yo. ¿Que bebían? ¡Pues yo no les dejaba solos! ¿Que chillaban? ¡Pues a chillar como el primero! A mí no me gusta desentonar, y menos entre la alegría. ¡Yo qué sé la de calles que hemos andado y la de cosas que hemos dicho! Cuando hay motivo, hay que estar contento, ¡caray!, y hoy es día de alegría. ¡Dios ha nacido hoy!... ¡Hombre! ¿Y si tomásemos una copa?
— ¿Otra?
— Otra, hombre, u otras dos o tres. Hoy hay que estar alegres...
— Sí, ya sé. ¡Dios ha nacido hoy!...
Y así seguimos nuestro paseo. Don Braulio no cerraba la boca y me contaba cosas estrafalarias, y a cada instante me metía en una taberna.
A pesar de que no cesaba de hablar un momento, don Braulio no perdía nada de lo que a su alrededor acontecía. En una calle, cerca de la Puerta del Sol, tuvimos que atravesar una compacta pandilla de gente escandalosa. Un brazo se le debió de quedar atrás a don Braulio, y, buscando salida, quizás se metió por donde no debía. Una chula gorda y bajita se volvió y, echándose para atrás, le dio una bofetada que lo sentó en el suelo, y, no contenta con esto, empezó a gritar desaforadamente, como si hubiesen intentado mancillar su ya lejano honor:
— ¡Ay, mi madre! ¡El cochino viejo éste!
Don Braulio no rechistó; pero al ver que los hombres de la chusma se acercaban, y que entre sus manos convulsas asomaba el brillo de una hoja de navaja, con una destreza increíble, se puso en pie de un salto y echó a correr.
Yo, abriéndome paso entre el corro, le seguí. Pero los mozos, con ganas de pendencia, nos siguieron a grandes zancadas, llenando de insultos a nuestra progenie y tirándonos piedras y trozos de zambomba.
La chula quedó allí, gritando dolorosamente, rodeada de otras que la auxiliaban dando voces.
Y nosotros corríamos, corríamos, hasta que un disparo nos paró en seco. Don Braulio se quejó:
— ¡Ay! ¡Ay! ¡Me ha rozado la cabeza!
— ¡Esto se pone serio! ¡Corra usted!
Tiré de él y seguimos corriendo. El pobre hombre estaba aterrorizado. La suela de una bota se le desprendió con un crujido.
Los otros nos seguían, aumentando el furor de sus imprecaciones y de sus disparos. Los cascotes y las piedras eran ya cosa menuda. Dos tiros más habían sonado, dirigidos a don Braulio, pasándole una bala por entre las piernas.
— ¡Ha estado en un tris!
El pobre hombre jadeaba y temblaba. No podía más. Otra vez se cayó al suelo, y se volvió a levantar.
Al doblar la esquina de una calle corta, divisé en una plazuela la estatua de un grande hombre, entre unos jardiníllos. Saltamos la verja y nos acurrucamos allí, sin respirar siquiera.Y pasó la turba enardecida y rugiente, con un rápido brillo de armas.
Salimos del milagroso escondrijo. Don Braulio suspiraba, cansado, y se limpiaba de barro el traje y la capa.
No decía nada. Estaba hecho una lástima. Había perdido su sombrero hongo, la suela de una bota, el bastón, y multitud de botones. La ropa le colgaba en jirones. Se quejaba apoyado en la pared.
Hasta que, viendo la luz del farol de una tienda, me dijo con voz débil:
— ¿Y si tomásemos una copita?..
— ¿Todavía?...
— ¡Ay! Ahora con más razón. ¡Dios y yo hemos nacido hoy!...
JOSÉ LÓPEZ RUBIO.
Buen humor (Madrid). 25-12-1921, no. 4. |