I
Por viejo sabe uno muchas cosas, pero después cada cosa, y solo por vivir unos días más, se desmorona de su altar, y va llegando uno al fin de la vida convenciéndose de que las verdades son falsas, las ideas son equivocadas, y las leyes, morales y físicas, son engañosas y efímeras. Queda el consuelo de que vendrán otras verdades... que ya no tendremos tiempo de averiguar qup son Tientira.
No es mucho pero es algo.
Y como no dan más en esta lotería del vivir, bueno será el irse conformando con los premios que nos tocan, y adorar las verdades mientras no llega la precisión de despreciarlas Que es precisamente lo que le pasó también a mi buen amigo, camarada de la juventud y dignísimo funcionario de no sé que rama administrativa, don Melchor González de la Pepinera y García de los Bastos, castellano de Castilla aunque los apellidos, por sus dimensiones, tuvieran marcado tufillo de portugueses.
Era el tal don Melchor hombre de recia complexión, de buen semblante con grandes barbas entrecanas, que más le acercaban a profeta que a funcionario del Estado, de buena salud, de sanas costumbres y de rancias creencias. Añádase a esto sus cincuenta y tantos años, y se vendrá a la debida consecuencia de que don Melchor González de la Pepinera y García de los Bastos era persona de deas arraigadas y de principios inconmovibles.
Que los hombres sanos, fuertes y bien emplazados monetariamente no cambian jamás de convicciones.
Eso se queda para los infelices. Los dichosos tienen siempre certeza y seguridad en lo bien que marcha este mundo. Y en lo bien que han de marchar en el otro.
II
Tras de muchos años sin vernos apenas, y cuando nos veíamos saludándonos indiferentes, presentóse una mañana en mi casa la profética figura de don Melchor, tendiéndome los brazos con inefable cariño.
Tendíle los míos para que no resultaran desairados los suyos, que ya me enseñaron las mujeres a esto de abrazar sin cariño y sin afán ninguno. E inmediatamente y como llevado de una súbita explosión de franqueza, me contó su vida. Vamos, lo que quiso contarme de su vida.
Yo, para corresponder, le conté lo que todos saben de la mía. Y después de esta prueba de afecto, en la que ambos nos reservamos lo más interesante de nuestras vidas, quedamos los dos persuadidos de que nos franqueamos mutuamente con fraternal sinceridad.
Puede que él pensara:
—Si te figuras que en mi vida no hubo más que eso que te he contado bien cándido eres...
Pero como yo pensaba:
—Si tú te crees que voy a descubrir, de buenas a primeras, lo que me interesa y me importa... ¡¡aviado estás, Melchorcito!!
Resultó que esta mutua reserva nos hizo simpatizar más.
Y con esta simpatía llegamos suavemente al objeto de la visita de mi antiguo amigo y camarada.
—¿Qué buen aire te empuja por aquí, Melchor?
—Pues verás. Yo tengo dos hijas, Micaela y Petrita, una con diez y ocho y otra con diez y nueve.
Aunque no me dijo con diez y ocho qué, ni con diez y nueve qué, yo supuse desde luego que eran diez y ocho y diez y nueve años respectivamente los de Micaela y Petra.
Y me limité a afirmar con un signo de cabeza reconociendo que no había objeción ninguna que poner a que las niñas tuvieran esa edad.
—Las dos son muy instruidas, con educación muy esmerada y—permíteme que lo diga—las dos son guapas y tienen buena figura.
Nuevo signo mió afirmativo. Tampoco encontraba objeción para que fueran guapas.
Aun sin saber de lo que se trataba, no me parecía mal en principio, que las chicas tuvieran excelentes cualidades internas, externas... y hasta medio pensionistas.
Animado con mi asentimiento, continuó Melchor:
—Pues las dos quieren dedicarse al teatro.
—Muy bien. Con esas condiciones personales irán al triunfo seguramente.
—Eso creemos. Ya comprenderás, conociendo nuestra posición social y nuestras ideas, que nos hemos opuesto en casa decididamente, pero es tan grande la vocación de las muchachas y fueron tantísimas las súplicas y los llantos que al fin, su madre y yo, hemos pensado que no teníamos derecho a contrariar una vocación tan firme.
—Si habéis meditado ya en todas las dificultades íntimas de la vida de entre bastidores...
—Muchísimo.
—Entonces...
—Las chicas valen y lo han demostrado ya en muchas representaciones de aficionados.
—No es lo mismo el éxito para un aficionado que para un profesional. Se aquilatan los valores de muy distinta manera.
—Ya lo sé y por eso no pretendemos que se presenten con pretensiones de primeras actrices sino modestamente y de meritorias en una buena compañía para aprender lo que el arte tiene de oficio.
—Muy bien... y muy fácil.
— Y para eso acudimos a ti, alegando nuestra antigua amistad, para que nos ayudes.
—Con mucho gusto.
—Ya sabemos que no son todas moscas blancas en el teatro...
—Ni en el no teatro...
—Ya, ya... pero indudablemente ha de haber compañías honradas, en las que se pueda confiadamente entregarles una sefíorita sin riesgo de malos ejemplos.
—Indudablemente.
—Pues dime una de esas compañías.
—¿Así, de pronto? ¡Caray, me pones en un conflicto!
—¿No recuerdas ninguna?
—Déjame unos días de meditación, porque así, tan en absoluto como tú lo pides, yo no digo que no las haya, digo solamente que yo no estoy bastante informado para poner las manos en el fuego...
—Tampoco pretendemos que sea un Colegio del Sagrado Corazón sino compañías honorables en totalidad y de prestigio artístico.
—Eso sí, muchas.
—¿Tú conoces a Fernando Mendoza?
—Sí, mucho.
Exageré un poco, por el tono que me daba al decirlo, pero sabiendo ya que exageraba porque a Fernando Díaz de Mendoza no es fácil conocerle mucho. Es tan fino que a veces hasta sus despegos van recamados de finura y hay que estarle agradecidos por ellos...
—¿Y puedes recomendarlas?
—Sí, hombre.
Esto pasaba en época anterior a mi lamentable eclipse del teatro de la Princesa.
—Pues te lo agradecemos.
—Hoy mismo.
Y efectivamente, hablé por ellas, quedaron admitidas en la falanje innúmera de meritorias con derecho a presenciar los ensayos, y a los dos días se hizo la presentación oficial.
Don Melchor González de la Pepinera y García de los Bastos no había mentido en las cualidades íntimas de sus niñas. Eran instruidas y de esmeradísima educación.
Pero don Melchor González de la Pepinera y García de los Bastos habíase excedido en la paternal alabanza de las cualidades externas. Eran dos pimpollos, sí, pero dos pimpollos desmedraditos e insigniticantitos.
Sólo en una cosa tenían demasía: En lo lisas. Eran muy lisitas las pobrecitas...
III
Pasó la temporada aquella saturándose de ensayos. Salieron de acomoañamiento en una obra trágica e hicieron la Chula 1 " y Chula 2." en un saínete que no llegó a ser cómico. Y después ya nada más.
Quien define con reconocida autoridad en aquella casa me dijo francamente:
—Mire, Manolito, no sirven.
¡¡Manolito es otra de las cosas que se han ido al eclipse también...!! ¡Bueno! me dijo:
—Mire, Manolito, no sirven. Son muy simpáticas y muy listas, pero no tienen condiciones físicas para el teatro. Claro que se las puede utilizar en determinados papeles, pero eso no es porvenir, sobre todo no necesitando la materialidad de los sueldos pequeñísimos que podrían llegar a conseguir.
Callé, convencido.
El teatro es una gran cosa para las primeras figuras, pero es una cosa horrible para las medianías.
IV
Al ir a empezar la temporada siguiente, se me presentó don Melchor.
—Vengo con una pretensión. Que a las niñas les asignen un sueldo. El que sea, cualquiera, porque no nos preocupa hoy la cantidad que ganen; pero quieren pasar de meritorias a incluidas en la lista de la compañía, porque de ese modo, seguramente, les repartirán mejor trabajo.
—Seguramente, sí.
—Las niñas están entusiasmadas y cada día se arraiga más en ellas su vocación firmísima.
—Su vocación, claro.
He aprendido hace mucho, que el repetir las mismas palabras sostiene la conversación y no compromete a nada, mientras uno piensa lo que efectivamente se debe contestar. Y yo no sabía de qué manera decirle que las niñas no servían, sin lastimar su amor propio ni herir sus entusiasmos.
—Y como realmente las chiquillas valen mucho, es hora ya de proporcionarles la ocasión de que lo demuestren.
—La ocasión, sí—; repetí aferrado a mi sistema.
—Tú conoces demasiado que en papeles de media docena de palabras no hay lucimiento posible ni les da tiempo siquiera para reponerse de la impresión de salir a escena.
—Es verdad.
—Lo pedirás, ¿eh? Y para ti mismo será una gran satisfacción cuando las veas triunfar en un papel bonito y grande...
Y los ojos se le empañaban ante la idea futura del triunfo, y le temblaba el cuerpo nerviosamente haciendo temblar más aún las proféticas barbas.
¿Cómo se echaba por tierra aquella ilusión de las niñas y aquella ilusión del mismo profeta administrativo?
Pero era preciso, absolutamente preciso, y hasta deber de amistad era el no llevarlas al desengaño cruel por boca de un extraño. Y entonces, recordando sus buenas costumbres de familia piadosa y sus arraigadas ideas de moral y de honradez, busqué un camino de rodeo para no quitarles la ilusión —lo que me daba pena—y para no engañarlas, que no me parecía leal.
—Mira, Melchor, entre hombres se debe hablar sinceramente. Mientras se trató del caprichito...
—De la vocación—atajó Melchor.
—Bien, de la vocación... como meritorias; pero al llegar a convertirse en profesionales del arte, es menester que yo te diga, con mi experiencia, lo que tú no sabes sino de oídas.
—Dí lo que quieras.
—El teatro no es una profesión en que se entra y ya se queda, ascendiendo por grados y por tiempos. No es una serie de oposiciones. Cada temporada es una batalla para ingresar de nuevo. Cada obra es una batalla para tener papel.
Los artistas consagrados no tienen que ocuparse de eso; se les busca a ellos. Pero éstos son las excepciones del oficio. Los demás artistas, la inmensa mayoría de los demás artistas tienen ellos que buscar...
¿Te figuras lo que es para una mujer la necesidad de buscar contrata cada año, en cada año dos veces por lo menos, y en cada temporada suspirar seis u ocho veces porque la Empresa, el director o el autor no se olvide de ellas en el reparto? ¿Te lo figuras?
Por consecuencia, la mujer, al empezar, necesita una protección. O es eminentísima y se destaca por su propio mérito excepcional desde el primer momento—y esto convendrás en que es rarísimo—o necesita una mano amiga y protectora. Algunas cuentan ya desde el principio con ese apoyo por razón de familia; pero las que llegan al teatro desde fuera, aisladas y desconocidas... ¿cómo van a subir?
Pon un mérito igual en las seis muchachas que desean contratarse. ¿No contratarán antes a la recomendada? Pon un mérito igual a las seis muchachas que ya están en la compañía... y hay que repartir cuatro papelitos. ¿Nó quedarán excluidas las dos menos amigas? ¿Y de los papelitos no se llevarán los mejores las más simpáticas y las más amables? Ahora bien... o ahora mal. Si han de pedir siempre... ¿se podrán negar siempre? ¿Ves el peligro? Y como tú no has de consentir que esas señoritas, no necesitándolo para vivir, se expongan a...
—¡¡No!!
Las barbas proféticas temblaron de ira.
—¡¡No!!
— Por mucha que sea la vocación de ellas...
—¡¡No!!
—Estaba seguro y por eso me permití hacértelo ver.
—Gracias. Hoy lo hablo en casa y hoy se terminó esta cuestión para siempre.
Y salióse del cuarto erguido y fiero.
V
Al día siguiente volvió a visitarme.
— Lo hemos hablado en familia, se discutió mucho y las niñas insisten.
—¿Insisten?
—Sí. Su vocación es verdadera.
—iAh!...
Un iah!... muy largo.
—¿Y vosotros? ¿Su madre y tú?
—Cedemos ante la vocación.
-¡Ah!...
Otro ¡ah!... más largo aún.
—Y si tú quisieras protejerlas...
—¿A las dos?...
—Claro, a las dos...
Miré al profeta. Y el profeta bajó su mirada ante la mía.
—Ya te contestaré. No necesitas molestarte en volver hasta que yo te avise...
—¿No?
—No.
—Pues adiós... —Adiós.
Y lentamente, como dándome tiempo a llamarle todavía, se fue e! profeta de mi casa... Como iba de espaldas no pude enterarme de si le temblaban las barbas o se le erguían enmarañadas e hirsutas cubriéndole la cara.
(Revista “Flirt” de Madrid, 9 de Febrero de 1922) |