Una mañana que el sol surgía del abismo y se lanzaba al espacio, un vaivén de su carro flamígero lo hizo rozar la cúspide de la montaña.
Por la tarde un águila, que regresaba a su nido, vio en la negra cima un punto brillantísimo que resplandecía como una estrella.
Abatió el vuelo y percibió aprisionado en una arista de la roca, un rutilante rayo de sol.
Pobrecillo, díjole el ave compadecida, no te inquietes, que yo escalaré las nubes y alcanzaré la veloz cuádriga antes que desaparezca debajo del mar.
Y cogiéndolo en el pico se remontó por los aires y voló tras el astro que se hundía en el ocaso.
Pero, cuando estaba ya próxima a alcanzar al fugitivo, sintió el águila que el rayo, con soberbia ingratitud, abrasaba el curvo pico que lo retornaba al cielo.
Irritada, entonces, abrió las mandíbulas y lo precipitó en el vacío.
Descendió el rayo como una estrella filante, chocó contra la tierra, se levantó y volvió a caer. Como una luciérnaga maravillosa erró a través de los campos y su brillo, infinitamente más intenso que el de millones de diamantes, era visible en mitad del día y de noche centelleaba en las tinieblas como un diminuto sol.
Los hombres, asombrados, buscaron mucho tiempo la explicación del hecho extraordinario, hasta que un día los magos y nigromantes descifraron el enigma. La errabunda estrella era una hebra desprendida de la cabellera del sol. Y añadieron que el que lograse aprisionarla vería trocarse su existencia efímera en una vida inmortal; pero, para coger el rayo sin ser consumido por él, era necesario haber extirpado del alma todo vestigio de piedad y amor.
Entonces, todos los lazos se desataron, y ya no hubo ni padres, ni hijos ni hermanos. Los amantes abandonaron a sus amadas y la humanidad entera persiguió, como desatentada jauría, al celeste peregrino por toda la redondez de la tierra. Noche y día millares de manos ávidas se tendieron sin cesar hacia el ascua fulgurante, cuyo contacto reducía a la nada a los audaces y sólo dejaba de sus cuerpos, de sus corazones egoístas y soberbios, un puñado de polvo de un matiz de trigo madura, que parecía hecho de rayos de sol.
Y aquel prodigio, incesantemente renovado, no detenía el enjambre de los que iban a la conquista de la inmortalidad. Los que sucumbían eran sin duda aquellos que conservaban en sus corazones un vestigio de sentimientos adversos, y cada cual confiado en el poder victorioso de su ambición, proseguía la caza interminable, sin desmayos y sin recelos, seguros del éxito final.
Y el rayo erró por los cuatro ámbitos del planeta, marcando su paso con aquel reguero de polvo dorado y brillante que, arrastrado por las aguas, penetró a través de la tierra y se depositó en las grietas de las rocas y en el lecho de los torrentes.
Por fin, el águila, desvanecido ya su rencor, cogiólo nuevamente y lo puso en la ruta del astro que subía hacia el cénit.
Y trascurrió el tiempo. El ave, muchas veces centenaria, vio hundirse en la nada incontables generaciones. Un día el Amor desplegó sus alas y se remontó al infinito y como hallase a su paso al águila que bogaba en el azul, le dijo:
-Mi reinado ha concluido. Mirad allá abajo.
Y la penetrante mirada del ave distinguió a los hombres ocupados en extraer de la tierra y del fondo de las aguas un polvo amarillo, rubio como las espigas, cuyo contacto infiltraba en sus venas un fuego desconocido.
Y, viendo a los mortales, trastornada la esencia de sus almas, pelearse entre sí como fieras, exclamó el águila:
-Sí, el oro es un precioso metal. Mezcla de luz y de cieno, tiene el rubio matiz del rayo; y sus quilates son la soberbia, el egoísmo y la ambición. |