Aquellos sí que eran buenos tiempos, dijo el abuelo dirigiéndose a su juvenil auditorio, que lo oía con la boca abierta. Los cóndores de oro corrían como el agua y no se conocían ni de nombre estos sucios papeles de ahora. No había más que dos piques: el Chambeque y el Alberto, pero el carbón estaba tan cerca de los pozos que, de cada uno de ellos, se sacaban muchos cientos de toneladas por día.
Entonces fue cuando los de Playa Negra quisieron atajarnos corriendo una galería que iba desde el bajo de Playa Blanca en derechura a Santa María. Nos cortaban así todo el carbón que quedaba hacia el norte, debajo del mar. Apenas se supo la noticia, todo el mundo fue al Alto de Lotilla a ver los nuevos trabajos que habían empezado los contrarios con toda actividad. Tenían ya armada la cabria del pique casi en la orilla misma donde revienta la ola en las altas mareas. Los pícaros querían trabajar lo menos posible para cerrarnos el camino. Entretanto nuestros jefes no se contentaban sólo con mirar. Estudiaban el modo de parar el golpe, y andaban para arriba y para abajo corriendo desaforados con unas caras de susto tan largas que daban lástima.
Acababa una mañana de llegar al pique, cuando don Pedro, el capataz mayor, me llamó para decirme:
-Sebastián ¿cuántos son los barreteros de tu cuadrilla?
-Veinte, señor -le contesté.
-Escoge de los veinte -me mandó-, diez de los mejores y te vas con ellos al Alto de Lotilla. Allí estaré yo dentro de una hora.
Me fui abajo y escogí mis hombres, y antes de la hora ya estábamos juntos con una nube de peones, de carpinteros y de mecánicos en la media falda del cerro que mira al mar.
Mientras los peones desmontaban y terraplenaban y los carpinteros aserraban las enormes vigas, los mecánicos recorrían el motor listo ya para funcionar. Todos metían una bullanga de mil demonios. A cada momento llegaban barreteros del Chambeque y del Alberto. Allí estaba la flor y nata de toda la mina. Ninguno tenía menos de veinte años ni pasaba de veinticinco.
De repente corrió la voz de que iba a hablarnos el ingeniero jefe. Todavía me parece verlo encaramado en una pila de madera echándonos aquel discurso cuyo recuerdo tengo aún en la memoria. Después de afear la conducta de los de Playa Negra, que sin ninguna razón y contra todo derecho querían arrinconarnos contra el cerro para apoderarse del carbón submarino que habíamos sido los primeros en descubrir y en explotar, nos dijo que contaba con nuestro empuje y entusiasmo para el trabajo para impedir aquel despojo que realizado sería la ruina de todos. Luego nos explicó, aunque muy a la ligera, lo que exigía de nosotros. A pesar de su reserva y de lo vago de ciertos detalles, comprendimos que su intención era abrir un pique en el sitio donde estábamos y enseguida una galería paralela a la playa que cortase en la cruz la línea que traía la de Playa Negra. Pero para que tuviese éxito este plan, era necesario llegar al cruce antes que los contrarios. Y aquí estaba lo difícil, porque la distancia que ellos debían andar era menos que la mitad de la que nosotros teníamos que recorrer para ir al mismo punto por debajo del mar.
Al concluir el ingeniero su discurso era tan grande nuestro entusiasmo que pedimos a gritos la orden de empezar el trabajo inmediatamente. Estábamos furiosos contra los de Playa Negra y algunos propusieron como lo más práctico para cortar la cuestión irnos sobre los intrusos y arrojarlos dentro de su pique con cabria, máquinas y todo. El ingeniero apaciguó a los exaltados diciéndoles que la violencia empeoraría la situación aplazando la dificultad indefinidamente. Lo mejor era concluir de una vez y para siempre. Calmados los ánimos se procedió a dividir a los barreteros en doce cuadrillas de diez hombres cada una que trabajarían una después de otra reemplazándose cada dos horas. Por este medio habría siempre en la faena gente descansada y de refresco.
Echada a la suerte el turno de las cuadrillas le tocó a la mía el segundo lugar. Nos quedamos aguardando con impaciencia el relevo mientras los demás que tenían número más altos se iban a sus casas para dormir.
¡Aquello sí que era trabajar! Desnudos, con un trapo a la cintura, empuñábamos con tal rabia las piquetas que la tierra, la arcilla y la piedra nos parecían una cosa blanda en la que nos hundíamos como se hunde en la madera podrida una mecha de taladro. El sudor nos corría a chorros y humeábamos como la barra que el herrero retira de la fragua y mete en el enfriadero. Algunos se desmayaban y cuando el pito de capataz nos indicaba que había concluido el turno una niebla nos oscurecía la vista y apenas podíamos tenernos en pie.
En la primera semana alcanzamos el nivel del mar. Se pusieron grandes bombas para achicar el agua y seguimos cavando y cavando hasta enterar, otra semana. De repente nos mandaron parar. Bajaron los ingenieros con sus instrumentos y después de dos horas más o menos nos marcaron con tiza en la pared donde debíamos abrir la galería. Sin perder minuto empuñamos las herramientas y el trabajo principió con la misma furia que antes. Bajamos ágiles y frescos y dos horas después salíamos irreconocibles, reventados, casi muertos. Afuera el médico nos tomaba el pulso; bebíamos un poco de coñac con agua y enseguida a casa a dormir. Hubo también algunos accidentes. De improviso caía uno de bruces y ahí se quedaba sin menear pata. Otros reventaban en sangre por las narices y los oidos. Reemplazábalos inmediatamente la cuadrilla de reserva y el trabajo seguía adelante de día y de noche sin parar un minuto, un segundo siquiera.
Era imposible hacer más, pero a los jefes todavía les parecía poco. Andaban con un julepe que se los comía. Y no era para menos, porque nosotros que íbamos de sur a norte, para cerrar el camino a los de Playa Negra, que iban hacia el oriente, teníamos que recorrer una distancia casi doble. Hacía ya un mes que trabajábamos cuando una mañana vinieron los ingenieros a hacer una nueva medición de la galería. Esta vez demoró la cosa bastante. Hablaban, medían y volvían a medir y de pronto nos ordenaron que suspendiéramos el trabajo hasta nuevo aviso. Como nos moríamos de curiosidad y deseábamos saber si habíamos ganado o perdido ninguno quiso alejarse de la mina hasta no averiguar en qué paraba todo aquello. Yo, como jefe de cuadrilla, me apersoné a don Pedro, el capataz mayor, que estaba todo el tiempo con la oreja pegada al muro y le pregunté: ¿Conque ya les tapamos la cancha? Me hizo un gesto para que callase y entonces puse yo también el oído en la pared. Estuve así un rato escuchando con toda mi alma y de repente, me pareció oír muy lejos unos golpecitos como si alguien estuviese dando papirotes sobre la piedra. Puse más atención y cuando estuve ya seguro de no equivocarme llamé al capataz y le dije: «Don Pedro, es aquí donde viene la barrena».
Se acercó y nos pusimos a escuchar juntos. De pronto a la luz de la lámpara vi cómo brillaron los ojos del capataz. Los golpes de combo en la barrena guía se iban sintiendo cada vez más fuertes. En ese momento llegaron los ingenieros y después de escuchar también con la oreja pegada al muro desenrollaron un plano y se pusieron a trabajar con sus aparatos. Luego marcaron con tiza una cruz en la pared; dieron algunas órdenes al capataz y se marcharon alegres como unas pascuas. Apenas hubieron salido cuando bajó una docena de carpinteros que colocaron a toda prisa una puerta que cerró completamente un espacio de diez metros al fin de la galería. Colgada la puerta en el marco y calafateadas con gran prolijidad sus rendijas se retiraron los carpinteros y sólo quedamos ahí el capataz mayor y los cabezas de cuadrilla oyendo los golpes dados en la barrena que al parecer estaba ya muy cerca. Sin embargo, pasaron todavía muchas horas y serían tal vez las tres de la tarde cuando el capataz me dijo: «Ve arriba y avisa que tengan listo el brasero».
Fui a toda prisa a cumplir la orden y cuando estuve de vuelta se sentía tan claro el ruido de la barrena que calculé que no pasaría media hora sin que la punta asomase por la pared. La galería tenía en esa parte dos metros de alto y cortaba un manto de tosca azul que no dejaba filtrar una gota de agua sin embargo de tener el mar encima de nuestras cabezas. Mientras aguardábamos en silencio, no cesábamos de pensar en el cálculo de los ingenieros cuya exactitud nos llenaba de admiración. No sabíamos, todavía, que aprovechándose de la poca vigilancia de los jefes de Playa Negra, dos de los nuestros habían bajado a la mina contraria y anotado su nivel y dirección.
Como ya lo había calculado, no había trascurrido media hora cuando los primeros pedacitos de tosca empezaron a caer de la pared, a metro y medio del suelo. Todos sabíamos lo que esto quería decir y aguardábamos con verdadera ansia que la barrena guía rompiese la muralla para despuntarla de un martillazo, haciéndoles ver a los contrarios que habían perdido la partida y que nosotros éramos los amos debajo del mar. Combo en mano esperábamos el momento oportuno, cuando don Pedro, el capataz mayor, hizo una seña para que nos apartáramos; y afirmando el hombro izquierdo en el muro se escupió las manos y aguardó con los ojos clavados en la tosca que se levantaba como una ampolla.
Nunca me olvidaré de aquel momento. Todos teníamos la vista fija en el capataz mayor queriendo adivinar su intento. Alumbrado por las lámparas, parecía uno de esos gigantes de que hablan los cuentos de niños. Tenía seis pies de alto y su cuerpo grueso en proporción, agrandado por el resplandor de las luces, parecía llenar el estrecho recinto. Sus fuerzas eran famosas en toda la mina. Muchas veces lo vi, bromeando, levantar a un hombre en cada mano y sostenerlos en el aire como si fueran guaguas de meses.
Con un pie adelante del otro, la cabeza un poco inclinada, esperaba el instante en que la barrena asomase por el muro. No tuvo mucho tiempo que aguardar. A cada golpe, los pedazos de tosca que caían eran más grandes, hasta que, de pronto, algo brillante salió de la pared, haciendo saltar un grueso planchón. Rápido como el rayo, el capataz le echó la zarpa, y por un instante sentimos cómo crujían sus huesos. De repente se enderezó y se quedó quieto, afirmado en la pared con la cabeza echada atrás y resoplando como el fuelle de una fragua movido a todo vapor. Clavamos los ojos en la muralla y apenas podíamos creer lo que veíamos. Doblada en forma de escuadra, la extremidad de la barrena sobresalía del muro unos cincuenta centímetros y movíase de un lado a otro como el péndulo de un reloj.
El abuelo hizo una pausa, y después de tomar entre sus dedos temblorosos el cigarrillo encendido que uno de sus atentos oyentes le alargaba, continuó:
-Lo que me falta que contarles es muy poca cosa. Mientras los de Playa Negra, que no podían adivinar ni remotamente lo que había pasado, achacaban el accidente a un simple atascamiento de su barrena y hacían los esfuerzos imaginables para desatascarla, ensanchando el orificio, nosotros habíamos colocado frente a él un gran brasero de carbón encendido. Luego, el capataz mayor dio orden de que todo el mundo abandonara la galería, quedándonos los dos para terminar los últimos preparativos. Todo quedó listo en un momento. Después de ensayar si la puerta cerraba bien y mientras yo me alejaba prudentemente, don Pedro tomó en sus brazos, como si fuera una pluma, el enorme saco lleno de ají que se había bajado hacía poco, y, desde el umbral, lo lanzó sobre las brasas encendidas. Cerró, acto continuo la hoja de un puntapié, y volviendo las espaldas echó a correr hacia el pozo de salida. Yo, que iba adelante, fui el primero en llegar al ascensor y aunque nos izaron inmediatamente, sentimos al llegar arriba una picazón en la garganta, acompañada de una tos seca insoportable.
No hacía diez minutos que habíamos salido, cuando vimos que algo extraordinario pasaba en la mina enemiga. La campana de alarma empezó a repicar a toda prisa, y algo muy grave debía ser lo que ocurría abajo, porque el toque era desesperado. Como estábamos más altos que ellos, ningún detalle se nos escapaba. Cuando apareció el ascensor, la boca del pique estaba llena de gente. Los que salían eran rodeados y acosados a preguntas, que oíamos perfectamente:
-¿Qué hay, qué pasa?
Pero los pobres diablos no podían contestar, porque una extraña tos los sacudía de pies a cabeza. Entonces prorrumpimos todos en gritos y vivas, que los de Playa Negra contestaban con insultos y blasfemias.
Para terminar, sólo me falta decir que cuantas tentativas hicieron nuestros contrarios para bajar a la mina y reanudar los trabajos, fueron inútiles. Pasaban los días, las semanas y los meses y la imposibilidad era siempre la misma. Apenas el ascensor se hundía en el pique algunos metros, los que iban en él se ponían a gritar que los izaran sin demora y salían medio ahogados tosiendo desesperadamente.
Era imposible haber ideado una estratagema más eficaz. El humo del ají encerrado, en la galería nuestra, se escapaba tan despacio por el orificio de la barrena guía que amenazaba no concluirse nunca. Y sucedió lo que debía suceder: que el lecho de la galería, apuntalado a la ligera, se derrumbó, dando paso al agua del mar.
Seis meses después, la famosa mina de Playa Negra era sólo un pozo de agua salobre que la arena de las dunas iba rellenando lentamente. |