El amor es un sentimiento muy moderno. La especie, como el individuo, no conoce las afecciones tiernas en su infancia, hasta el punto de que los alemanes dicen que la juventud no conoce la virtud, es decir, que la niñez no es apta para la emoción delicada y de puro orden de sensibilidad. El joven suele ser áspero para los sentimientos y en cambio tiene predisposición para las sensaciones extremadas y aparatosas.
Para sacrificar la vida en un momento heroico hay que ser ¡oven: para una gran pasión, de arranques y de peligros, hay que ser joven: para matarse por una contrariedad o por un desengaño, hay que ser joven: para darlo todo o exigirlo todo en un día, hay que ser joven. Y Goethe decía que los verdaderos pesimistas eran los jóvenes.
Pero ninguno de estos extremos se relaciona con el amor verdad sino con el orgullo y con el propio afecto impulsivo que les hace ir a toda acción como quien va a una batalla. Es el ansia de pelea y de dominación absorbente, y de igual manera belicosa y exagerada juegan, riñen y enamoran.
Estas manifestaciones violentas y con visible predisposición a lo tumultuoso, van cediendo a medida que se asciende en edad, desaparecen o se aquietan al llegar a los cuarenta, la meseta central de la vida...— y vuelven a presentarse con la misma intensidad pero no con la misma extensión, al sobrevenir la época climatérica de los cincuen ta en adelante, hasta que se marca la línea de la vejez y del descenso vital.
Claro que hablo de fechas aproximadas y no absolutas, variables individualmente., ya que cada organismo tiene un desarrollo funcional distinto y relacionado con infinitas causas externas, aunque la Iglesia, que siempre fue partidaria de leyes fijas, haya señalado fechas matemáticas para la infancia, la pubertad, la juventud, etc., aplicando de seis en seis y por múltiplos la duración de cada período de la vida.
Si el indivíduo procede así, la especie fue también de igual manera y por etapas escalonadas.
En el Paraíso—según referencias...—el proceso amatorio se redujo a comerse una manzana.
Después y por un enorme lapso de tiempo, la Humanidad siguió comiéndose ¡a misma manzana... y sin mondarla siquiera.
Cuando el hombre apareció por la tierra, allá en la época cuaternaria, según demuestran la Estratigrafía y la Paleontología, sólo tenía instintos rudimentarios en relación con su naturaleza física: hambre, sed y exaltaciones genésicas. Bebía en los arroyos, comía cazando, es decir, matando y amaba cazando también. La hembra era una presa más.
Luego—un luego que duró siglos—el hombre disputó sus cavernas a las fieras, incluso a las fieras de su misma raza y de su misma fiereza. La mujer-hembra, aun sin salir del salvajismo, comprendió pronto que no se bastaba a sí misma en los momentos difíciles y periódicos de su existencia, en el último mes de gestación y en el primero de lactancia, e instintivamente buscó la protección del que la buscaba para el placer. Se aparearon, la mutua defensa les convenció de las ventajas de la unión contra todos, que todos eran enemigos de otros, y el afecto de verse unidos y compartiendo juntos los peligros creó la familia, al modo y manera que ya la practicaban muchos otros animales, pero diferenciándose de ellos en que no terminaban la unión cuando las crías podían defenderse por si solas, que es el instante en que los irracionales rompen el lazo que los agrupa.
Sin sospechar siquiera la trascendencia social de aquel sencillo acto de agruparse y no separarse después, se creó la familia, como por la simple observación de que algunos frutos se conservaban y era ventajoso guardarlos para los tiempos de escasez natural se creó la propiedad. Defendiendo la caverna contra el intruso y los frutos contra la rapiña, el hombre primitivo constituyó el hogar y la propiedad, los dos jalones, eternos ya e insustituibles, en que han de asentarse todas las sociedades presentes y futuras.
Y por el derecho de primer ocupante, caverna, frutos y hembra entraron en el dominio del hombre y él los defendió ya siempre, no por amados, sino por suyos. En las tres bases fundamentales de la Humanidad- esposa, casa y hacienda—, en los tres factores que resumen hoy el idealismo de una vida ciudadana, no hubo ni un solo atisbo de ideología para constituirse. Todo fue obra del instinto.
El hombre cuaternario - si fue ese realmente el primer hombre, según la Paletnología, o ciencia que estudia el origen de la especie humana, anterior a los documentos históricos —y luego los hombres de la Edad de Piedra, del silex, y ya los relativamente próximos de las edades del hierro, no han progresado apenas en el terreno sentimental porque sus tiempos fueron de pasiones sencillas y rectilíneas. Bruscas, groseras, airadas y temibles en su desarrollo, pero siempre sencillísimas.
El amor, el concepto del amor, no lo tuvieron siquiera. No pasaron de los afectos más o menos persistentes y de las pasiones más o menos tumultuosas, pero sin llegar nunca a las sutilezas espirituales que son causa del amor.
Y de ahí nace una de las pruebas que demuestran que la raza humana procede de un tronco propio y no de una derivación o transformación de otra especie.
Durante siglos y siglos los hombres se amaron como bestias, pero a pesar de siglos y más siglos las bestias no han llegado nunca a amarse como hombres.
(Revista “Flirt” de Madrid, 2 de marzo de 1922) |